miércoles, 9 de enero de 2013

RELATOS DE SUSPENSE

                                                           NO HAY  NADA


No hables, no pienses nada, cierra los ojos y deja el flujo vital que trasvase tu ser.

No oyes el latido de tu corazón, ni sientes el fluir de tu sangre. Silencio. Tu respiración pausada, inaudible.
No afloran ideas; tus emociones están dormidas, el pasado, presente y futuro se han fundido en la nada.
Calma espiritual absoluta. No hay espacios distinguibles, el fondo vacío que te inunda es la realidad
más cierta que has percibido.
No hay figuras, objetos, claridad ni oscuridad, desaparecen los símbolos abstractos.
El mundo conocido se disuelve en tu silencio, las estrellas, el firmamento cósmico se comprimen en ti hasta desaparecer en la inmensidad de tu silencio sin fronteras. Has barrido la existencia y sigues sintiendo algo
que no te pertenece solo a ti ¿ de dónde viene? ¿ qué es? no hay nada fuera de tu interior, lo que creaste
 lo has difuminado en tu ser, ha vuelto a ser lo que siempre fue, la nada sin espacio ni tiempo.

Ése es el origen y el fin virtual imaginado por ti, sin vida propia fuera de tu silencio abismal.
No desvíes la atención; tu estado actual no muere porque nunca nació.
Tu cuerpo, tu mente y sus pensamientos son virtuales,
No existe otra realidad que ese flujo infinito de la nada que trasvasa, que inunda tu vacío  más absoluto
y placentero.
Estás tocando tu identidad, deja que se funda con la esencia de lo que es y no es
al mismo tiempo, ese flujo que canaliza tu sentido de pertenecer a algo que permanece en ti
sin ser tuyo, es anterior a tu creencia de sentirte algo que no eres,
pues tu ser en sí mismo es la nada consciente de ser nada.




                   
                                            EL  TIEMPO


Frío polar que entumece mis huesos, se aferra a mi carne y congela mi espíritu solitario, perdido,
sin rumbo.
Ráfagas de viento que punzan mis oídos, atenazan mis dientes que muerden la palabra y ahogan sus ecos en mi garganta reseca.
Vuela alto, águila del tiempo, vuela ágil por encima de mi sombra, imperceptible ya en su silencio
de la noche.Despidámonos para siempre; tú surcarás los mares y cruzarás las montañas más altas,
avistarás campos fértiles, desiertos, praderas y bosques.Tu destino final es de nuevo tu principio;
seguirás siempre marcando el ritmo del tiempo cíclico en un espacio inmenso, inaccesible para tu espíritu siervo, atado a las agujas de un reloj.
Yo quedo esclavo de ese mismo tiempo efímero, clavando mis raíces en la tierra para pervivir soñando
con eternos imposibles, desde un horizonte bajo, estrecho y comprimido.

El frío me hiela los huesos y mi fragilidad efímera no soporta el paso huracanado del segundo , del minuto,
de las horas que transfiguran la imagen de lo que fui ayer a cada día.
! qué lejos me voy quedando de aquello que va siendo el pasado de una vida que cabe dentro de un reloj de arena¡ ! qué emociones, qué sentimientos, qué razón, qué intuición¡ sensaciones que pasan sin madurar,
sin ser vividas en plenitud, apenas esquemas de vidas que desaparecen soñando con ilusas aspiraciones
porque no hay tiempo.

Tú lo marcas con el vuelo de tus extensas y ágiles alas, águila inmortal, verdugo de frágiles criaturas sojuzgadas por el destino incierto de tus caprichos.
Quiero vivir mis días sin ti, sin saber si es el invierno de ayer o el verano de mañana, acariciar siempre
las mismas flores e idénticas hojas caídas de otoño.

Quiero sentir dichoso esa paz eterna del espacio sin tiempo, fuera de tu sombra colosal, siempre
amenazante. Viajar en libertad por la inmensidad de mis sueños y hacerlos realidad en mi alma eterna,
destrozar tus nidos e itinerario e insuflar la esperanza de una vida dichosa y completa de paz espiritual,
en todos los corazones del mundo, libres ya de la carga de las pesadas cadenas y la espada amenazante de una efímera e incompleta existencia...Ahora grande, armoniosa y fundida con ese espacio intemporal que tú no puedes trasvasar, águila del tiempo.
Voy a destapar de tierra mis pies enterrados y volar por encima de tus límites carceleros, con mis sueños, sí,
 pero inalcanzables para ti, pues aprendieron a volar por sí mismos sin alas, alcanzar espacios maravillosos y quedarse allí para siempre en su paz espiritual...





                                                     
                                                       LA SORPRESA



Pasos medidos, silenciosos, respiración contenida, emociones a flor de piel, sujetas por tus riendas.
Silencio absoluto. ningún sonido de fondo encubre tus propósitos.
Te descalzas, tu intuición alerta de que algún imprevisto te acecha, tanteas las puertas y oyes el roce de tus dedos con sonidos agigantados por tu percepción sensorial hipersensible.
Alguna arritmia de tu corazón, un natural crujido de alguna articulación enerva las glándulas sudoríparas de tu frente.

Un ladrido lejano te estremece, la gota incesante se desploma en el fregadero formando ondulaciones sonoras en tu cerebro angustiado. Tus pensamientos no se sustentan, pasan bajo ciclones vertiginosos que se vuelven contra ti, convirtiéndote en objeto de tu propia sorpresa.
Giras con mano temblorosa la manilla de la cerradura !qué suerte, no ha chirriado¡
Entreabres la puerta y oyes la respiración profunda y relajada del sueño de tu víctima.
Sientes un leve vértigo y retrocedes. Mil sombras negras y punzantes sobrevuelan tu imaginación.
No puedes hacerlo, eres objeto de tu propia intriga, tus tripas se retuercen y regurgitan mil sonidos de ansiedad prisionera.

Las piernas, manos, labios temblorosos, ojos abiertos y aterrados por la propia angustia que has igniciado en ti e iba proyectada para otro; te inmovilizas, matas tu iniciativa y te desdibujas.
Viras y retrocedes lentamente ante la agonía de tu miedo. De nuevo ladridos nocturnos que te estremecen y te erizan la piel.
No tienes valor para cerrar el goteo del grifo del fregadero que amortigua contra tus sienes, inflamadas por el terror. Te diriges a la puerta de salida de la casa y tu torpeza proyecta el ruido de la cerradura sobre toda la morada de tu víctima. Tu pensamiento no ve más  que la calle, el aire fresco y la libertad.

Te calzas sin abrocharte los cordones. Al levantar tu cuerpo para salir de tu ansiedad, una manos cálidas y
conocidas se apoyan en tus hombros. Das un grito ronco y desesperado, volviendo la cabeza hacia tu amigo, la víctima de tu broma, que mira con ojos sorprendidos tu rostro horrorizado.
Tu sorpresa ha sido sorprendida...                    







                                                            TU    TORMENTO



Oleadas de cólera, patadas contra el viento, bandadas de pájaros desafiando la turbulencia;
resignación impotente.
Ramilletes de recuerdos traviesos, nefastos, que sobrevuelan irónicamente tu mente revuelta.
Nubarrones negros sobrecargados que cabalgan impertérritos ante tu implacable deseo por deshacer la
tormenta, quebrantar su centro de gravedad, fulminarla con mirada de odio;
resignación impotente.
Puñetazos sobre las paredes, dientes apretados, músculos rígidos, nervios desquiciados, primeras gotas
frías en tu rostro desafiante, indefenso. Primeros relámpagos cegadores y truenos que estallan en tus oídos;
torbellinos de polvo y olor a tierra húmeda que rebelan a tu olfato desabrido.

Entras a la casa y cierras la puerta. Miras por la ventana el fulgor y el tronar, amenazando a mil diablos y ultrajando a dioses eternos;
Resignación impotente
Rondas por toda la casa, paseos que se agotan en sí mismos, portazos en las habitaciones; colocas, descolocas los objetos, se rompe el cenicero, cristales rotos, torrente de lluvia y fuerte viento que hace
crujir las ventanas chorreantes.
Se corta la corriente y se apaga la luz; brazos extendidos buscando las paredes, las puertas, la orientación
para encontrar una vela. Rugidos que salen de tu garganta maldiciendo la naturaleza y la existencia;
resignación impotente.
Luz pobre y zigzagueante de la cera encendida, haces fulgurantes e intermitentes, rugido colosal de la tormenta. Miras fijo a la pálida llama y acercas tu rostro a su luz; la sombra de tu cabeza, agigantada, parpadea tras de ti, pero no lo adviertes.
Ya no sientes la algarabía de la vida que juega irónica contigo. !que la parta un rayo¡
Ahora, tus ojos, muy abiertos, hipnóticos, quieren desafiar a esa humilde llamita que baila provocadora frente a tus pupilas dilatadas, deseosas de apagarla con su sola energía;

Resignación impotente...






                                                                   SENSIBILIDAD



Quiero sentir el roce de tus dedos en mi frente, que transmitas a mi espíritu tu naturaleza divina.
Para recibir de los rayos del sol sus caricias; de la luna, el velo blanco que envuelve las noches de misterio; de las estrellas, el eco de infinitas voces de diálogo universal; de los ojos ajenos, el verso maravilloso nunca escrito de sus almas; de tu sonrisa, el secreto de tu amor; de tus manos , el calor de la amistad; del silencio, retazos de enigmáticas canciones transportadas por la brisa a todos los sinfines del planeta; de tus canciones, fragmentos de silencios que prorrumpen en cascadas, armonizando el sonido.

Del mar, el rugido incesante de un inmenso ser prisionero de sí mismo; De tus labios, el sabor de tus secretos más íntimos; de la brisa, el aroma del mar, del desierto, de la nieve, de las cumbres, de la tierra húmeda, de los árboles que danzan alegres alrededor del sol; de los ríos, el murmullo de mil voces distintas a cada segundo; de la primavera, la fragancia floreada, el tacto de sus tiernos brotes, la renovación de la savia y de la sangre, el renacimiento de la vida.

Del verano, fuego y arena, sofocante calor, sed, pesadez, anonadamiento.
Del otoño, hojas que vuelan al viento de tus recuerdos, nostalgias que se aferran a un presente imposible de dibujar; del invierno, frías noches de hoguera y charla, largas noches de soledad, de arropamiento íntimo, de temores viejos y nuevos, de tormentas lluviosas, truenos y rayos espeluznantes, de vidrios empañados por el pertinaz desaliento ante la insignificancia de la vida.

Quiero sentir el brillo de tus ojos iluminar el cielo de mi incertidumbre, el hálito de tu respiración en la mía, siempre agitada, monótona , temerosa de perder el ritmo acompasado de su prisión; quiero sentir el bramido salvaje de la vida, sin subterfugios ni sortilegios, abrazar al fuego y al hielo, a la alegría más sublime y a la pena más honda, surcar el campo de la luz cegadora y de la absoluta oscuridad; saber la incógnita de la eterna acechanza de nuestro destino; que destapes, sensibilidad, la cajita de los sueños inalcanzables y los acerques a nuestras manos para que podamos modelarlos con el arte del cariño.
Sentir que te fundes con nosotros en acto sincero de entrega mutua, bajo el regazo de un universo que es parte nuestra y somos parte suya...





                                                                   DOLOR




Memoria efímera, latidos en las sienes de sueños vacíos e imposibles, agonía lenta de recuerdos que ya no se aman, libertades y euforias de otras épocas, erosionados, solidificados en estratos vetustos del tiempo.

Sentimientos y emociones vanas e ilusas, trituradas, micronizadas en polvo que dispersó el viento del dolor.
Postración, desligamiento de los acordes que vibraban en el interior de un cuerpo glorioso, eufórico, saludable.
malestar.
Desestabilización emocional, distorsión de la realidad que se presenta fría, inmisericorde e indiferente.
Dolor abdominal, de cabeza, en la espalda, en las articulaciones...
Quejidos sordos que hacen surcos en el alma, la voltean, la repliegan sobre sí misma.
Molesta el sol, el frío, la noche interminable, el día agónico; las sombras de la tristeza y desesperanza abren las puertas de par en par y entra un vendaval de inquietudes misteriosas, desconocidas hasta ahora.

Enigmática melancolía de tiempos inmemoriales, de épocas pulidas en el dolor persistente de la existencia.
Desasosiego, letanía que despliega reiteradamente el martilleo punzante del sufrimiento doloroso.
El reloj de pared descubre ecos insoportables de un tiempo eterno que no pasa, que se reinventa a cada segundo para seguir machacando la persistencia de mi desamparo.

Me recuesto sobre la cama y cierro los ojos para no ver nada: siento escalofríos, llamaradas en la llaga abierta que me quema insistente, implacable !quiero morir¡ Déjame vivir...
Sácame de tu pesadilla cavernaria, hechicero del dolor, y hunde tus raíces para siempre en las rocas milenarias, húmedas y corrosivas, que te absorberán para siempre entre sus fisuras.

Intento incorporarme y un mareo vertiginoso me precipita sobre la almohada. Miro hacia arriba y mi mente
gira los objetos caprichosamente, como queriendo escapar, librarse de las ataduras de un dolor que agudiza sus aceradas embestidas.
La consciencia se va debilitando, los párpados pesan como sacos de arena y mis manos se unen en un último gesto de suplicio. Mi cuerpo se rinde, el espacio y la luz se pierden en un horizonte lejano con diminutas esferas... dormido.



             
                                                                 

                                                                   LIBERTAD



Acordes de las hojas, del viento, de la luz...

Armonía que cabalga, vuela entre los ecos eufóricos de mi imaginación y se entremezclan, se confunden en una ascensión vertiginosa, todas mis emociones. me siento libre.
 plano circular de un horizonte sin fronteras donde el cielo y la tierra convergen en un beso con mis besos lanzados al albor de la mañana.
Identidades, hábitos y costumbres han muerto. Sus hondas raíces han sido arrastradas por arroyos cristalinos que manan desde cumbres anteriores a la existencia.
No sé quién, cómo ni porqué soy, sólo siento la honda y plena percepción de una realidad que trasciende mi ser inmaterial y se funde con la esencia del susurro silencioso del murmullo universal.

Mi intuición traduce su dialecto y se une al compás de la danza de la vida. Comprendo ahora el diálogo de la naturaleza: de las plantas, animales, de las rocas, del mar, de la brisa y las estrellas...Todo está intercomunicado.

La voz audible es la corteza externa de la lucha existencial, lo agreste y grosero de una realidad que se equilibra con garras y dientes.
El silencio intuitivo es el eco de la verdad, inaudible para la capa material corrupta y efímera.
Sólo se transmite a la eterna transición de lo que no es y sigue siendo, sin cuerpo, sin presencia, sin ausencia.

El hilo del alma que capta esa etérea pre-esencia es anterior y posterior al tiempo y al espacio, al ser o no ser, al sentir o no sentir; el pensamiento es la cáscara grotesca, trasvasada por ese hilo conductor que pone en contacto la pre-esencia exterior con la perla interior de lo que llamamos libertad...




                                         
                                                              DEPRESIÓN



Levanta tus rodillas de la tierra, huye, corre veloz y no dejes que te alcancen tus lobos interiores que llevan sus fauces abiertas para acrecentar tu agonía vital; no descanses, no tienes tiempo.

Sube a los árboles y grita con toda la energía. que tu eco golpee la indiferencia de una vida que te aplasta y humilla, te ahoga y perturba tu alma humilde y sencilla. Araña tu rostro y deja que las lágrimas de sangre calmen la sed de tu agonía.

Es agresiva y su sombra espesa, gigantesca, transporta tu ser a parajes inhóspitos de criaturas sin cuerpo ni forma, que anidarán en tu consciencia y despedazarán tus emociones, desfigurarán tu percepción de la realidad, devorando cuerpo y mente sin darte opción a reaccionar. Es la depresión.

No hay elección: corre, escapa descalzo por caminos pedregosos y deja que fluya la sangre de tus heridas; el dolor físico calmará la angustia de tu mente. Atraviesa ríos a nado, zarandea tu cuerpo y revuélcate por la tierra para desechar la posesión hechicera que está carcomiendo tu conciencia de ser, de sentirte persona que anhela dormir, soñar en paz, caminar y hablar con sosiego, llorar y sonreir...

Sentir siquiera la esperanza de abrir un día un túnel de luz en esta sombra perpetua que te impide ver, respirar, oler, tocar con tus manos la sensibilidad de la naturaleza, de las manos ajenas, sentir el equilibrio emocional de un mundo interior que se halla secuestrado, anulado, pelele de una maldita hechicera que quiere vender tu alma al diablo.

Tus huesos y piel ya son insensibles al frío y al calor. Seguirás implacable la huida de ti mismo, pues en tu interior ha asentado ella su macabro trono. Vas a escalar esa montaña con los huesos pelados de tus manos, con las llagas de tus pies y tus rodillas; vas a subir el pico más elevado y gigantesco que has conocido.
Arriba se divisa una luz clara y suave; vas a buscarla.Gateando, arrastrando tu cuerpo por la empinada ladera, vas impulsándote hacia arriba con la energía desesperada de alcanzar la libertad

En la cumbre, exhausto, caes de espaldas al suelo y fijas tu mirada en la gran luna llena clara, que alumbra tu cuerpo y te pregunta: ¿quién eres?
La malvada depresión, sabiendo que no tienes fuerzas para contestar, te enmudece y responde por ti: soy la amiga de la luna. Ésta contesta, acércate a mí, que quiero abrazarte y dotarte de de gran poder por haber subido tan alto a saludarme. La larga sombra salió cegada por la ambición, sin saber que sería absorvida y aniquilada por la luna para siempre.
Quedaste dormido y la luna, sin tu saberlo, envió un velo cálido a tu cuerpo para aislarlo del frío.
Al amanecer, la luna había desaparecido, tu cuerpo estaba maltrecho, pero tu mente, limpia, despejada y en paz consigo misma, estaba plenamente dichosa...acababas de renacer a la vida...




                                                   EL  MAR


Inmenso ser ancestral, siempre viejo, siempre nuevo...
Tu rugido de criatura colosal me intimida, me llama, me invita, me seduce, cuenta aventuras remotas de tu vida, historias del origen de los tiempos, rumores de tu albor con la existencia, de tus hijos repartidos por el mundo, que alimentas en alianza con el sol y la lluvia; de aquellos que no partieron y se quedaron en tu vientre.
Gritos de navegantes que  guiaste en sus aventuras temerarias o acogiste en tu seno empecinados en la muerte.
Diálogos de algas y corales, canciones de ballenas, delfines y sirenas, sinfonías de millares de peces coloridos que alegran tu monotonía, tu entrega, tu sacrificio en pro de la vida.
Risas de tus juegos con la luna que moldea, que ingravita tu cuerpo elástico y embriaga tu brisa en las noches plateadas.
secretos ocultos de romances con el sol, que acaricia tu torso, azulado como el cielo envidioso que te mira, y te preña de vida y salud para alimento de vuestros hijos.
Silvidos de cometas que pasearon por el firmamento lanzándote sus saludos, de aquellos meteoritos enviados por las estrellas más lejanas, que se posaron en tu fondo y siguen regurgitando las más bellas canciones de amor que has recibido.

Bramidos de lucha con las rocas que tratan inútilmente de oprimir tu libertad primigenia, ronquido durmiente de unos icebergs que optaron por emanciparse de ti y quedaron rígidos y atrapados en el tiempo de su masa helada.
Me acerco a ti, dubitativo, meto mis pies en el agua templada y noto el vértigo ante tu inmensidad; la suavidad de las olas mece mis rodillas; voy ganando confianza y me introduzco lentamente; la cintura, hasta el cuello. Siento una mezcla de sobrecogimiento y euforia. Respiración profunda...
Mi cuerpo no pesa; mi calma, desnuda y libre, ligera y confiada.
Me dejo llevar por tu impulso y siento mi cuerpo ingrávido, fundido con el tuyo. Ya no oigo tu rugido; el murmullo de mi espíritu se ha mezclado con todos los clamores de tu ser y sólo percibo el silencio de
una paz que flota, que se evapora en el viento y se dispersa por el mundo...




                                                                   EL  MENDIGO


En la puerta de la iglesia, en la algarabía del mercado, en la vía de transeúntes, en la puerta del hospital, en los andenes del ferrocarril...
Incansable, tu mirada cabizbaja se pasea por las almas de los mortales para ahuyentar su egoísmo y atrapar su bondad generosa.
De pie o sentado, flotas ligero, casi descalzo, en el viento del alba y del crepúsculo, en los  fríos gélidos del invierno y en los tórridos días estivales. Entonas rumores solitarios que matan o rumores que abrazan, según la piedad de los que alojan o alejan su caridad de tu mugriento cestillo.

Extiendes el brazo y abres tu mano, entre el cielo y el suelo, como apéndice solitario que se sostiene por sí mismo, sin ayuda de tu cuerpo.
Aderezas una vela, acompañada de santo, y echas tu suerte al azar de los creyentes que quieran depurar sus almas con una moneda lanzada al viento de tu desolación. Tu sonrisa se abre con el sonido metálico, hipócrita casi siempre; sincero a veces.

Labios agrietados, dentadura cavernaria, mirada opaca y desgastada por el tiempo y la procesión humana interminable que pasa ante ti como una culebra sin fin, serpenteante, con escamas duras y ojos desconfiados.
Tu casa es la calle y esa gente indiferente y lejana es tu familia.
Lo racional e irracional se confunden en tu mente y cambian su interpretación como el bien o el mal, lo justo e injusto, lo bello y lo feo, la crueldad o la bondad.
Todo ha perdido su razón de ser. Tus sueños y esperanza se desvanecen con la cruda realidad como la mantequilla ante el fuego.
Los cartones que te tapan por las noches en un banco perdido de un parque solitario representan la realidad de tu horizonte; difuso e inestable, incierto y vulnerable

Tus manos curtidas y huesudas, mancilladas por los vendavales de la vida, se aferran a ésta sin recibir una sola respuesta al porqué de tu existencia; sólo responde el cabo balanceante del instinto inercial de supervivencia.Tus tristes ojos, iluminados por la luna y las estrellas, enhebran dos lágrimas cálidas con los recuerdos más dulces de tu niñez. Los astros te siguen viendo como a tal y acogen aquellas ilusiones, haciéndolas presentes en ti...



                                                               


                                                           LA ALEGRÍA VOLTEADA
                                                                 



! qué juguetón, qué travieso me he levantado¡  Es un día normal, no hay nada que celebrar y sin embargo algo me inunda de dicha por dentro.
Saludo a mi familia con besos dulces y apretados; desayuno sin parar de hablar; cualquier conversación me parece amena y divertida. Mi buen humor es contagioso porque noto en los demás un gesto de amable complicidad.
Salgo a la calle y respiro hondo !qué día más bello¡ Los árboles parecen más verdes, la acera está limpia, la primavera está retoñando, su perfume aviva mis sentidos y alegra mis pasos, sueltos y desenfadados;
las palomas revolotean a mi alrededor, arrullando cantos de amor y paz; la gente camina en masa, silenciosa y respetuosa, atenta y servicial.
Mis compañeros están al frente de sus ordenadores y saludan todos a mis buenos días.
! qué dicha poder trabajar y aportar un granito de arena a la civilización humana¡ ordenada, tolerante, condescendiente, amigable! envidiable¡  cada uno en su lugar, cumpliendo objetivos compartidos para  avanzar y mejorar aún más nuestras vidas.
!Qué horror, toparnos con otra civilización diferente a la nuestra, capaz de imponernos otros modos de vida y convivencia¡ no quiero imaginarlo.

A la salida del trabajo, los amigos nos reunimos en un amplio bar con pantalla gigante; la euforia se respira por doquier, pedimos nuestras cervezas, aperitivos y hablamos entusiasmados de los prolegómenos del gran partido de fútbol que se celebra. Esto es el éxtasis, no hay espectáculo más maravilloso y placentero.
No puedo creerme que hoy, con la carga de alegría que arrastro, pierda mi equipo.
No importa, aunque así sea he de conservar la calma y completar este día con mi esposa e hijos.

Comienzan los primeros compases del encuentro y se vislumbra una lucha de igual a igual. Están mostrando un espectáculo futbolístico de primera magnitud, digno de los mejores clubes. En el minuto cuarenta del primer tiempo, un jugador de mi equipo es expulsado por una falta grave que no es tal.
El árbitro ha matado el partido y me ha dejado el estómago envuelto de rabia e impotencia. lo maldigo por dentro y muestro gesto serio ante mis compañeros adversarios, pero callo.
En el bar comienzan los pitidos y protestas. Mis emociones reprimidas penden de un hilo. No aparto la mirada del televisor. Cambia el esquema de juego y el equipo parece mantener la compostura.

En el minuto treinta de la segunda parte, el árbitro pita penalti a favor del contrario, que no ha sido tal.
Doy un puñetazo sobre el mostrador, dando tableta a un platillo de frutos secos que sale volando y golpea un cristal, resquebrajándolo. El camarero lo advierte, pero yo sigo atento a la pantalla.
En el minuto cuarenta y dos, casi finalizando, el árbitro concede una falta a mi adversario , al borde del área pequeña. segundo gol.
Mi boca estalla, soltando culebras, sapos, murciélagos y alacranes. Discuto a grandes voces con los aficionados adversarios y comienzan las ofensas directas y los golpes y silletazos.
Aparece la policía y nos toma los nombres por alteración del orden y destrozo del mobiliario del bar. Nos dispersaron y cada cual tomó su camino.
Yo fui andando por la avenida hasta casa, rumiando lo contrario de lo que había pensado por la mañana;
la humanidad es salvaje, depravada, injusta y miserable.
Mi ojo hinchado me delataba y mi mujer preguntó directamente, ¿ cómo ha quedado tu equipo?
Yo contesté, ellos han salido humillados y yo aporreado. ella dijo:
Tu alegría de hoy obedecía únicamente a tu ficticia ilusión de ganar; del mismo modo, se ha derrumbado al perder  !  sois aficionados de ilusiones ¡



       

                                                            LA NEVADA ENTRE LOBOS

                                                             

Tras su estancia de una semana en una estación de esquí, la pareja preparó el equipaje y lo cargó en el coche un mediodia de enero con vistas a salir por la tarde, con poco tráfico, hacia su destino, en la ciudad más cercana. ellos conocían las veredas y caminos para acortar terreno hacia la autovía y, cuando el sol acariciaba el horizonte, pusieron rumbo a su destino.

El camino era de tierra apisonada sin asfaltar y el cielo, ya nuboso, se puso en pocos minutos negro como boca de lobo. Cuando iban a mitad de camino, entre altas lomas blancas, comenzó a caer una nevada que no permitía ver la delantera de la calzada. La angustia se hizo patente al saber que la vuelta hacia atrás era imposible. Decidieron parar unos minutos esperando que la tormenta amainara y poder seguir adelante. Fue un error.
La nieve se fue acumulando en el camino y cuando decidieron avanzar, sin apenas ver la delantera del coche,
éste patinaba con cadenas incluidas en un espesor de sesenta centímetros y zigzagueaba con peligro de salirse del camino. Estaban encallados en mitad de un sendero solitario bajo un manto nevado que cubría el techo del coche, y a duras penas pudieron abrir las puertas cuando cesó la precipitación.
El único teléfono móvil que llevaban era de ella, estaba apagado y sin carga.
Ella le reprochó su descuido al utilizar su móvil sin preocuparse de su estado.Él contestó  que era ella la culpable por haber dejado la recarga para cuando llegasen a la ciudad.
Vieron que era una discusión inútil porque sabían que deberían pasar allí la noche; así que se pusieron los trajes aislantes del frío y se metieron dentro del coche helado con guantes, gorro y una manta para taparse.

Hasta ahora, a pesar del percance y sobrellevando la ansiedad, la situación no era desesperada, pues por la mañana los verían los camiones quitanieves. Decidieron calmarse y hablar de cosas banales para atemperar su tensión, mientras fumaban unos cigarrillos y bebían una cerveza, pues no llevaban víveres de comida.

Hacia las dos de la madrugada, vieron aparecer una figura parda ante la delantera del coche. Parecía un lobo solitario; era normal entre aquellos parajes. El pánico empezó a subir de nivel cuando vieron que una gran manada bajaba por las laderas siguiendo a su líder y se acercaban al coche, rodeándolo.
Husmearon el vehículo y el líder de la manada lanzó un aullido que dejó sin aliento a los viajeros.

Se precipitaron todos hacia el vehículo, mordiendo las nervaduras de plástico y arrancándolos, se ensañaron con las puertas, clavando sus dientes en los modelados de chapa, mientras otros arañaban con sonidos chirriantes el techo y se lanzaban con grandes saltos sobre los cristales con intención de quebrarlos, y las primeras fisuras aparecían en las lunas como regueros de finos hilos dispersos.

La pareja estaba fuertemente abrazada, tanto que se hacían daño mutuamente por la tensión muscular agarrotada. Se miraban incrédulos, despavoridos; su mirada recíproca aumentaba el temor que proyectaban sus ojos. No había palabras; la garganta seca, los dientes apretados y la mente ofuscada eran aliados de los lobos. Sólo se les aparecía la imagen de sus cuerpos devorados por los cánidos

Consiguieron meter la primera garra por un boquete en la ventana lateral de él, que surcó su cabeza con un profundo rasguño; al oler su propia sangre, su instinto de supervivencia activó la alerta; echó mano de la manta para tapar el boquete, arrancó el motor, empezó a pitar y encendió las luces que no habían sido destrozadas.El coche no avanzaba, pero los lobos retrocedieron algo.
Su hambre era mayor que el miedo, asi que volvieron a la carga con mayor energía.

Empezaba a nevar de nuevo y los lobos sacudían sus cuerpos mientras lanzaban su ataque definitivo.
La pareja se pasó a los asientos traseros y los lobos asomaban sus dientes por la chapas del techo, desgarrándolas. La ventana lateral de ella cedió y el lobo metió sus dos patas y parte de su cabeza, con los dientes hambrientos babeantes. Un grito humano ensordecedor superó el aullido del lobo.
Él cogió un pico de la manta que estaba en la ventana y le prendió fuego por un extremo.
Auyentaría a los lobos y en último extremo ambos estuvieron de acuerdo, sin palabras, con un solo gesto, en morir abrasados antes que ser devorados por alimañas.

La humareda del interior del coche era irrespirable; el destapó el boquete de la ventana y asomó la manta ardiendo al exterior, con quemaduras en la mano.
Los lobos de aquella parte se concentraron en el otro lateral del vehículo.
Saltaban con toda su energía para romper los cristales.Ya estaban fragmentados y la ventana de ella , presentaba una gran abertura, por donde un lobo metió su cabeza arañando el brazo de ella, que sangraba agudizando el instinto hambriento de las bestias. El alcanzó la manta ardiendo y la lanzó a la parte interior
delantera del vehículo, cual desprendía un olor a plástico quemado tóxico y letal.
Los lobos se mantenían expectantes en el exterior del coche, cuando aparecieron las potentes luces de un camión quitanieves. El conductor, viendo la situación, cogió su escopeta cargada y lanzó varios disparos a ambos lados del coche. Los lobos, que conocían muy bien ese sonido de la muerte, subieron las laderas rápidamente.
La pareja estaba al borde de quemarse y semiinconscientes por el humo inhalado. El conductor del camión abrió las puertas del vehículo, sacó la manta y paleó nieve al interior para apagar el fuego del salpicadero.

Aturdidas, las víctimas fueron ayudadas por el conductor y ayudante a subir al camión, que pasó providencialmente por allí ante un aviso de emergencia y se detuvo a ver de donde provenía aquel fuego y humo en una noche nevada...

           

                                                                 
                                                                 OTOÑO          



Torbellinos de polvo y hojarasca vapulean tu cuerpo y rostro. Siempre el mismo otoño, la misma sensación
 de que algo muere en tu interior.
Vagabundeas de un extremo a otro de la ciudad con el cuello del jersey subido hasta la barbilla.
Miradas lánguidas, rostros resignados ante el letargo de la vida. Qué corto es el tiempo de una criatura y que largo el devenir incansable de la redundancia cíclica de la naturaleza.

No descansas, te mueves de un lado a otro mascullando recuerdos tristes, alegres, reiterativos.
Dialogando en un presente de pinceladas tenebrosas y caducas que se repiten a cada año de la existencia.
Los moquillos sueltos de tu nariz indican que has entrado de nuevo en la estación de la melancolía indiferente.

Caminas por el solitario parque de la ciudad; columpios y toboganes de recuerdos rancios, propios y ajenos,
bancos metálicos por donde reptan las hojas muertas, movidas con frío sarcasmo por los múltiples torbellinos que dibujan espirales de muerte donde antes hubo y volverá la plenitud y exuberancia vital.

Sí, sólo sientes desamparo, desengaño y una estremecedora indiferencia ante todo lo que pasa en el interior y pasea por el exterior de tu mente. De nuevo, otro año más, la extraña sensación de soledad desarraigada,
el mismo sentimiento de perenne caducidad, la misma secuencia de emociones contradictorias que zarandean tu espíritu ante la realidad que se sumerge y emerge siempre de las mismas aguas.

Terrible tristeza de sentirte inútil, indefenso, marioneta de los registros caprichosos del tiempo climático, termómetro de nuestra variabilidad emotiva.
No hay refugio posible; desde los cristales de tu ventana verás la misma decadencia de la mimada naturaleza, que besa o abofetea a sus seres con la misma simpleza natural que un niño dibuja y anima un
monigote para luego borrarlo como algo que nunca fue.

No hay rebelión posible; escojas el camino de la razón más aplastante o el de los sueños más ágiles, vivirás y morirás en el tránsito de una vida corta, pero demasiado larga en su secuencia invariable...






                                                           LOS  ÁCAROS


El día que solicitó ser internado en un centro psiquiátrico, fue uno de los más duros de su vida.
No podía creerse que su mortal enemigo número uno, el ácaro, le hubiese derrotado. ¿ por qué se había dejado convencer por su psiquiatra de que aquella obsesión era mental y no una realidad que atentaba contra su existencia?
Tras un largo tratamiento, comprendía ahora, que había sido secuestrado por su propia mente; quizá para evadirse de un envoltorio vital aún peor, la soledad y aislamiento externo e interno bajo el que vivía o tal vez
por su predisposición genética a padecer este tipo de paranoia. Lo cierto es que había pasado un verdadero calvario no deseado a ningún enemigo.
Comenzó de modo sutil y fue reafirmándose hasta agigantarse de tal forma que dedicó seis años de su vida a una lucha titánica contra un enemigo invisible al que nunca vio  ni por el microscopio que compró a propósito, excepto en las páginas de los libros ilustrados.
De los libros partió la historia; mientras leía comenzó a notar un picorcillo molesto en la nariz y escozor de ojos que se fue agudizando lentamente hasta hacerse insoportable; imaginativo y obstinado como era, comenzó a meter los libros en el microondas, tostando varios de ellos, hasta que conoció el tiempo correcto de cocción; su nariz no se detuvo en las páginas, comenzó a olfatear en cuadros, cortinas, armarios de ropa, polvo de las zonas altas de armarios y puertas... Encontrando finalmente un aroma característico que sería determinante en su obsesión. Ésta llegó a ser tal, que percibía su olor en los aires acondicionados, en cuyas rendijas de entrada de aire puso paños humedecidos con yodo, otras veces con amoniaco puro y las peores con di-tetrametrina, líquido desparasitador de perros.

Notaba el olor, especialmente cuando salía de casa por un tiempo espaciado y luego entraba, desquiciándolo por completo. Compró todo tipo de agentes químicos limpiadores de la casa y muebles, fregó el suelo de la casa con sosa caústica casi pura, apenas disuelta en agua, pulverizó un cómodo sillón de relax con tantos elementos químicos cruzados, que empezó a decolorarse, lo arrastró, para vengarse de ellos, hasta la piscina y lo arrojó a ella para ahogarlos. Por supuesto tuvo que tirar el sillón, repujado y destrozado. Insecticidas por doquier; pulverizaba las habitaciones completamente, dirigiendo el chorro a las paredes, techo, suelo e interior de los armarios, además de sillas ´sillones, estanterías con libros y, especialmente, una cinta de correr que era su tormento, pues mientras corría, el polvillo salía atenazándole la nariz y bronquios o al menos eso pensaba. La desmontó y la lavó por piezas en varias ocasiones; el olor volvía a los pocos días; enchufó un brasero eléctrico y puso a hervir, mientras andaba por dicha cinta, una cazuela con polvos disueltos en agua para matar hongos y ácaros de los cipreses, cuales llegó a cortar un día de locura con una sierra motorizada, alrededor de una parcela en la que vivía, de mil quinientos metros cuadrados, quemándolos en una gran hoguera conforme iba tajándolos.

Sabiendo que eran seres microscópicos, cogió una lata de barniz y pintó, meticulosamente, sin dejar de brochear en los rincones más recónditos; por supuesto hizo la operación en todas las mesas, muebles y puertas de la casa, que le llevó cuatro días y lo dejó exhausto.
Siempre ocurría lo mismo: su imaginación creía que había acabado con ellos, pero el olor volvía a aparecer cuando entraba en casa.
Se enfundó una mochila del huerto, cargada de un producto químico para ácaros y fumigó todas las paredes, cortinas y suelos de la casa, durmiendo tan tranquilo con aquellas toxinas inhaladas por sus pulmones;
plastificó el colchón y almohada de su cama para aislarse de ellos, creyó que su cuerpo estaba invadido por dentro y por fuera y se lavaba con champú para perros, con detergente líquido para lavadoras de todas las marcas, con jabón verde y con agua oxigenada y yodo; perdió el pelo en muy poco tiempo, tal vez por disposición genética, pero lo susodicho ayudó a acelerar su caída; desmontó el aire acondicionado en varias ocasiones para lavar sus piezas externas y pulverizar con agentes químicos la parrilla de refrigeración y ventilador completo, hasta inutilizarlo.

Tomó desparasitadores indicados para animales, destinados a evacuar a su enemigo de su cuerpo; lavó con lejía pura todas sus ropas en la lavadora y a noventa grados, durante varios años, decolorando las ropas, aunque a él no le importaba ya en su vida más que vencer a su enemigo al precio que fuera; lavaba sus manos unas diez veces al día, en muchas ocasiones con lejía pura o amoniaco, por lo que cuando fue a renovar el dni, tardaron veinte minutos para poder cogerle una huella dactilar.

Pero lo peor estaba por llegar, cuando supuso que estos bichitos habían entrado en su frigorífico y aguantaban el frío hasta del congelador; sacó todos los alimentos y fregó el interior con agentes abrasivos y arrancó, en el éxtasis de su perturbación, varias piezas sensibles hasta  las que no podían llegar sus manos.
Dejó de funcionar y hubo de comprar uno nuevo.

Olía las paredes de su casa y su aberrante hedor estaba fijado ya en sus neuronas más que en ninguna parte.
Compró azufre micronizado, que, repartido en trozos de papel aluminio casero, distribuyó por toda la casa, de manera que iba prendiendo fuego a capas finas de azufre que desprendían un humo espeso amarillento, tóxico e irrespirable por lo que iba prendiendo por las habitaciones hasta el salón,, donde fogueaba el último azufrado y salía fuera de la casa durante dos horas y luego entraba y abría puertas y ventanas. La casa estaba impregnada de aquél olor.
La última de sus ocurrencias fue la más peligrosa, pues desconectó la goma del gas de su conducto y deplazó la bombona de habitación en habitación, abriendo la espita del gas y olisqueando de vez en cuando, hasta comprobar la adecuada densidad del gas para matar a todo ácaro viviente.
El gas natural inundaba toda la casa, con la descarga de una bombona gasificada en su interior.
Esto pudo provocar una tragedia, pues él mismo entró fumando para oler la densidad del gas.
No ocurrió así, pero a partir de entonces tomó consciencia de la magnitud de su problema que él creía real. lo contó todo a su psiquiatra y lo internó en un centro para casos graves.

El tratamiento, después de seis meses, lo ayudó a comprender que se había salvado de milagro, no sólo por las toxinas inhaladas, sino porque de no haber recurrido a ayuda especializada, se habría autodestruido por mantener una guerra con un ser microscópico que por naturaleza indoblegable, está en gran número en nuestro cuerpo, en el polvo doméstico y en casi todos los tejidos de una casa. es así y así lo comprendió nuestro personaje , que convive a día de hoy con sus amigos los ácaros.
! bienvenidos a casa¡





       

                                                             EGOÍSMO



!qué vanidoso ego¡ vives en la ilusión de transformar la realidad y ponerla a tu servicio, creerte el centro del universo en todos los pensamientos donde has asentado tu trono ! qué desventura para los mortales¡

Cada cual cree que su razón es la más ingeniosa, creativa y audaz, que el mundo sólo percibe sus emociones y la estrella inteligencia solo se rinde a sus pies.
Cada uno cree tener el don de escudriñar en los misterios insondables de la vida; navegar por los mares más profundos, acariciar las estrellas con su mirada penetrante, flotar en la ingravidez de sus sueños exclusivos, auscultar y desvelar las intenciones e ideas ajenas.
Pero toda esta artimaña de fuegos artificiales no es gratuita, pues tu ego te conduce con sus riendas en tu vida diaria
Es un azote para la existencia, pues con un solo manto cubre a todos los individuos, creyéndose cada cual el protagonista de su comparsa en la vida: el único que sabe seducir, convencer, causar admiración, ser el más listo bailarín, el más sabio parlanchín, diestro en las artes y letras, agudo pensador, elegante figurín...

Cada quién, en el prado de la fragmentación individualizada, cree que el mundo nace y muere con él, en cuyo entreacto la historia es su época, el viento sopla a su favor, la noche y el día se cierran o se abren
según el ritmo de su sueño- vigilia, el sol se pone bajo su mirada complacida, las flores del campo se abren cada primavera bajo la sugestión de sus pausados pasos, el agua de lluvia cae según él había previsto.

En fin, cada uno piensa que los demás sólo conforman una masa en la que el quién conoce la ignorancia
de cada cual y no a la inversa.




                                                                  YO  SIN  TI      



Me muestro a ti y no me correspondes; miro a una imagen del espejo que es tuya pero no mía.

Yo no soy tú y tú no eres yo; busco mi vida, mi intimidad más profunda y siempre me encuentro tu barrera,
protectora de mi yo, cual indaga, vuela en sueños y mira al horizonte de la vida sin comprenderlo.

Tú, parte de mi yo, has vetado mi salida al exterior, mi libertad confundida con la tuya, enmascarada por ti.
¿ quién te otorgó la capacidad de regular, de medir, de regir mi existencia, de sojuzgar a la parte de mi yo, que es mía única e irrepetible?

La parte tuya de mí, que ha creado mi forma de sentir, de expresarme, de emocionarme y percibir una dicha ficticia no es el yo que yo presiento, intuyo, noto palpitante y con vida propia, al que no puedo acceder, ni siquiera rozarlo con el vello sensible de mi alma, secuestrada por ti.

¿ quién te encomendó esta tarea de carcelero y verdugo del mundo ?
La naturaleza posee este mismo dualismo y sólo percibimos su tú pero no su yo, oculto y misterioso a nuestra mirada sesgada por ti.

Todos sabemos que llevamos un pasajero ficticio con el que dialogamos y compartimos nuestra vida diaria,
quien nos hace sentirnos enamorados, tristes o alegres, el que da la mano a sus amigos, inspira la bondad o la maldad, aquél que maneja el hilo de las simbologías que conectan a cualquier sociedad.

Eres usurpador de un cuerpo y una mente que obedecen al virtualismo de tu realidad creada, inducida,
sugestionada, sin anclajes donde asentarse ni cimientos con que sustentarse.

Revoloteas en círculos concéntricos en un horizonte cerrado y monótono. Yo quiero ver mi imagen sin ti, nacer de ella y ser ella, sin tu fachada perecedera y corrupta, sin presente ni futuro.

Mi yo sin ti es la esencia divina que sólo podemos compartir aquél que la creó y su ser creado...






                                                      EL APRENDIZ



No vengas con tu vergajo erguido como general ante su ejército para ganar tu batallita insípida

!coge, entrelaza mis manos con las tuyas y siente las pulsaciones mezcladas, discontinuas de tu corazón y el mío¡
Arrúyame al oído frases sueltas, diminutas, siseantes, ronronéame sonidos guturales de amor, de espanto, de odio, de pasión incontenida. Respira sobre mi cuello versos que no rimen, que no hablen, pero inflamen mi garganta seca de ecos sólo tuyos.
Esconde, deja que tus ojos se pierdan entre mis cabellos y respira hondo el olor de hembra que contienen.
Mordisquéa mis lóbulos despacio, dulcemente, mientras tiras de mis cabellos para elevar mi cabeza al cielo de mis gemidos.
Besa mis párpados cerrados por el deseo, mece tus labios por mis mejillas, paséalos por mi barbilla y
descánsalos humedecidos sobre mi garganta ronca y quejumbrosa !séllalos con los míos¡
¿ no ves mi blusa que se desata sola? ! calma tus manos temblorosas¡
Desabróchala suavemente y elévala al viento de la suerte.Colócate tras de mí y abraza mi vientre desnudo.
! no te detengas ¡ sigue mimando mis hombros y recorre mi espalda con tu boca susurranre. desabrocha el cinto y descúbreme mis pechos prisioneros; ahoga tu sed en ambos, siente su elasticidad y la tersura de sus pezones  !vuelve a ser un niño y piérdete entre ellos¡
Estás temblando de ansias de placer; voy a tumbarme en la cama; descálzame los zapatos con cuidado y saca las medias de mis piernas desnudas, suaves como la seda; masajéalas con tus manos y descubre los latidos de tu corazón; desvísteme la falda sin tirones, no seas abrupto; abrázate a mis caderas y mete tu cabeza en mi entrepierna; huele profundo el olor de algas marinas; desliza y sácame mis braguitas humedecidas de lubricante interno ! desvístete rápido o te lo harás en los pantalones ¡
Pasea tu glande por mi clítoris y penétrame hasta lo más profundo de tu ser.



                                         LA NEVADA DE MI SOLEDAD


Una cadencia de fino plumaje va cubriendo los campos, los árboles, las casas, mi mirada perdida en un horizonte blanco de soledades, de tristezas, apelmazadas en estratos reiterativos del tiempo.
La vida se cubre de mantos de seda blanca, silenciosos, impertérritos, de arroyuelos que manan de la nieve y juegan con los brotes verdes en una simbiosis de orgía creativa.
! qué resplandor, qué hermoso paisaje visto desde la añoranza del recuerdo¡
Y, ahora,! qué frío invernal inmisericorde que cala mis huesos y rigidece mis músculos¡
Esos jóvenes corren alegres sobre capas de hielo, hacen bolas y muñecos con sus propias manos, vibrando entre las ondas naturales de la vida; son arte y parte de la misma, conforman la misma secuencia de armonía sinfónica.
Yo, en cambio, me siento ajeno, lejano, sin partitura para acompasar esos acordes; solo el recuerdo de lo que fui desprende algún eco que responda a la música que escucho, pero incluso esas reminiscencias suenan ya discordantes ante mi realidad vital.
Qué atrás me voy quedando ante el paso firme, equilibrado, arroyador, de una existencia que aspira en su movimiento las cenizas de hoguera que calientan mi frágil y quejumbroso cuerpo, me tambalean y huyo despavorido ante su cíclica reafirmación. Mis pies ya no marcan la nieve, ni levantan el polvillo blanco removido de ventisca; sólo las rocas agrestes dejan algún intersticio para refugiarme junto a mi soledad.
! qué distante estoy de ti, nevada blanca, hoy más cerca de tu frío sepulcral que de aquellas bolas de mi niñez que quemaban mis manos y estremecían mi cuerpo, empeñado en abrazarte bajo el susurro ideal que nos comunicaba.
Me consuelo entre las rocas de mi cueva abandonada, arrimado a la hoguera de llamas vivas, zigzagueantes, que distorsionan tu imagen inmaculada de cuerpo mullido y nacarado, acogedor, milagroso para toda la vida, excepto para aquellas que sólo pueden admirarte desde un presente que pertenece a un pasado virtual e ilusorio que ya no existe.


             
                                                        VUELVE CUPIDO


Ahora, que estaba jugando a vencer mis emociones y conquistar la indiferencia ante la vida ¿ te acercas sigiloso a mi, cupido?
! está bien, clava tu aguijón venenoso sobre mi piel aletargada y desvélame de mi pesado sueño monótono¡
¿ cómo es su cabello, castaño, moreno o rubio?  ¿ y sus ojos? Su sonrisa ¿ es leve y triste o amplia y alegre?
Y su voz ¿ es hermafrodita, algo varonil o muy femenina?  ¿ es melodiosa y dulce o tajante y severa?
Su cuerpo, no me importa, pero sus ojos debo idealizarlos yo, porque darán respuesta a mis incógnitas más peregrinas: descubren un horizonte amplio y luminoso, lagos cristalinos y arboleda heterogénea, campos inmensos de flores multicolores donde deshojas tus emociones, sabiendo que es sí, pero necesitas escucharlo de sus labios enamorados.
Te sientes liviana y eufórica, tu sonrisa resplandece ante la más mínima complicidad en la palabra o gestos ajenos. Recostada sobre tu cama, piensas en sus ojos aturdidos ante los tuyos, en su inquietud ante tu presencia, en la incoherencia de sus frases ante la tonalidad y el ritmo medido de tu voz, segura ya de su embelesamiento por ti. Ese horizonte de tus ojos no es el mío.

Necesito el espacio de unos ojos que descubran esa tristeza infinita y misteriosa de mujer plena, el sabor de una sonrisa resplandeciente, pero breve, cargada de desengaños, comisuras de unos labios enmarcados por esos plieguecitos que acotan el tiempo y destierran ilusiones pasajeras, rostro sereno curtido por la cruda realidad vital, manos que han puesto velas a santos, han alimentado a sus enfermos, han cerrado los ojos de sus difuntos, manos que han amado y desamado, frías ante la falacia y cálidas ante el desaliento ajeno.

Quiero ver claro ese horizonte de pólvora quemada, de mechas húmedas que no prendieron, de cabos balanceantes que quedaron sin esperanza de ser afirmados y cogidos en el último momento; de tranvías que escaparon por llegar tarde a ellos, de esos otros desgüezados por tus recuerdos.
!ay¡ ver ese morado natural bajo tus párpados, de añoranzas y lágrimas grabadas con las ascuas vivas de tu experiencia de vida; ver esas graciosas y sensuales patitas de gallo en la sonrisa de tus ojos y surcarlas con mis labios como alpinista que anhela subir el pico más alto de la tierra.
Perderme, tú si eres, en ese horizonte profundo, enigmático, de montañas y llanuras, de mares enbravecidos, ríos torrenciales y mansos, de praderas y bosques salvajes, acercarme a tus pupilas, rastrear en la exquisita sensibilidad de tus labios y perderme como un niño entre las curvas de tu poderoso instinto maternal enamorado





                                                  LA ESENCIA DEL AMOR



¿ cual es la esencia del amor?  ¿ es química, es luz pura de almas que se conjugan, es juego de atracción genética?
¿ y las emociones, cómo destierran a la razón y adquieren la inercia directriz de todos los sentimientos?
! ay, si tus ojos no pueden responderme estas preguntas, es que no estamos enamorados¡

Si mis sentidos, cuando descubren la armonía danzarina de tu cuerpo al andar, el resplandor de tu rostro ante la multitud, el roce de tu vestido en tus piernas entre mil sonidos distintos, la presencia, el magnetismo de tus huesos y el pliegue de las comisuras de tus labios en un gesto perpetuo inolvidable, no sienten un estremecimiento que aflora por todos los poros de la química orgánica de mi ser, es que no estoy enamorado.

Si no siento el hechizo de tu voz como un oasis, entre otras que me hablan discordantes, frías, indiferentes, desde desiertos remotos y no advierto en tu sonrisa la melodía sinfónica más fascinante, angustiosa y misteriosa que envuelve mi razón de ser y existir, disolviéndola en el hálito de tu aliento, es que no estoy enamorado.
Si yo no descubro en mi ser que yo ya no soy sin ti, que no siento sin sentirte, que no pienso sin hallarte omnipresente, que no puedo mirar el cielo o el mar a través de los dos en uno, es que no estoy enamorado.

Si la distancia que nos separa no conmueve los cimientos de la tierra, y el tiempo de cada segundo danzarín no es una neblina espesa de ansiosa soledad, un río revuelto de emociones enervadas por tu recuerdo perenne vivo y candente que desemboca en el amplio océano de los celos, no puedo estar enamorado.

Si no soy capaz de nadar en ese océano celoso, sintiéndome como un náufrago que lanza brazadas de ceguera pasional, sumergiendo y emergiendo entre suspiros de ahogo y no encuentra la tabla de tu cómplice lealtad, no, no es amor
Si cuando estoy ante ti, mi cuerpo tembloroso tiene el valor de coger tu mano, abrazar tu cintura y posar mis labios sobre el universo infinito de los tuyos y me disuelvo, evanescente, inmortal, atemporal, en un sueño agónico entre la vida y la muerte de tu esencia pura de mujer, entonces, sí estoy enamorado de ti.





                                                             LA IMAGINACIÓN




Dar vida y hacer presentes a civilizaciones ocultas en otros mundos, comprimir el universo en el globo cogido por una mano de niño y desplegar uno nuevo desde una burbuja de espuma, convertir los sueños en recuerdos vivos y los recuerdos en sueños pasajeros, saltar del presente al pasado en un segundo y de éste al futuro en un minuto, congelar el tiempo en el espacio y crear seres inmortales, transformar a doncellas en princesas, reyes en truhanes y enanos en gigantes épicos.
Quiero ahogar el desierto en el mar y que éste despliegue sus orillas por lugares inhóspitos, que la luna tiña mis cabellos de plata y las estrellas duerman en las casas de los mortales, disolverme en la brisa húmeda y rociar al alba los campos verdes de la tierra. Andar despacio por senderos desconocidos y abrir las puertas a los personajes de mi imaginación, vivos y reales como el aposento de donde surgen, que caminen alegres, dicharacheros y me cuenten sus vivencias de tiempos remotos, presentes que la mente no alcanza a comprender, de futuros lejanos con un nuevo orden universal  donde el ocaso de la vida es un arcaísmo sin sentido, donde lo efímero es eterno y la dictadura de la gravedad física ha cedido paso a energías autónomas cohesionadas por propia solidaridad. Que cuenten a mi imaginación de donde salieron, si ella es fruto de sus deseos y no a la inversa, si son seres que atraviesan la corteza dura de los pensamientos rígidos y pasean por los vericuetos más ocultos de la imaginación, le otorgan vida propia con sus experiencias, le dibujan paisajes exuberantes, auyentan la tristeza y abren continentes, océanos inmensos de dicha y paz, vastos espacios cósmicos por donde sobrevuelan y destruyen perentorias ilusiones falsas y construyen realidades palpables desde nuestra imaginación creativa.





                                                             EL PAYASO  




Facundo está muy triste. piensa en las grandes noches de espectáculo, bajo esplendorosos focos multicolores que iluminaban las sonrisas de niños y adultos; en los largos y cálidos aplausos que recibía por sus interpretaciones de magia, ilusión, sorpresa , emoción...
Ha sido despedido del circo por su avanzada edad, debía dar paso a nuevas generaciones y su razón lo comprende, pero su alma y corazón no lo aceptan. Vive solo con ese amargo sentimiento de soledad, que va clavando sus raíces metódica, impasiblemente...
Sus vivaces ojos rebuscan en cada traje de payaso de los muchos de su armario, cada escena magistral, las secuencias de una vida dedicada al arte milagroso de cambiar el estado de ánimo con una sonrisa o carcajada que evaporan por unos instantes sublimes los pesares y desdichas ajenas...
rememora la danza de la risa, en la que sus manos, cogidas a las de un corro de niños, alientan con sus frases de humor y cariño la figura de un payaso que se haya triste y melancólico, con lágrimas pintadas, en el centro del corro; éste se mueve danzando y cantando salves de alegría y consiguen que la figura del centro despierte a la luz del humor y la dicha en una espiral de bailes mágicos que van abriendo en abanico la sonrisa propia, la de actores y espectadores...
La escena de las estrellas, en la que por medio de un mástil, rodeado por una gran colchoneta, asciende por apéndices del poste, hasta un cielo de cartón piedra, plagado de estrellas y una gran luna que ilumina toda la escena. Resbala y cae una y otra vez con desaires de desaliento sobre la blanda almohada. se pone triste, resignado, las estrellas señaladas por su dedo son lejanas e inalcanzables, pero su paciencia y tenacidad, reflejadas en su rostro maquillado, que transmite con claridad cualquier emoción, le indican que su perseverancia es más fuerte que cualquier adversidad. Finalmente, consigue alcanzar el cielo y coger puñados de estrellas fluorescentes que mete en sus grandes bolsillones y lanza a todos los espectadores que se levantan en júbilo, deseosos de alcanzar un trocito de firmamento. Niños y adultos convergen en un mismo plano de ilusión  y fantasía, contagiados por la emoción de un personaje que trasciende lo real y alcanza los sueños con sus dedos...
La escena de los elefantes, donde los payasos, subidos sobre ellos giran en círculo sobre la pista, se bajan y se ponen en círculo de cara a los paquidermos, cuales, con sus trompas, retiran de los rostros de los payasos sus grandes narizotas postizas y se ponen a gemir tapándose sus caras como si desnudos hubiesen quedado, expresando el gesto del llanto y la desolación.
Los animales, levantan sus patas delanteras, luego las doblan en gesto de sumisión y devuelven las narices a sus propietarios, cuales se abrazan a sus trompas, de nuevo sonrientes y alegres. Todos los elefantes pasean alrededor de la pista ofreciendo sus trompas al público en señal de amistad, los padres y niños las tocan suavemente y los animales agitan sus cabezas suavemente en señal de agradecimiento...
Recuerdos dichosos que apelmazan aún más su pesada melancolía.

Se sienta frente al espejo y rebusca con su corazón de niño las aventuras felices y adversidades de los surcos y pliegues que rodean sus ojos apagados y el rictus de triste resignación de unos labios tensos y apretados con firme rebeldía ante su destino.
Comienza a maquillarse, sin prisas ya, dibujando cada pincelada de su rostro con un esmero pulcro, silencioso. Se sonríe a sí mismo como payaso y amigo. Coloca su narizota y su gran peluca rubia, atemporal, despeinada, con brillos dorados que encubren las canas de una efímera existencia.
Recobra la ilusión y el amor, se viste su traje completo de payaso y sale a la calle dispuesto a ofrecer la magia de una sonrisa a los niños de los hospitales, en los recreos de colegio, allí donde sea llamado para ofrecer su arte, a cambio sólo de un gesto cómplice o un leve aplauso a su entrega incondicional por ganarse un espacio de alegría en los corazones ajenos...

Vuelve a casa cada día con la inmensa satisfacción de seguir cumpliendo la tarea para la que vino a este mundo; las enfermeras, las maestras están contentas porque inculca en los niños la solidaridad afable, el respeto a la individualidad dentro del grupo y un sugestivo bienestar espiritual que hace a los niños más  accesibles, cercanos y entrañables.
Facundo sale por las mañanas y se dirige primero a los recreos de las escuelas más cercanas y luego a los hospitales más próximos, siempre caminando con paso algo vacilante por su edad, pero decidido y alegre.
Hoy ha comprado de sus propios ahorros un gran número de regalos para los niños: bigotes y narices postizas, pequeñas pelotas, ranas que saltan, pajaritos que brincan, muchos caramelos y muchas estrellas y globos multicolores. Lleva su gran bolsón al hombro como un papá noel vestido de payaso. Sus prisas por congelar la imagen mágica de los rostros infantiles recibiendo sus regalos, provocan que descuide su atención al último semáforo que da al primer colegio. Recibe un gran impacto del automóvil que acababa de virar una esquina y lo ha vito demasiado tarde.
Todos los juguetes quedan desparramados por la calzada y su cuerpo, malherido, semiinsconciente, queda boca arriba, con un hilillo de sangre por su nariz. el conductor llama a la ambulancia, el tráfico se detiene ante la avalancha de niños que acuden a socorrerlo y todos se agachan tocando su cuerpo, besando su rostro y sus manos en un gesto de súplica por su vida.
Facundo va perdiendo la visión, pero aún puede vislumbrar el cariño de quienes fueron sus mejores amigos en la vida, los niños; esboza una sonrisa amplia y cierra  sus ojos inertes. Ha fallecido...
Sus regalos serían repartidos posteriormente entre los niños de los hospitales y colegios, que guardaron como un recuerdo inolvidable.
Facundo sigue vivo, muy vivo, en el recuerdo grabado al fuego del amor y la bondad, de miles de niños y adultos de la ciudad, a quienes había entregado la felicidad a cambio de una sonrisa.




             
                                                         TRIÁNGULO MORTAL




aquella niña nació con una extraña sonrisa en sus labios, que obligaba a pensar a los médicos en un rictus de nacimiento más que en una expresión emocional. No emitió el llanto habitual, sólo unos gemidos guturales apenas audibles. Cuando estuvo junto a su madre, las enfermeras se sentían atraídas por aquel bebé, la más hermosa criatura que habían visto, con tres lunares idénticos, dos situados en ambas mejillas y otro en el labio superior, formando un triángulo perfecto. Una vez trasladadas a casa, su madre comenzó a percibir la extraña atracción que provocaba en todos; ella miraba el brillo de aquellos tres lunares, que parecían estar comunicados y se quedaba embelesada en el triángulo y el gesto natural sonriente, sin apenas mirarla a los ojos verdes claros, que observaban todo con una calma sorprendente, como si ya conociera aquél ámbito familiar. Aparte de estos detalles, la niña creció como cualquier otro niño de su edad, comenzó a dar sus primeros pasos y pronunciar sus primeras palabras sin ninguna excepcionalidad.
Cuando inició el colegio, todos los niños querían sentarse a su lado, era una atracción magnética insoslayable. Ella hablaba y sonreía con una voz melosa, agradable al oído pero sin tono emocional alguno; las tres compañeras que Esmirna escogió como amigas, eran tres chiquillas de su edad, siete años, tímidas, generosas y fieles hasta la obsesión.
Empezaron a soñar las tres, con un triángulo diminuto que se iba agrandando hasta desaparecer de su campo de visión; no podían pasar sin Esmirna, pues estaban juntas en el recreo, hacían los deberes juntas, unidas en el comedor escolar y en los juegos de calle. Esmirna era analítica, muy inteligente y observadora, de mirada impasible que prestaba poca atención a los estudios, así que los padres de las otras niñas decidieron distanciarlas de ella y desterrar su aguda dependencia con ayuda de psicólogos.
El padre de Esmirna era poco hogareño, salía tarde del trabajo y se iba al bar con los amigos, así que al llegar, madre e hija ya estaban dormidas en una misma habitación y el padre dormía beodo en un dormitorio aparte. Era un hombre amargado que despreciaba la vida y la suya en particular, funcionario de correos sin ninguna aspiración, adicto al alcohol y de escasas amistades si no eran las de copas. Reservado y antisocial, su trato con el público era agrio y malhumorado. Nunca pensó en traer un hijo a este mundo desdichado, pero su esposa lo convenció para alegrar, traer un incentivo de ilusión a un matrimonio muerto sentimental y moralmente. Ella era introvertida, fría e indiferente, desconfiada y poco sociable, hipócrita por naturaleza, pero sumisa y condescendiente con su media naranja, pues eran tal para cual.

Esmirna, por cauce genético, no difería del carácter de sus padres, pero la naturaleza la había dotado de una atracción vertiginosa de los demás hacia ella, ya que por su parte era tan fría e indiferente como el mármol hacia los sentimientos ajenos; los suyos eran inexistentes incluso para sí misma, que se autodespreciaba como ser vivo nacido por error de la vida.
En plena adolescencia, con dieciseis años, estaba formada anatómicamente como mujer, pelirroja con ondulaciones naturales en el cabello, ojos verdes claritos que penetraban hasta el tuétano buscando las más intimas emociones ajenas; labios regorditos con el dibujo de una sonrisa inalterable, orejas pequeñas y nariz respingona, pómulos y mejillas equilibrados, esculpidos deliciosa y delicadamente por la magistral naturaleza.
El triángulo de sus tres lunares magnéticos completaban una fisonomía que, unida a un cuerpo digno de ser plasmado en lienzo por el mejor pintor, soliviantaban el desamparo y la angustia en aquellos que la veían avanzar con aquel movimiento de caderas de modelo, en ella natural y desprovisto de cualquier insinuación o provocación.
Profesores y alumnos estaban hipnotizados por un ser que no parecía de este mundo; ella trataba a todos con respeto y humildad, sin creerse algo especial, aunque siempre con su fría indiferencia emocional, contrariada por su eterna sonrisa y voz melodiosa y acogedora, paradoja que turbaba incluso a sus tres mejores amigas y compañeras de clase. Las cuatro amigas estaban tan bien compenetradas, que se entendían perfectamente con las miradas, cuales giraban en torbellino sobre los deseos de Esmirna.
Cuando dialogaban juntas sobre sus estudios, sobre los chicos, paseaban por las tardes o se reunían en sus casas, no había distinción entre ellas, eran cuatro adolescentes en pleno desarrollo con sus desequilibrios emocionales a flor de piel. Esmirna no era hipócrita, decía las cosas con absoluta claridad espontánea y eso impactaba en sus amigas, que utilizaban subterfugios y florituras para tratar sus propias intimidades.
Ella, en cambio, abordaba los temas más delicados con total sinceridad: hablaba de su desdichada existencia junto a sus padres, cerrados y obtusos, de su carencia de atracción hacia los chicos, estúpidos e insolentes; de la inutilidad de unos estudios para afrontar la esperanza de una vida estéril y sin sentido, de la atrocidad de los seres humanos y su intuición propia de no llegar a la degradación del organismo en la vejez.
Sus amigas quedaban fijas en el triángulo fatídico de sus lunares que se movían como perlas brillantes en un rostro virginal y celestial, en sus bellos labios sonrosados mientras despreciaba la vida y deseaba no haber nacido; posaban sus miradas en la de Esmirna, que las miraba directas con la sincera frialdad de un espíritu instalado en la fatalidad.
El día que rompió con sus amigas sin el menor gesto de alteración, pues se habían dejado llevar por los arrebatos y las pasiones adolescentes, las tres chicas comenzaron a soñar con un triángulo delimitado en sus tres caras por líneas luminosas y los tres vértices con protuberancias fulgurantes. Se presentaba, al principio, muy pequeño, para ir creciendo desmesuradamente hasta quedar envueltas por su figura colosal.
A la semana de dichos sueños sugestivos, por cuanto subconscientemente representaban el tránsito hacia otra vida, las tres jóvenes se dirigieron al viaducto de la ciudad; compenetradas en un mismo objetivo y sin mediar palabra, se cogieron de las manos y se lanzaron al vacío del suicidio.
A partir de entonces, la intuición popular comenzó a sospechar de su magnetismo fatídico. Abandonó los estudios a los dieciocho años, en lo más sublime de una vida que no hubiese sido la suya. Se puso a cuidar a su madre enferma, que había heredado de sus propios abuelos, una pequeña fortuna para vivir sin estrecheces. Aprendió a cocinar y se hizo cargo del amplio piso, ayudada por una limpiadora que venía semanalmente a cubrir los servicios de limpieza, evitando toparse de cerca con Esmirna, pues era mujer timorata y supersticiosa.
El día que su madre fue ingresada en el hospital y murió por trombosis cerebral, su mundo interior se vio sacudido por un terremoto emocional de rabia e impotencia ante una execrable existencia que juega al azar con sus criaturas; pero no se desmoronó, se impuso una cordura cada vez más fría e indiferente, aunque ahora con tintes autodestructivos.
Cuando su padre, bebido, entró una noche en su dormitorio con intención de violarla, ella, que se sabía débil físicamente ante un hombre de complexión robusta, alto, con la vileza autoritaria del alcohol en sus venas, decidió concentrar su esfuerzo en no ser penetrada por aquél corpachón blanquecino y deforme, ya desnudo. Manoseó, besó y lamió su cuerpo como un perro sin dueño, pero no pudo abrir la entrepierna y se conformó con eyacular, moviéndose como un cerdo, sobre su vientre. Se fue a su habitación y ella, al día siguiente, sin mediar palabra ante su cabeza gacha, humillada, deshecha psíquica y moralmente, entre la resaca y el peso de su acto aberrante, le sirvió el desayuno como otro día cualquiera. él salió a su trabajo a las nueve y a las diez se arrojó ante las vías del tren que pasaba cerca de correos. Su cuerpo quedó destrozado.

Esmirna quedó tan sola como se sentía cuando sus padres vivían.
Ahora no tenía la dependencia de su madre y decidió salir por las tardes a tomar un refresco, pues no tomaba alcohol ni fumaba, en una cafetería con una terraza muy tranquila, ya que sus visitantes eran sobre todo parejas o personas de ambos sexos que buscaban el ligue. Ella era consciente de aquel detalle, pero su impronta natural no la había plantado allí por curiosidad o enlazar cualquier relación, que despreciaba, sino por la paz y las tardes soleadas que esponjaban algo su espíritu. Se daba cuenta de que era el centro de atracción y desasosiego de todos los hombres que pasaban por allí, con o sin pareja y que fueron en aumento con su sola presencia. No adoptaba ninguna posición provocativa, ni siquiera cruzaba las piernas, pues su postura natural era sentada con rodillas juntas; pero aquella belleza exuberante de diecinueve años, perturbaba, desequilibraba al sexo contrario, de tal modo que estaba pensando ya en cambiar de cafetería, pues el camarero no quería cobrar su bebida en agradecimiento a su visita.
El día que tres hermanos, algo envalentonados por el alcohol, decidieron acercarse a su mesa y pedir permiso para sentarse, el fantasma de su padre apareció en su mente con los ojos brillosos, rojizos,rostro emperlado en sudor, abultado barrigón, pene amorcillado y resoplidos de taberna rancia y barata.
Nunca había pasado por su cabeza un pensamiento perverso o cruel hacia los demás, todo lo acontecido en torno suyo aparecía como destino de su propia fatalidad natural. En esta ocasión ella pudo haber huido de su destino porque su intuición le indicaba algún suceso nefasto si no abandonaba aquel bar público para siempre; no lo hizo, dejó seguir el curso de su destino, pues sabía que tarde o temprano estaba condenada a ser víctima de sí misma.
Esmirna miró a los chicos de frente uno a uno, con esa mezcla de frío abismo de sus ojos y la cadencia celestial de su boca sonriente, que seguía el curso superficial de una conversación banal mientras sus pensamientos auscultaban en los más bajos instintos y perversa moralidad humana.
Tenían alrededor de treinta años y miraban y recorrían su cuerpo con esa ansiedad varonil de poseer un trofeo femenino a cualquier precio y la mayor celeridad. Se negó a ser invitada y siguió asistiendo a la cafetería con aquellos tres pichones revoloteando su tejado, cada vez más animados y confiados, pero contenidos por la distancia  que ella manejaba con total maestría, a pesar de ser tres hombres de marcada fortaleza física. Ellos hablaban de sus vidas como policías, de sus desencuentros con la delincuencia, de sus padres que poseían una pequeña finca en las afueras de la ciudad, a donde ella fue invitada sin dar respuesta alguna; de sus amores y desamores y sus vidas de solteros, injustamente tratados por las mujeres.
Ella jamás hizo el menor gesto de complicidad, pero se fueron enamorando fatídicamente de su extraordinaria belleza femenina al sol de media tarde; del encrespado color de fuego de su cabello, de sus ojos de mar bravío, de sus labios virginales, sin pinturas ni artificios, de sus caderas de ensueño y pudorosas rodillas, de su enigmático triángulo de tres lunares que bailaban en su rostro mientras hablaba y sonreía.
Cada cual la quería para sí mismo y comenzaron a surgir los celos y desconfianzas mutuas.
Comenzaron por separado, ya no venían los tres juntos, sino cada uno por su lado, a declararle su amor incondicional; ella puso como límite la simple amistad sin dar esperanza de relación alguna.Esta respuesta aumentaba los recelos entre los tres, pues cada cual pensaba por su parte que el otro había sido aceptado y él rechazado con la excusa de la amistad.
La ceguera del amor estaba alumbrada por el sueño, plácido para ellos, de un triángulo diminuto con tres lunares en sus vértices que adquiría luminosidad propia y aumentaba su magnitud hasta trasvasar sus cuerpos y encontarse en un universo nuevo y desconocido, que empezaba a afirmar en sus subconscientes la voluntad de trascender esta vida y buscar la vislumbrada en su dimensión onírica.
Una tarde noche de verano, los tres aspirantes concurrieron al unísono a la cita, aunque sólo uno de ellos, el más desesperado se acercó de rodillas y pidió su matrimonio cogiéndola de las manos e intentó besarla en los labios, derramando el vaso de ella sobre la mesa. Estaba bebido y Esmirna le propinó una bofetada que encrespó más los ánimos y él deslizó su vestido hacia arriba y magreó sus piernas, la abrazó de la cintura y la atrajo hacia sí con todas sus fuerzas. Ella pidió auxilio y los hermanos, cada cual en un extremo de la barra y algo cargados de wiski, salieron en defensa de la chica; uno de ellos sacó un revolver, aunque iban de paisanos, y lo colocó en la cabeza del agresor, el siguiente la colocó en la cabeza del segundo para frenar sus intenciones y el que estaba forzando a Esmirna sacó el suyo y apuntó a la cabeza del primero, de quien más celoso estaba.
hubo un espacio de silencio sepulcral en la cafetería; como unos resortes automáticos, sus tres dedos se flexionaron y activaron el percutor de tres disparos que sonó como un solo gran estampido.
Los tres cuerpos cayeron bajo un reguero de sangre y parte de sus cajas craneales.
Esmirna fue interrogada por los compañeros de los fallecidos; ella contó con pelos y señales su relación superficial de compañeros de tertulia sin ninguna intimidad sentimental.
No era responsable de aquel suicidio pasional, pero en esta ocasión sentía el gran peso de su conciencia señalarla con el dedo por seguir alimentando, con sus visitas vespertinas, las falsas ilusiones en tres pobres hombres solitarios.
El día de su liberación, o ella así lo consideraba, se encontraba plena de humanidad y feliz consigo misma; saludó a sus vecinas con un afecto especial, paseó por la ciudad y ofreció su mano de amistad a gente desconocida que paseaba por la calle, se confesó y comulgó en la misa de aquel domingo y se dirigió a su casa dichosa y decidida a cumplir con el tránsito hacia su libertad espiritual. Sacó una cuerda sintética que había comprado el día de antes, le enlazó un nudo corredizo, sus manos nerviosas y su corazón agitado, pero sus ojos plenos de dicha luminosa... Ató un cabo a un fuerte aro que había colgando de una viga en la cocina para colgar los jamones, se subió encima de una escalera mediana y pasó el corredizo alrededor del cuello, puso sus manos tras su espalda, dio una fuerte patada a la escalera y se oyó un crac como de rama partida de árbol; su cuerpo quedó inerte bailando al vacío. Durante milésimas de eternidad, vio su cuerpo insertarse y desaparecer en un triángulo luminoso que fue disminuyendo  hasta desaparecer; en su lugar se abrió un gran espacio circular resplandeciente de acogida espiritual. Por fin estaba libre de su trágico destino vital.


                                                            LA  IRONÍA


! qué picante, ironía¡ Te traduces de mil formas y hallas intérprete en cualquier rincón del mundo. Tu piel de camaleón se adapta a cualquier circunstancia o lugar, donde el verbo escrito o hablado deshojan los pensamientos más atrevidos. Abucheas a la monótona y pomposa diatriba, pero condimentas la frase escueta y ocurrente, aportándole incisión, espontaneidad y frescura; te regocijas con el humor más sutil, forjando refranes y dichos inmortales.
! qué fina picardía¡ sin amenazas ni heridas, vas tejiendo tu telaraña a tu enemigo, quien vencido, rinde a tus pies pleitesía.
Milenaria, sabia y avispada diplomática, sabes coser alianzas y desbaratar intrigas, adormecer la guerra y despertar la paz. Seduces al más reacio erudito y al más humilde pastor, consigues traspasar fronteras, costumbres y lenguas, animando la convivencia entre hombres sin otras armas que la pluma y la palabra.
Tu magia despierta envidias y recelos, que consigues ablandar con tu audaz sagacidad hechicera.
! qué versátil galantería ¡ Siempre vas tres pasos por delante de la engreída razón y su cohorte de aduladores; no sabes fingir ni conoces la traición; tu semblante puede ser serio o risueño; tu lenguaje templado o algo desabrido, pero siempre buscando la concordia ante la brusquedad, la empatía ante la acritud. Reúlles la zafiedad y mezquindad moral; tu discurso es constructivo y creativo, poco reiterativo y halagado tanto por amigos como adversarios.


                                                              LA LEALTAD 



! dame la mano y sellaremos un pacto para toda la vida¡ tú seras mi compañera de trabajo, amiga en los avatares adversos o favorables, amante siempre, cuando haya pasión o sólo cariño.
Quiero ofrecerte el anillo de la bondad para sellar nuestro pacto, lealtad; bailar danzas de alegría cuando te sientas eufórica, recogerme en mi soledad cuando quieras la tuya, anegarme en mi llanto cuando sienta tus lágrimas, alcanzar el cielo con mis manos cuando tu halles la libertad sin amarras, amarte sin pudor cuando tus cómplices ojos me miren brillosos; quiero cantar al viento el himno sincero de nuestro acuerdo, sólo con música, sin letra, pues no hay sello ni inscripciones en nuestra convergencia mutua.
Ella, la lealtad, es incondicional; sin preceptos ni avales, nace del ser que la otorga sin contrapartida.
Quiero que la bondad me alumbre, la humildad me desborde y la sinceridad me desvele secretos para contarte, lealtad, que mis sentidos me engañan, la felicidad no existe, el cielo y el infierno han desaparecido, la justicia es falaz, el amor es una estafa de la naturaleza, aunque sigamos sus dictados, la realidad es una ilusión, la ilusión un agravio mental, la esperanza es una artimaña de nuestro instinto de supervivencia para mantenernos a flote en un océano que desconocemos, los sueños son la realidad distorsionada y la realidad, una pesadilla de esos mismos sueños, la vida que conocemos es una quimera en su completa magnitud, la nostalgia y los recuerdos son una añagaza  de nuestro ego para hacernos creer que lo vivido es un continuum, cuando en realidad son hechos secuenciales en el espacio porque el tiempo lo hemos creado para medir nuestra abrumadora insignificancia en un cosmos que se oculta a nuestra nada absoluta como seres extraños que somos a nosotros mismos.


                                           
                                                                 LA INDIFERENCIA



No quieres diferenciar entre lealtad y traición, entre amor y frialdad, entre falacia y sinceridad, entre aflicción y alegría, entre puñal y pañuelo...
No eres egoísta, pues tu autoestima es escasa y tu ambición, nula. Tu sendero es recto, sin desviaciones emotivas que osen distraerte de tu mirada perdida en el horizonte ¿ te llaman para pedir tu ayuda?
La ofreces sin ningún apego y sin mostrar el mínimo gesto de sensibilidad por el sincero agradecimiento a tu aporte.
No eres bondadosa, pero tampoco mezquina; si te cruzas algún pobre darás tu limosna como quien tira una moneda al viento de poniente o saliente. No discutes con quien critica y te reprocha tu impasibilidad, sigues tu curso como si aquello fuese un canto al viento que se desvanece por sí mismo.
No rehúlles la batalla de quien te corta el paso y no te deja otra opción, pero mirarás la sangre de sus heridas y las tuyas propias como accidente fortuito, sin animadversión alguna.
El horizonte es tu nulo destino; caigan rayos, arrecie la lluvia o abrase el sol del estío.
Tu equipaje no es menos pesado que el de cualquier mortal: en tu interior, bajo cadenas y candados, patalean todas tus emociones y tu razón grita y te zarandea para guiarte, reconducirte. sigues tu paso sin inmutarte.
Todos gritan a tu paso, hablando por boca de sus emociones, para provocarte y doblegarte !ramera¡ !traidora¡ ! egoísta ¡ ! malvada¡; tú desvías la mirada gélida, penetrante como el frío polar, a un lado y otro del camino. Todos sienten un repeluco helado desde sus pupilas hasta las vértebras de su columna. Las voces se quiebran, se ensimisman, inaudibles, silencio. El rocío mañanero se evapora bajo el sol esplendente que amanece.
Has de cambiar tus sandalias; las plantas de tus pies ya van rozando el suelo y llevas ampollas en los dedos.
Tu frente se mantiene recta, ni alta ni baja; la tocas con tu mano nervuda; está sudorosa, agrietada por las inclemencias del tiempo; tus ojos empequeñecidos, su mirada indiferente, acerada, proyectan una soledad interior escalofriante... Tus pies cansados tropiezan con una piedra del camino y caes golpeándote la cabeza...Quedas inconsciente unas horas... Despiertas sorprendido, tus emociones se han liberado de sus cadenas; lloras unos instantes, profunda y amargamente. Está anocheciendo y ves la luz de una vivienda en una ladera; sí, vas a pedir ayuda y cobijo. Tu camino de vuelta ha comenzado



                                                       
                                                               LA HIPOCRESÍA                        


Todos corren al carnaval, es una fiesta multitudinaria: la falacia, la envidia, la corrupción, el estafador, el usurero, la infidelidad, la traición... Cada personaje lleva el traje y máscara adecuados al evento popular; la hipocresía va engalanada con un rico vestido de lentejuelas brillantes y una corona de flores. !qué bella va¡
Con paso suelto y desenfadado, cimbreante su cintura, se dirige a la carroza repleta de arcos con guirnaldas y cuatro caballos delanteros. Los personajes, cada uno con su antifaz, representando algo que no son, se saludan entre sí con algarabía, besando todos la mano a la reina hipocresía; el gentío, cada uno embutido en su ideal personaje, bailan y agitan las manos, vociferan, cantan, ríen alegres, libres de su obligada y convencional mascarilla diaria. Es un día en que cada uno se representa a sí mismo cual quisiera ser, de modo que la única que lleva su propia máscara es la reina de la carroza elegida, y nadie lo sabe. Todos los demás, sin saberlo, llevan en la vida real esa misma máscara de la hipocresía de manera forzada, subyugada.
El acto en sí del carnaval es pura comedia, pero es una trágica farsa en la vida real, donde cada cual ha asumido su propia máscara; unos la llevan de cartón piedra, distinguible desde lejos; los menos la llevan de silicona,perceptible en distancias cortas.
La reina del carnaval se pregunta ¿ cómo es posible que no reconozcan que mi máscara es la propia de la vida real? Sí que lo saben, pero temen destaparme por el pánico general que supondría que yo, la reina de la hipocresía, reconociera sus verdaderas faces en la vida privada. Su temor no es infundado, por ello me han elegido reina, para halagarme, pues saben de mi fina capacidad para desenmascararlos en la vida real.
! vaya tragicomedia que es la vida¡



                                                         

                                                                   A LA EUFORIA



!qué alegría desbocada siento a tu lado¡ camino descalzo con pisadas ágiles, sin sentir el suelo, ligeros mis huesos, el cuerpo remozado ! qué vértigo, vaya emoción¡ Como una cometa, me deslizo por el viento, asciendo, revoloteo en espirales, círculos, zig zag, meandros; vuelo rasante, vuelo alto.
Paseo por las calles, me saludan; saludo efusivo, sonrisa abierta, desprendida y confiada; manos amables y gestuales; ojos dicharacheros, dispuestos al encanto, a la conversación presta, disuelta y desenfadada.

Hoy me siento cercano, bondadoso, agradecido con todo lo que me rodea; como si fuera la primera vez, oigo con sorpresa las diferentes voces y matices en el canto de los pájaros, miro ensimismado las ramas y hojas de los árboles mecidas por el viento, respiro hondo y capto las fragancias más sutiles; mis sentidos abandonan sus alertas, se abren diáfanos a la vida de azul claro celeste, a las nubes algodonadas o a la lluvia que perfuma mi cabello, se desliza por mis mejillas, moja las comisuras de mis labios y paladeo el sabor de ese mar que parezco estar viendo.
El café posee un aroma especial, mis compañeros de trabajo son afables, ejemplares y, el trabajo, una secuencia corta, enriquecedora.
El tiempo se hace expansivo, el espacio se acorta tanto física como espiritualmente; entre mis emociones y entre éstas y los demás seres que hallo a mi encuentro.
Es un día vertiginoso, quisiera estar en todos los lugares y con todas las personas al mismo tiempo; visitar toda la ciudad, a mis amigos, saludar a familiares que no veo hace tiempo, empatizar con aquello o aquellos que suponen adversidad en mi vida habitual y apagar algún que otro fuego de enemistad que haya encendido.
Euforia, quiero coger tu mano y no soltarla, pero ambos sabemos que no es posible. Tras esta paz deliciosa llegará de nuevo la tempestad, cual será más duradera, casi perenne; pero este día de gloria que he pasado contigo, no lo grabaré en bronce, pero sí en la memoria afectiva para que germine y aflore de vez en cuando y comprender que la vida, la naturaleza, son invariables en su ciclo natural. Nuestro estado anímico, regido por nuestras emociones, sí es alterable y caprichoso. Gracias, euforia por esta felicidad efímera que parece eterna mientras dura.




                                                             A LA SOBERBIA



Vas andando con paso firme y decidido, despreciando el suelo que pisas, con tacones altos y respingones.
Tu rostro espigado y desafiante, exhala un hálito de discordia contenida, pero dispuesta a estallar.
No hay nada en este mundo que no sepas, pero realmente lo desconoces todo, incluso a ti misma, pues andas en círculos concéntricos, sin atreverte a salir de tu blindada fortaleza mental.
¿ por qué no escuchas a quien te habla y atiendes el canto deleitoso de esos pajarillos que tienes encerrados
en tu jaula? Abre tus brazos al mar, soberbia, desnúdate tu armadura de acero y deja que las olas bañen tu piel blanquecina, abraza los árboles y respira muy hondo, contén la inhalación, cierra tus ojos.
Notarás la enorme fuerza que posee la naturaleza, pero también sentirás su humildad cabalgando por tu cuerpo. Trasvasados tus sentidos y llegado al centro de tu ser, comprenderás que no hay algo extraño a algo, no existe primacía de ningún ser sobre otro; un elefante necesita de una bacteria  tanto como ella de éste; sabrás apreciar por ti misma, sin que nadie te aconseje, que el valor más grande que prodiga la naturaleza, el universo entero, es la humildad, la parte opuesta de lo que tú acabas de abandonar.




                                                           LA HUMILDAD  



! cuantas voces salen de mi interior¡ Todas quieren ser protagonistas de mi vida: la envidia, la soberbia, el rencor, la tristeza, la ansiedad, el desprecio...
He levantado el polvo  de los caminos, desbrozado la maleza de senderos pedregosos y escarpados, he paseado con calma por las orillas de los ríos, navegado por mares embravecidos, escalado con mis manos descarnadas las cumbres más rocosas y nevadas; atravesado descalzo desiertos ardientes e inhalado el polvo fino de sus torbellinos, deambulado por laberínticos bosques; siempre incansable, jadeante, he corrido por sabanas y estepas, mirando al cielo de la noche y el día, buscando una señal para sentir como eres, dónde te escondes, humildad.
Agotado, he caído de espaldas al suelo, mirando el limpio firmamento de la luna llena, rogando a Dios que me conceda el bien, la plenitud de tu compañía.
Ha sido una huida de mí mismo, tratando de apagar esas voces desafiantes que turbaban mi razón, direccionando mi vida. Ahora, extenuado, sin fuerza para levantarme, mi intuición me dice que dondequiera que estuve buscándote, casi ahogado por la ansiedad de encontrarte, siempre te hallabas cerca de mí, pero ¿ donde?
Apaciguado ya, reflexivo, comprendo que nunca debí buscarte entre las voces perversas de mi yo más superfluo. Puedo sentirte ya con claridad, sin que muestres tu presencia. Estás muy dentro de mi espíritu, siempre incognoscible pero palpitante, dispuesta a darme la mano cuando se han ido apagando los clamores desafiantes; y, entonces, comienza uno a ver la naturaleza y la vida bajo tus ojos, proyectados así mismo, en toda existencia creada por Dios.



                                                             


                                                     LA INMORTALIDAD



¿dónde preferimos la inmortalidad, en la esencia que eramos antes de nacer o en la consciencia después de venir al mundo? ¿ qué es la consciencia de ser, sino un cuerpo de donde emana la racionalidad pensante, nuestras variopintas emociones adaptativas y la intuición, siendo sujetos, no por propia voluntad, sino debido al reglaje biológico que nos controla?
Somos esclavos de nuestra libertad de pensar limitada, de nuestro destino que nos ata al hecho mismo de existir, incluso de esos sueños e ilusiones que consideramos potenciales liberadores de nuestra prisión corporal, que no son sino catalizadores para mantener el equilibrio orgánico.
¿existe la inmortalidad?
Sólo en el supuesto del no ser, pues en cuanto abrimos los ojos a la existencia del ser, la caducidad está marcada, y cuando toca a su fin, volvemos a la esencia de lo que fuimos antes de tomar consciencia de lo que somos, que se desvanecerá, ya sin consciencia propia, en la inmortalidad de lo que es.
Siempre hemos pensado la inmortalidad o la eternidad como conceptos abstractos que escapan a nuestra dimensión racional limitada, por cuanto formamos parte de un orden universal irracional que renace de sus cenizas, crece y se vuelve a transformar de nuevo, pero no en el tiempo, sino sólo en un espacio eterno donde el principio y el fin forman parte de una misma creación ilimitada.
No debemos pensar en nosotros como sujetos con identidad y autonomía propias infinitesimales, sino en objetos de una totalidad cósmica de la que dependemos en nuestro corto tránsito y a la que volvemos alcanzando la libertad completa de la eterna inmortalidad, donde nos reconoceremos a nosotros mismos, mucho mejor de lo que creemos asimilar como propio en esta efímera existencia, pues nuestro origen real está en la esencia, no en la presencia...




                           
                                                       INTRANSICIÓN



Cuando leemos, escuchamos música, corremos, trabajamos o simplemente pensamos, estamos en perpetua transición; entre un pasado que se difumina y sólo queda en la memoria del recuerdo y un futuro que se abre...Pero ¿cómo? si ya pertenece al pretérito y ni siquiera he captado una millonésima de segundo de ese presente transitorio. Entonces ¿ es que sólo existe una secuencia lineal sin intervalos de apreciación real de lo que denominamos presente? ¿ o son únicamente valoraciones temporales de nuestro cerebro para situarse correctamente en el espacio, y por tanto el pasado y el futuro son ilusiones irreales y lo ciertamente existente es el presente que creemos transitorio?
Si yo muevo mi dedo índice pendulándolo ante mis ojos, veo un movimiento rítmico presente que se mueve en el espacio, sin principio ni fin, pues cada final de recorrido es un nuevo principio y final al mismo tiempo.
El presente, pues, es atemporal, es el espacio en el que nos movemos.
Si retiramos el dedo de nuestros ojos y lo colocamos a la espalda con el mismo movimiento ¿qué ha cambiado? nuestro sistema sensorial no lo percibe, pero sí el neurálgico que le da vida. Si queremos observar esa pendulación hemos de recurrir al recuerdo de la memoria y nos lo detalla como si lo estuviéramos viendo. El dedo sigue en movimiento a nuestra espalda; si no hubiese memoria que pudiese delinear ese movimiento sin verlo, sólo podríamos detectar las órdenes de acción desde nuestro cerebro, pero sin conocer su relación de movimiento en el espacio.
¿ por qué nuestro cerebro necesita de una relación espacio temporal si el tiempo es inexistente?
Si nuestra mollera recurriera sólo a archivaciones espaciales, necesitaría todo el cosmos para almacenarlas; es por eso que la vida, astuta y audaz, ha creado esos estratos temporales,sobre todo de pasado, para hacer viable nuestra orientación en un solo espacio presente, intransitorio, pues el futuro es inexistente en nuestras coordenadas cognitivas.
Si observamos una naranja sobre nuestra mesa, estamos observando una fruta en el espacio presente; no hay pasado  porque no han habido relaciones vivenciales anteriores con dicho manjar; si la colocamos a nuestra espalda, su presente sigue vivo, latente, y nosotros sabemos que sigue ahí, pero ya solamente a través de la memorización temporoespacial.



                                                                                                       


                                                     LAS FLORES TAMBIÉN LLORAN                




Ignacio no sabía que las flores lloraban al ser cortadas; sentía un hormigueo y un ligero temblor de manos al arrancarles la vida. Su tristeza se compensaba al ver los ojos brillosos de su madre y su sonrisa abierta, clara y dulce que recorría el vello de su piel y transgredía las emociones más íntimas de su ser. El niño era sordomudo y adivinaba las palabras gestuales de sus labios agradecidos. Lo estrechaba entre sus brazos intentando trasvasar su silencio y dialogar con su secreto mundo interior. Lo besaba, acariciaba, lo vestía, peinaba y llevaba al colegio de aquel pequeño pueblo donde la maestra se esforzaba con signos, escrituras y dibujos, a orientarlo en la educación escolar. Sus compañeros de clase se afanaban en integrarlo al grupo con juegos entendibles sin necesidad de palabras. Su naturaleza tímida, añadida a su introversión incomunicada, lo aislaban mientras los otros niños hablaban y se divertían, ajenos a quién observaba los gestos de su boca y sus cuerpos, buscando la traducción de sus interrelaciones. Sus cualidades atrofiadas despertaban su fina intuición, agudizando los sentidos de la vista y el olfato; conocía el olor natural de cada niño y los rasgos y matices, en sus gestos y expresiones corporales, de sus respectivos caracteres.

El día que su madre, viuda, decidió casarse, más por amor a su hijo que por atracción hacia aquél hombre culto y adinerado de la ciudad, el niño creyó que se desmoronaba su frágil edificio interno.
El tumultuoso mundo urbano se presentaba ante sus ojos como un monstruo infernal comparado con la apacible vida campestre.
Su nuevo padre era un hombre honesto, tímido de carácter, de sincera bondad y prestigioso abogado. El había nacido en el pueblo de Belinda, de la cual estuvo enamorado siendo adolescente; su vida cambió al emigrar a la ciudad para realizar sus estudios, donde se casó con una compañera de universidad que falleció a los tres años de matrimonio por un tumor maligno. No tuvieron hijos y él volvió a visitar su pueblo natal los siguientes veranos en un intento de reconciliar su amargura vital con el despliegue natural de la vida tranquila de un pueblo entrañable y acogedor. Allí se reencontró con Belinda, a la que propuso rehacer sus vidas bajo el cariño, el respeto y la comprensión mutuas. No hubo declaraciones de amor pasional; eran dos personas de cuarenta años que se necesitaban mutuamente; ella, para darle un futuro a su amado hijo de diez años y él por la atracción que sentía por una bella mujer decente, sencilla, responsable, llena de vitalidad alegre, de la que estuvo enamorado en su juventud.
A los dos años de casado, el niño manejaba con total soltura el lenguaje de signos de los sordomudos, aprendido en un colegio especial para niños con esta discapacidad; sus padres se esforzaron en aprenderlo, convergiendo los tres en una conversación dichosa para su madre, de orgullo para el padre y sublime para el hijo, cual se notaba más extrovertido y afectivo hacia su padre, pues su amor hacia su madre era evidente. Dialogaban de sus progresos escolares, de sus amigos y amigas, de sus paseos por el campo los fines de semana en su pueblo natal, del perfume de primavera entre árboles y flores silvestres, que Ignacio seguía recolectando triste y compungido, al ver las lágrimas de sus tallos, las ofrecía a su madre con cariño y ella reía feliz abrazándolo con su cuerpo y con su alma. No había trío más dichoso en el mundo, pues los dos padres estaban de nuevo enamorados como en su juventud.

El día que, con dieciocho años, estudiante de universidad, comunicó a sus padres su decisión de independizarse e irse a vivir con una compañera de estudios a su apartamento, cambió el esquema de su magnífica sintonía. Intentaron convencerlo de que aún era demasiado joven y sin recursos, que esperase a terminar la carrera, aunque ellos lo apoyarían de todos modos. Así que, magnetizado por la atracción amorosa hacia una joven libertina sin frenos, irresponsable y sin control sobre su vida, se embarcó en la ruta de la deriva que lleva la conjunción de sexo, drogas y alcohol.
Entró por la puerta grande, con días de euforia ficticia y noches de gloria; desconectó de sus amigos anteriores y fue distanciándose de la universidad, hasta abandonarla sin que sus padres lo supieran. su amante y traductora de signos lo enfangó hasta el cuello en el mundo del camelleo y los primeros hurtos.
Cada vez eran menos frecuentes las visitas a sus padres y miraba humillado, perdido en su laberinto, a los dulces ojos de su madre, que adivinaba en los suyos la lejanía cada vez más evidente de su mutuo amor incondicional; no había duda, su hijo estaba en el barco del naufragio.
Contrataron a un investigador privado y descubrieron lo peor, lo más terrible que habrían podido suponer; su hijo había abandonado los estudios y era cocainómano que vivía junto a una mujer que ejercía la prostitución para proveerse del veneno que los iba consumiendo. Su madre lloraba amargamente en los brazos de su esposo, impotente, desesperada. Intentaron convencerlo por todos los medios posibles e imposibles para atraerlo a una vida normal, aunque tuviesen que abandonar la ciudad e irse al aislamiento y tranquilidad del campo, consiguieron que visitara por última vez aquellos parajes felices de su infancia y percibiera el perfume de aquellas florecillas que tanto le habían enternecido; admitió ingresar en un hospital especializado para toxicómanos durante seis meses, en los que todos recobraron la ilusión; abandonó a su antigua compañera, cual murió a los tres meses de una sobredosis conjunta de droga y alcohol.
Volvió a la universidad y conoció a otra chica con rasgos faciales similares a los de su madre, con la que se casó sin titubeos, a pesar de ser adicta a la cocaína. El pensaba que podría sacarla de su túnel y se encontró de nuevo a sí mismo en la lujuria y el éxtasis  de la muerte lenta del polvo blanco, en un pasadizo sin salida.
Con un hijo y sin recursos, entró una noche, revólver en mano, en una joyería que él tenía controlada.
Su dueño salía de ella a las nueve de la noche, pero ese día cerró por dentro y se quedó contando el dinero y reponiendo estanterías. Ignacio forzó rápido la puerta, abrió la persiana y entró dispuesto a embolsarse la joyas. Desde un lateral, alguien le indicó nervioso: !deje su pistola sobre el mostrador¡ Ignacio se dispuso a volverse sorprendido y sintió una quemazón punzante que atravesó el costado y paralizó su corazón. Fue fulminante. en un último destello, solo vio un ramo de flores y los ojos húmedos de su madre al cogerlas.
Su mujer fue atropellada por un camión y alcanzó la muerte en el hospital, donde le detectaron su alto grado de alcoholemia y cocaína
Igneo, el niño de ambos, fue acogido por sus abuelos, que vieron en él a una segunda oportunidad y regalo de la vida.



                                                                                                                                           
                                                           

                                                      
                                      LOS OJOS DEL DIABLO




Lucifer es un niño extrovertido, muy alegre, cariñoso y respetuoso con los mayores.
En el colegio, todos sus compañeros, de unos ocho años, disfrutan con su compañía; es buen estudiante, responsable y ocurrente en todos los juegos de recreo y fuera del colegio; suelen pasear, jugar y pescar con cañas caseras en la rivera de un amplio arroyo que corre manso por los aledaños del pueblo.
Un día, a media tarde, iban cuatro amigos, incluido lucifer, por las afueras del pueblo, caminando en dirección al arroyo, cuando vieron avanzar hacia ellos, a trote, sin ladrar, pero con rugidos que dejaban ver unos dientes afilados en sus hocicos replegados, a cuatro grandes perros lobos que habían escapado por el hueco que abrieron en la alambrada de la finca de un vecino del pueblo; redujeron la marcha  y sus gruñidos babeantes se abrieron eco en el pánico paralizante de los niños; sabían que su ataque era inminente.
Los ojos de Lucifer adquirieron de pronto una luminosidad rojiza, brillante, terrorífica en su expresión que los otros niños no vieron, pues Luci, como le llamaban sus amigos, avanzó despacio hacia los cánidos, que
 comenzaron a emitir aullidos de lamento con la cabeza gacha y el rabo entre las patas; tocó sus cabezas una a una, no se sabe con que poderosa energía, pues los perros doblaron sus patas y se recostaron en el suelo jadeantes, con esa expresión de docilidad que transmiten los animales domésticos; les hizo una señal con el dedo indicándoles el camino de vuelta y los cuatro perros volaban hacia su finca.
El propio Luci quedó sorprendido por su acción automática de valor y ninguno de ellos, ni siquiera él mismo, sabían del poder oculto de sus manos y ojos; así que lo circunscribieron en un acto de valor heroico y de este modo fue contado en el pueblo. La valla metálica fue reparada por su propietario; los cuatro perros murieron por causas desconocidas.
Finalizados los estudios obligatorios, Lucifer, huerfano, estuvo dos años cuidando de su abuela enferma y preparando un potente motocultor que había en el cobertizo de la antigua, pero amplia casa con establo para el ganado y comenzó la siembra de todo tipo de hortalizas, según le indicaba su abuela; al lado del barbecho había otra parcelación de naranjos y melocotoneros; compró tres cabras y un carnero y se dispuso a convertirse en pastor y hortelano, decidido a reflotar la antigua producción de sus antepasados.
El día que Lucifer cumplió dieciocho años, ya poseía una red de clientes para comercializar sus productos agrícolas y ganaderos; su abuela murió un año después y se quedó solo al frente de la casa; preparaba la comida del día siguiente por la noche y su lavadora de ropa cumplimentaba sus dos necesidades básicas, alimento y vestido.
Por lo demás, salía a los bares puntualmente, a proveerse de alimentos para él, su ganado y su perro de compañía; no alternaba en fiestas de jóvenes y sus ratos de ocio, escasos, paseaba por su amada ribera del río. Pasaba el tiempo y las mujeres de su edad se iban casando con antiguos amigos, él iba quedando rezagado y a los treinta años era el único soltero de su generación en el pueblo.
Una noche, sintió alboroto entre las cabras y acudió a revisarlas, cuando vio a cuatro hombres robando sus cabritos; viéndole solo, se diriguieron  a él con sus puntiagudas armas blancas, indicándole que se encerrara en su casa; los ojos de Lucifer adquirieron esa tonalidad rojiza, terrible y fulgurante que helaba la sangre; los miró de frente y soltaron sus navajas pidiendo perdón; tocó sus cabezas sumisas y se pusieron de rodillas llorando como niños.
No denunció el caso, aunque a la semana se habían encontrado cuatro cadáveres en un piso de la ciudad, sin signos de violencia ni evidencias de las causas mortales en la autopsia; los médicos forenses no habían registrado caso igual.
Otro día, en una sierra de abundante matorral y pasto para el ganado, estaba tranquilamente sentado junto a su perro, cuando observó en la cumbre a seis lobos hambrientos que bajaban con ese trotecillo peculiar, sincronizado, que avisa del ataque final; Luci tocó la cabeza de su amigo para evitar cualquier ladrido.
A pecho descubierto, sin zurrón, bastón ni escopeta, se dirigió al encuentro de los lobos, que mostraban sus hocicos remangados y enseñaban sus fuertes incisivos; se pararon en seco al ser recorridos por la energía paralizante que transmitían los ojos de aquel hombre y su mano levantada; adoptaron el gesto sumiso doblando sus cuatro patas y Luci tocó sus cabezas; huyeron despavoridos.
Alcanzada la edad de cuarenta años, este hombre comenzó a sentir una transformación en su cuerpo y mente; su oído se estaba agudizando, su dentadura adoptaba, encajando perfectamente en su boca, la configuración de un potente depredador, el vello de su cuerpo se hacía recio y espeso, su musculatura general se fortalecía de forma prominente y su fino olfato le permitía captar el olor de una persona o animal a grandes distancias; su mente racional iba adquiriendo la agilidad instintiva clarividente y premonitoria de cualquier animal potente que requiera de estas cualidades para su supervivencia.
Cada vez salía menos del ámbito de su propiedad y aquellos que tenían roce con él notaban estos cambios en su aspecto exterior, creyendo que su madurez y su trato casi exclusivo con los animales hacían de él un ser extraño.
En el pueblo comenzaron a llamarlo el diablo, cuando a los cuarenta y cinco años su metamorfosis se habia completado con el añadido de una protuberancia en el centro de su frente y afiladas uñas duras como el marfil, capaces de hacer surcos en el tronco de un árbol y manos con la fuerza de una tenaza mecánica.
Jamás hizo daño de modo consciente a nadie y desconocía que tenía el poder de causar la muerte a todo ser agresivo que tratara de acercarse a él. Siempre acariciaba a sus víctimas pensando en un gesto de cariño y alección para reconducir su agresividad, sin saber que eran el abrazo de la muerte.
Nunca mató a un cabritillo para alimentarse de su carne; prefería venderlos y nutrirse de su huerto, además de los complementos que adquiría en el supermercado.
Los niños, que son a veces incitadores de grandes tragedias, en su inocencia, comenzaron a llamarlo
!diabloooo¡  !diabloooo¡ mientras compraba en cualquier establecimiento del pueblo e iba caminando por la calle; sin dar importancia, el sonreía y seguía su curso normal, hasta que una tarde recibió varias pedradas de algunos infantes, que le provocaron una herida sangrante en la cabeza; se volvió a cuatro niños que reían a carcajadas; cuando vieron, tras sus espesas cejas, aquella mirada roja fulgurante, quedaron paralizados y cabizbajos; Luci se acercó y acarició sus cabezas; ellos sintieron una extraña energía recorrer todos los nervios de sus cuerpos y salieron corriendo; algunos vecinos observaron sorprendidos la escena y los niños contaron a sus madres lo sucedido.
A los cuatro días los niños amanecieron muertos en sus camas; se produjo un trauma colectivo ante aquel fallecimiento inexplicable, pues los forenses no detectaron signo de violencia ni causa natural o provocada por agente externo alguno. Los niños fueron incinerados en prevención de cualquier enfermedad contagiosa desconocida que hubiese podido ocasionar el trágico suceso
La intuición popular comenzó a sospechar del propio diablo que tenían en su propio pueblo: La policía no tenía indicios ni pruebas para culpar a aquel hombre, pero el clamor popular y el hecho de haber tocado a los niños en sus cabezas días antes de su muerte, como ocurrió con los perros, propiciaron el trámite judicial para inspeccionar la casa de Lucifer, en busca de algún agente infeccioso o prueba desconocida; él abrió sus puertas, su campo y ganado a la justicia sin rechistar; fue interrogado sobre el suceso con los niños y se llevaron muestras de su casa, huerto y ganado para analizarlas en el laboratorio. Nada. Aquél hombre era inocente ante la ley.
Los padres de los niños, empecinados en la culpabilidad del diablo, decidieron armarse de gruesos garrotes para vengarse y expulsarlo del pueblo. Al atardecer, acabada la jornada laboral, se colocaron a ambos lados de la puerta y tocaron suavemente; al abrir, uno de ellos estaba a tres pasos de la puerta y dijo querer hablar con él; Luci olió a varios hombres ,pero se adelantó hacia la calle y fue golpeado por ambos lados y espalda de su cuerpo; su cabeza sangraba y cayó al suelo desplomado; siguieron golpeando su cuerpo con desenfreno. Lucifer abrió la consciencia a su instinto depredador más letal, se levantó desde su propia sangre y con una agilidad desconocida, desmembro´aquellos cuerpos con la fuerza de sus dientes, uñas aceradas y una musculatura colosal; quedaron esparcidos por el patio; con grandes zancadas de felino, subió por la calle más cercana a su casa, herido de muerte, con el instinto de venganza salvaje, trepó varias puertas de casas entre un griterío ensordecedor y destrozó los cuerpos de varias familias.
El pueblo se puso en alerta y salieron de sus viviendas armados, unos con escopetas, otros con cuchillos y los demás con cualquier objeto defensivo; Luci se dirigió a las masas a cuerpo descubierto por la ancha calle empinada; las primeras filas quedaron paralizadas por el fulgor de aquella mirada roja de fuego; abrió cuerpos en canal con las tripas fuera, desgañitó, cayeron cabezas y corazones al suelo, apenas colgantes de cuerpos estertóreos... Uno de sus amigos de infancia apuntó a su cabeza cuando se incorporaba para seguir la masacre; fue un segundo exacto, milimetrado; antes de alcanzarle el brillo de sus ojos, la mira telescópica de su arma de caza mayor, marcó una cruz por encima de la protuberancia osea; la bala explosionó en el interior de su cerebro y su sangre y sesos salpicaron a los más próximos. Su cuerpo daba saltos de un metro entre explosivos temblores que enervaron el vello y la mente de los presentes; finalmente quedó inmóvil.
La policía y ambulancias acudieron quince minutos más tarde, recogiendo a fallecidos y heridos; el cuerpo de Lucifer y restos de su cerebro, fueron trasladados a un centro médico científico para intentar descifrar de dónde procedía aquella metamorfosis maligna y terrorífica...Su estructura biológica era la de un ser normal, a excepción de aquella desproporción muscular, dental y de uñas; el cuerpo fue incinerado.
Tiempo después, algunas mujeres presentes en la masacre, divulgaron que los ojos de Lucifer habían salido intactos del cerebro y ellas los vieron rodar calle abajo. Nadie pudo encontrar aquellos ojos del diablo.




                                             

                                                       TU  LLANTO


!Deja de llorar¡ tus miedos se fortalecen y asedian tu debilidad; tus penas se encumbran y lanzan ataques de ansiedad; tu pasado desdichado amenaza con robar tu presente y amordazar tu futuro.La naturaleza ataca la fragilidad; endereza tu cuerpo agazapado, encorvado y toma las riendas de tu vida, anhelante por presentar batalla a fuego y sangre. Abre tus fronteras, corta alambradas, que pasen jinetes de toda índole, libres por tus campos; unos y otros , que te creen aletargado, derrotado, lucharán a muerte entre sí por tus posesiones... Tus propios enemigos se masacran entre sí, mientras despierto y decidido, arrancas las puertas y ventanas viejas de tu casa, los armarios y cajones llenos de recuerdos nefastos, los sillones, el colchón y la almohada de tus llantos solitarios; los libros enmohecidos, releídos y carcomidos por rancias fantasías olvidadas, discos musicales que te enredan en turbias nostalgias pasajeras que quieres desterrar para siempre; cuadros, lámparas, cualquier objeto capaz de evocar viejos hábitos letales. Enciende una gran hoguera en el barbecho exterior de tu vivienda; sentirás el primer cosquilleo de  tu liberación

Ahora te queda la batalla cuerpo a cuerpo; coge de la mano a la muerte e invítala a bailar frente a frente, con tu mirada puesta en la suya; danza a tu ritmo, que no imponga el suyo; sedúcela, sácala al sol resplandeciente del nuevo día; se desintegrará y caerá a tus pies desvaneciéndose hasta el día en que tu espíritu se halla liberado del cuerpo corrupto que ella devorará.
Coge el látigo de tu sólida razón y fustiga hasta la muerte a los complejos que tenían maniatada a tu libertad, que ahora va cobrando cuerpo y alma propias.
Libera tu sensibilidad, que pueda vengarse de esos múltiples miedecillos que transitan por almas puras, acongojando su paz espiritual; enlázalos en un solo cordel y cuélgalos de la rama gruesa de tu centenario árbol amigo.
Despliega a tus guerreros de la humildad y lealtad; se batirán con inusitada inmisericordia y contundencia contra aquellos ejércitos desmembrados por sus propias batallas internas: los cobardes traidores, los embaucadores, los insulsos arrogantes, los violentos vengadores, los corruptos, hipócritas y falaces...En fin, toda la amalgama de impostores que pueden calar en cualquier alma des prevenida, y han salido de la tuya por la voluntad y determinación de quebrar y esparcir en cenizas a mediocres intrusos, que vulneraron tus valores de humildad, bondad y lealtad, muy tolerantes, de puertas abiertas a todo lo exterior, en su fe de recibir valores similares.
A partir de ahora, las fronteras se han cerrado, tu ser se halla libre y fortalecido para afrontar cualquier ataque a tu integridad !se acabaron tus lágrimas¡





                                         AMANECERES DESIERTOS




Amaneceres sombríos, el sol picante y molesto, zumbidos en mis oídos; mis palabras quebradas, un cuerpo extraño en mi ser, un alma huera en mi haber.
sentimiento de desamparo, soledades espesas de presentes que huyen hacia el pasado, horizontes futuros que no atisbo a descifrar.
Elocuencias que no comprendo, guiños sin traducir, palmaditas en la espalda sordas, ajenas, sin correspondencia, besos y apretones de manos huérfanos, insensibles.
! algo ha quebrado en mi interior¡
conversaciones irrelevantes, horas de trabajo monótonas, inmensas, agobiantes; amistades erosionadas en mi letargo emocional, compañeros de caricaturas perennes y reiterativas en sus gestos y palabras.
Esposa omnipresente, insípida; manoseos entrecruzados buscando sorpresas que ya se fueron, asqueo de la carne, impotencia en la cama.
Amaneceres desiertos; despertador que alarma, desayuno que no espera, trabajo amargo de condena, almuerzos con olor a cocina de mil guisos y carnes, repetidos cada día, risas, baladronadas, comentarios remasticados entre garbanzos, filetes y patatas, de compañeros de bar que intentan reinventarse a cada día, muriendo en la rutina. Ocaso de la noche, refugio en el hogar; muebles que brillan inertes y fríos, sombras de su presencia, que fija impasible los rasgos de nuestra degeneración.
Abro la ventana, respiro el aire contaminado, ruidos de coches, ambulancias, policías y  bomberos.
!  qué alarde de destrucción¡  ! qué horror de civilización¡
Televisor encendido, que desolación, mismas caras, rumores de vidas ajenas, caretos y noticias políticas más manoseadas que grifo de fuente pública; concursos de mentes despabiladas, películas sin vida, sin alma propia, copias de recopias; culebrones que destrozan la imaginación. Intento apagar mis ojos en el sofá, no puedo desconectar el parlanchín ¿ de qué hablaremos mi esposa y yo? intercambiamos algunas frases en forma de soliloquios como dos presos que van a ejecución; abro de nuevo la ventana, respiro con más calma, menos ruidos, todos en sus casas, en los bares u hospitales.
Que gélida intuición, levanto la vista al cielo; son las mismas estrellas y el melón de la luna girando sin ton ni son. Pienso en mañana y se encoge mi corazón




                                                         SOLILOQUIO


He de reinventarme a mí mismo, cambiar de rumbo, izar una nueva bandera; agilizar mi pensamiento, rasgar velos prohibidos que angustian mi iniciativa; demoler muros impuestos y cruzar a otra orilla; desperezarme del sueño milenario de aventuras escritas por papas y reyes; aventar todo condicionante impuesto que regule mi identidad libre, que normativice mis relaciones y peatonice mi pensamiento; fragmentar todo hilo conductor que dirija nuestro destino, bajo actos solemnes, frases grandilocuentes y símbolos ancestrales de leones, águilas y lanzas, hacia emboscadass donde el precipicio es la única salida.
He de abrazarme a los dioses prehistóricos de las montañas, los árboles, ríos y estrellas, abandonar el pensamiento único de la fe trinitaria, cimentada sobre escombros de otras falsas religiones mitológicas que divinizaban al poder para sembrar el pánico y humillar al pueblo en los miedos de su ignorancia.
Quiero volar por encima de todas las guerras, encendidas por la soberbia y ambición de unos pocos y sufrida, como siempre, por millones de criaturas inocentes del pueblo llano; desenmascarar el significado de la desmembración de África, su depredación y posterior abandono secular en la miseria y el hambre.
Volar y posarme sin ser visto en los despachos de los denominados líderes de sus pueblos y saber de sus tramoyas y teatros para seguir predicando, sin el menor gesto de lealtad y honor a quien es el alma pura de la civilización humana, el pueblo, que lo mejor está eternamente por llegar, siglo tras siglo, año tras año, pasquines y frases mitineras en las que el pueblo se mea a casquillo pelado, porque sabe que tarde o temprano serán linchados, sino aquí en la tierra, en sus cielos respectivos.
Quiero sobrevolar ágil la balanza de la justicia ciega y sorda ante el clamor gigantesco del corazón popular, que la mira a los ojos como último recurso, antes de destrozar su fiel y quemar todos los libros y textos judiciales, inventados con palabras de hechicero por y para los que creen que están en la cima del poder ¿ no se dan cuenta de que esa cima tan apetecible la forman las manos entrelazadas y los hombros juntos del pueblo llano? Que siguen ahí arriba porque el pueblo, humilde y leal, no quiere provocar un seísmo con daños colaterales, como ellos llaman a los crímenes de guerra, dañinos para sus propios cimientos populares.
Quiero andar con paso firme, unidas mis manos a las suyas, hacia el destino del alma popular, eterna, divina, invencible, inmortal.






                                                       LA MISERIA MORAL




El pueblo se siente amargado, no hay paliativos para describir sus más crudos sentimientos; se han derrumbado de golpe todos los valores éticos que sostenían sus vidas y esfuerzos para seguir afrontando la realidad vital de sus familias, sobre unos pilares, gruesos pero mal cimentados y aglomerados; se van desvaneciendo sus valores de formar parte orgullosa de   una comunidad digna, honorable, solidaria y justa.
Suenan, con la mayor vergüenza ajena y dignidad propia, millones de campanitas que delatan, sin pudor, a los pobres humillados, desahuciados de sus trabajos y casas.
El pueblo llora en la intimidad y el silencio de sus casas; no acierta a comprender, porqué sus vidas se han desmoronado material y espiritualmente por causas que en último extremo desconocen; las rebeliones en masa no traen buenos recuerdos, tienen consecuencias desagradables y son inciertas en su final.
El pueblo resiste en las trincheras de su instinto de supervivencia, porque intuye que esta tormenta, con muchas víctimas conocidas y otras en el anonimato, pasará un día y nada será como antes de la borrasca; pero quedará grabada en su memoria colectiva, más allá de la material, otra que tardará mucho tiempo en cicatrizar sus heridas; la miseria moral.
esta fija hondas raíces en los pueblos viejos y sabios para mantenerlos alerta, ojo avizor desconfiado hacia el devenir de nuevos tiempos.
El pueblo está amargado y se siente humillado moralmente por la vergüenza ajena que prodigan con descaro y cinismo de gangster, aquellos máximos representantes de las instituciones de este país.
Vergüenza ajena, sí, sentida ante el mundo, por un pueblo digno de poseer los mejores dignatarios, que está soportando el yugo de las mayores vejaciones que se recuerdan; no son faltas leves que se borran con un discurso de perdón, son actos depravados y corruptos generalizados en todos los organigramas políticos que salpican también a muchas instituciones, que se creían inmaculadas de este país.
El pueblo calla, pero no otorga; será inflexible con las futuras generaciones de dirigentes, si para entonces algunos actuales tienen agallas suficientes para limpiar sus propios corrales y los ajenos infectados de enjambres de moscardones que están denigrando la imagen de un país, pero sobre todo de sus inocentes ciudadanos.



                                            

                                           LA ANGUSTIA VITAL



Si ya no puedes revivir en el recuerdo aquellas horas inmensas, plenas de misterios que fluían como viveros de emociones, que transcendían tu espíritu de significados simbólicos que sólo tú conocías, si no corren por las venas de tu evocación aquellos días largos, gloriosos de vivencias intransferibles, secretas, veladas por tu corazón valiente de héroe inmortal y no sientes estremecerse los cimientos donde se asienta tu ser, al viajar con tus sentidos hacia aquél pasado dichoso de veranos frescos a la sombra de tu puerta, de primaveras que enhebraban puntada tras puntada secuencias de transferencias dialécticas únicas con la naturaleza, de otoños donde renovabas por nuevas experiencias las de ayer, de cálidos inviernos de braseros con savia muerta y abrigos largos de amor familiar...De tu infancia, tu entrañable soledad ha mutado en angustia vital.

Si ahora no puedes rememorar aquellas golondrinas que piaban incansables en tus oídos y el mariposeo que danzaba de tu estómago a tu alma sensible, introvertida, desorientada, pero plena de fluídos vitales que zarandeaban tus emociones entre vértigos de carrusel y miradas encendidas que prendían en la tuya, agónica de felicidad inocente...de tu adolescencia, qué vacío hay en tu interior.

Si ya, más cercana, no puedes revivificar esa etapa adulta de juventud, desafiante, intolerante y engreída, de aventurero infatigable, escalador de pasiones y razones, de amores equivocados y amigos de encuentros furtivos y festivos, insulsos, evanescentes; de horizontes múltiples, aspiraciones inabarcables, de frustraciones que fueron quebrando paso a paso, ilusión tras ilusión, tus ambiciones de ser único, irrepetible e indispensable, es que no quieres recordarla.

Si hoy, instalado en los llanos de tus cumbres, que los hay, has claudicado ante cualquier esperanza, motivación, emoción afectiva, te has aliado a la amargura, frialdad indiferente y eres preso de una sensación abismal de incógnitas acuciantes sin respuesta, de rebeldía contra tu propia existencia, de inquietudes presentes que amenazan con desplomar los valores más dignos que enraizaron a lo largo de tu vida entre aciertos y desengaños, si ya la muerte se ha fijado como destino deseado contra todo  lo que ves, sientes y piensas, atormentado por el terremoto de tu angustia vital, es que necesitas lanzarte desde tus cumbres a un gran apoyo afectivo.





                                            LA INVASIÓN DE LAS RATAS




El doctor Holmer, científico, tenía en su laboratorio ratas de varias especies, pero su preferida, según él la más inteligente, era la parda. Estaba estudiando y experimentando con el problema de la  infertilidad femenina en estos animales; sus avances eran notables, pues había conseguido, con células madre, aumentar el número de crías por parto, en ratas anteriormente esterilizadas. Los óvulos fecundados, ahora fértiles, eran capaces de multiplicar por dos las crías de sus embarazos.
La mejor amiga del doctor era Meli, una rata que él sacaba de la jaula, con esos ojillos vivaces y expresivos que comunican a los mamíferos entre sí; acariciaba su lomo y la soltaba por los pasillos, correteaba y jugaba entre las piernas de aquél hombre que vagaba por entre microscopios y probetas; el sonido de la campanita que el científico agitaba entre sus dedos era el mensaje de la recompensa que ella buscaba con ansiedad desesperada; escalaba hasta su jaula y allí recibía una nuez pelada bañada con miel; se rechupeteaba los bigotes y quedaba relajada en su aposento sin salir de el.

Aquella funesta mañana de mayo, Meli se sentía angustiada, olisqueando nerviosa, recorriendo los barrotes de su jaula abierta, sin salir de ella. Holmer no aparecía y ya no volvería a verlo más, pues sufrió un infarto mortal a las seis de la mañana.
Meli pasó el peor día de su vida; como si supiese lo sucedido, sus ojos estaban tristes y deprimidos, su cerebro procesaba sensaciones agónicas de inmensa soledad y desamparo. A los dos días, un nuevo hombre abrió la puerta y ella se encontró con la intuición fatal de su abismo interior al ver aquél rostro; saltó de la jaula y escapó por la puerta hacia la explanada exterior del edificio, situado en las afueras de la ciudad y logró llegar al campo libre, no sin antes pasar por peligrosos vericuetos de calles, coches, autovías y los propios humanos, que ella esquivó con audaz inteligencia...

Pasados dos años, dos vagabundos recostados bajo techado de unos aparcamientos y tapados con mantas, vieron acercarse a unos contenedores de supermercado, donde ellos mismos habían rebuscado, a unas cien ratas pardas que parecían bien organizadas, pues, una vez entreabierto el contenedor, un grupo se quedaba sosteniendo la escasa abertura de la tapa, mientras otras transportaban despojos hacia fuera, a una velocidad vertiginosa; ellas sabían de la presencia de los hombres y éstos sabían que ellas lo habían advertido, pues miraban y olfateaban levantadas sobre las patas traseras hacia sus camas improvisadas. Los mendigos se miraban sorprendidos, no por ratas, sino por su imponente número. Este mismo hecho estaba ocurriendo por todo el extrarradio de la ciudad y con otros vagabundos que miraban incrédulos los enjambres de ratas, quedando paralizados por la invasión; los del aparcamiento cogieron dos bastones y se propusieron auyentarlas dando voces y agitando las porras; golpearon a varias de ellas, malhiriéndolas y se dieron a la fuga; ellos se sonreían mutuamente por su victoria mientras maldecían a estos bichos.

Las ratas procedían de una gran loma, cual estaba completamente colonizada en su interior por laberínticos túneles y un amplio núcleo central en el subsuelo de aquel monte, próximo a la ciudad.
Eran crías procedentes de la primera gestación de Meli,  cuales nacían con las características superreproductoras de su madre; allí habitaban cientos de millones de esta especie de rata parda, astuta, ingeniosa y muy inteligente, poco agresiva si no se instigaba su instinto violento.Habían agotado las reservas alimenticias naturales y no les quedaba otra opción que embarcarse en la peligrosa tarea de invadir los recursos humanos o fenecer de inanición; Meli era ya anciana y no salía del núcleo del impresionante hábitat. En su memoria seguía presente el doctor Holmer, sus caricias, sus juegos y diálogos emocionales, sus sabrosas nueces bañadas en miel...

Pasados tres años, Meli había fallecido, el extrarradio de la ciudad estaba repleto de cebos para ratas y los contenedores se vaciaban antes de que cayera la noche, ciclo de actividad de aquellos roedores.
Las autoridades estaban preocupadas por esta gran plaga y ya sabían que no se encontraban en los alcantarillados del subsuelo ¿ de dónde salían aquellos ejércitos de roedores?
éstos se preocupaban muy meticulosamente de preservar su intimidad, dejando infinidad de pistas falsas a los perros y otros rastreadores, que deambulaban por el campo a rumbo perdido.
La noche en que los mendigos que apalearon a varias ratas se encontraban en un lugar más céntrico de la urbe, en un parque con árboles y tapados con sus mantas, vieron aparecer a miles de ratas nerviosas, enrabietadas por el hambre, zigzagueando de un lado a otro, abriendo contenedores e ingiriendo cartones y desperdicios incomestibles para cualquier otro animal; pensaron en el bloqueo de su miedo y en los garrotes; pudo más su temeridad y golpearon contra los contenedores; en una reacción fulminante, atacaron como pirañas a aquellos indigentes; olieron la sangre y la carne humana, que la tragaban sin masticar. Sólo quedaron dos esqueletos pelados y el cerebro intacto en su caja craneal.
Se sentaba un precedente terrorífico para todos los habitantes de la urbe, pues habían descubierto una importante fuente de alimentación, la carne humana; y así los verían de aquí en adelante, como carne y no como personas; la ciudad se puso en alerta ante la evidencia de las causas de la muerte de aquellos cadáveres esqueléticos.

El cruce de autovía era el más peligroso para los roedores; a pesar de su cautela de no pasar ante luces encendidas, todas las noches se producían múltiples atropellos por los vehículos que pasaban a gran velocidad con las luces cortas.
La noche del infierno, como sería denominada por el alcalde de la ciudad, fue una noche agobiante de verano que alcanzó los veintiocho grados, tras un día de calor de cuarenta y dos grados a la sombra; los coches de policía local y nacional circundaban el extrarradio esperando la llegada de la ratas con grandes bombonas y mangueras de un gas letal para ellas, pero inofensivo para las personas.
Les provocaba un schok cardiorespiratorio y morían tras inhalar el gas durante unos minutos.
Entre el espacio de una patrulla y otra, se fueron internando por grupos de cientos de miles que invadieron el núcleo de la ciudad; los agentes paraban sus coches donde localizaban a focos importantes que pasaban a velocidad vertiginosa, se internaban por las aberturas laterales de las ruedas delanteras y subían a los motores de los vehículos, destrozando los cables de instalación de los automóviles, inutilizándolos; los agentes disparaban sus ráfagas de gases protegidos por máscaras, en todas direcciones, pero era tal su violencia suicida que destrozaron los cuerpos de la mayor parte de los agentes en aquella noche. millones de ellas quedaron muertas por los gases, pero el núcleo urbano, desprotegido, fue atacado no sólo bajo el instinto del hambre, sino también de venganza hacia su enemigo número uno en el planeta. Atacaron en masas de millones los hospitales públicos abiertos, devorando a personal y enfermos, la estación de metro, el aeropuerto, todos los locales abiertos en la nocturnidad de aquella noche asfixiante, dejando esqueletos por las calles y lugares públicos.
Al amanecer, aquel escenario presentaba un aspecto espeluznante, peor que cualquier guerra; gran parte de los vehículos privados habían sido inutilizados en un ataque frenético a sus cables eléctricos; la ciudad estaba paralizada de terror al día siguiente. Nadie se atrevía a salir de sus casas por temor a un ataque masivo por de día.
La más sofisticada tecnología militar se puso al servicio de detectar y destruir aquella colosal masa de roedores que debían tener su centro de operaciones en algún lugar profundo bajo la tierra, pues los radares convencionales no lo detectaban.
Gigantescos aviones con enormes radares detectaron el calor que desprendían los intrincados laberintos de aquel monte y, sobre todo, el núcleo interno que ocupaba tres mil metros cuadrados por debajo del subsuelo, entre dos grandes bloques estratificados de granito, separados por una falla rellena de arcilla, cual era su puerta de entrada hacia el lecho de los bloques donde habían construido su fortaleza , a unos ocho metros de profundidad por debajo del nivel superficial del suelo y en el centro mismo del gran montículo de sierra; sólo la excelente memoria espacial de las ratas podía acceder a través de una red falsa de laberintos a su destino.
Dinamitar aquella mole era una obra faraónica y de resultado incierto; inocular gases a presión por los conductos de las ratas  al exterior, podrían ser absorbidos por la arcilla y no llegar al núcleo.
Los científicos tardarían meses en crear una rata genéticamente agresiva hacia esa especie.
Lanzar un misil perforador aire tierra de gran potencia, podría alcanzar su objetivo lanzado desde un plano oblicuo para no tener que atravesar toda la cumbre, pero habría que evacuar a gran parte de la ciudad por la gran honda expansiva y los escombros que serían como metralla.

Sólo el sucesor del doctor Holmer, que había estudiado sus avances sobre el comportamiento de aquella especie y leído sus diarios, tuvo una idea que parecía infantil e ingenua. Siguiendo los estudios del doctor, había comprobado que estas ratas transmiten genéticamente su memoria afectiva, de hechos positivos como negativos.
El doctor se había ganado el afecto y la obediencia de la rata que escapó del laboratorio, a través de la frecuencia  de las hondas sonoras de una campanita que utilizaba para darle su recompensa favorita, nueces bañadas en miel; utilizó otras campanas y sólo atendía aquella frecuencia de ondas sonoras.
Si aquella memoria afectiva es accionada por miles de campanitas idénticas en su frecuencia a la del doctor, podríamos hacerlas salir de sus madrigueras hacia grandes estructuras globulares de malla metálica repletas de nueces bañadas en miel; una vez dentro, cerrar la abertura y trasladar esas redes de mallas hacia el mar próximo y soltarlas en alta mar; ese sería su cementerio. Era descabellado según el militar, pero las autoridades civiles probarían esta última oportunidad antes de pasar a la acción bélica. Mientras se fabricaban las redes y se preparaban las nueces, aquella noche se patrullaría desde helicópteros, dejando en el extrarradio de la ciudad grandes cantidades de alimento, menos nueces, para calmar el hambre de los roedores; las puertas de todas las casas y establecimientos públicos, herméticamente cerrados y reforzados.
Dio resultado la estrategia nocturna de alimentos a las ratas y volvieron a sus madrigueras sin provocar daños en la urbe ni ningún muerto, aunque algún que otro beodo y vagabundos pasearon por las calles de terror...
El día del ensayo de las campanas, las ratas notaron gran actividad en el exterior y se introdujeron en lo más profundo de las galerías; hombres embutidos en trajes de mallas metálicas para evitar las mordeduras, colocaron en las principales galerías de salida, grandes estructuras metálicas forradas con malla en formas globulares con boca cilíndrica para entrada de los roedores.
En sus interiores habían cientos de campanitas y toneladas de nueces meladas metidas en sacos de esparto. La vibración de todas aquellas estructuras  mediante pistones hidráulicos, hicieron sonar miles de campanitas , cuyas frecuencias sonoras viajaron por las galerías hasta el núcleo... Cada rata sintió el mismo sonido celestial que sentía Meli, irresistible, superior a todos sus instintos vitales...
El chillido de millones de ratas saliendo al exterior en busca de las nueces era espeluznante, algunos operarios cayeron desfallecidos ante el espanto; las estructuras preparadas para reemplazar a las que había colocadas. fueron igualmente ocupadas, cerradas las válvulas de las bocas, con doscientas bolsas gigantescas repletas de ratas relamiéndose los hocicos, fueron izadas por diez helicópteros de transporte que se elevaron al cielo y soltaron sus cargas en alta mar. Los cálculos del número de ratas no fue acertado y hubieron de transportar veinte bolsones más a las faldas de la sierra para atraer a las diseminadas por el monte que buscaban enloquecidas el manjar de las nueces.
El trabajo de transporte al cementerio marino acabó justo a la puesta de sol. El núcleo aún estaba repleto de crías recién  nacidas, por lo que en las siguientes semanas se procedió a la perforación del monte con grandes barrenas que alcanzaron finalmente el núcleo de la cueva, se introdujo un tubo de acero y se procedió a la inyección a alta presión de hormigón cuarcificado; la cueva quedó sellada, así como las entradas a las galerías. El avión radar sobrevoló en  círculos el gran montículo; se detectaron débiles señales de calor, por debajo del sarcófago de hormigón¿ sería un bunquer construido por estos animales, bajo la gran cueva principal, a donde no había penetrado el hormigón o sería una señal  de calor de rocas ígneas? de cualquier modo, habría que mantener bajo inspecciones periódicas de radar aquella zona    ! ratas¡                                                                      





                                                                

                                              ALMA BLANCA



Alma tiene manos delicadas, suaves como pétalos, una piel blanca nacarada, limpia, reluciente, sin atisbos de palidez enfermiza. Es espigada y ágil, aunque de nervio templado; su cabello pelirrojo, cortado siempre a media altura, da carácter a una cara delgada, equilibrada, sin rasgos sobresalientes, de nariz y oídos pequeños, boca media de sonrisa alejada y ojos de tonalidad dudosa entre verde y azul. A sus dieciseis años, es una adolescente madura, con personalidad definida, seria para sí misma y sonriente por empatía ajena, introvertida, muy sensible, afectuosa y responsable en sus actos; sencillez y humildad interiores, sin afectación; su baremo emocional parece armónico pero es muy vulnerable a la opinión ajena, a los actos o sentimientos que orbitan en torno a su vida.
Es sincera y leal con sus compañeras de colegio y amigas, aunque con una tendencia egocentrista, a creer que está dotada para auscultar, percibir, intuir más allá de quienes la rodean, lo que la envuelve en un velo algo distante y ensimismado.
Vive en un amplio apartamento de un lugar céntrico de la ciudad, junto a sus padres y hermana blanca;ésta estudia, con veinte años, su último curso de derecho y sus progenitores son ambos abogados con un nivel económico alto, pues son socios del bufete más prestigioso de la urbe.
Alma estudia en un colegio de monjas con objeto de superar los estudios necesarios para ingresar en un convento de clausura; desde pequeña abrazaba la imagen de Jesucristo, hacía que su madre pusiese velas a los santos y tuvieron que comprarle un trajecito de monja hecho a medida, pues esa era su ilusión, que fue aumentando con el paso de los años. Ahora se halla más satisfecha que nunca, pues estudia entre monjas y se siente como en casa; sus compañeras de estudios guardan gran respeto por su vocación, pero entre ellas consideran un error renunciar por el amor a Jesucristo, a los otros placeres vivitos y coleando de la vida terrenal. Estudian juntas en la biblioteca y Alma está acostumbrada a dialogar como una más, de las aspiraciones de sus amigas como doctoras en medicina, biólogas, arquitectas, informáticas...De sus amores presentes y sueños futuros formando felices familias con maravillosos hijos. Al contrario de sentir envidia, Alma alegra su corazón y espíritu al notarlas instaladas en sus realizaciones vitales bajo la esperanza e ilusión en un futuro próximo y alcanzable.
Su vocación es la de estimular el amor y la dicha entre las personas humanas y no se cohibe al hablar de relaciones sexuales y vidas sentimentales de sus amigas...

Al terminar sus estudios, Blanca entró a trabajar en el bufete de sus padres, tenía novio y aspiraciones de casarse.
Alma, con veintidós años, estaba preparada para ingresar en el convento; la despedida sus padres y hermana fue animada, divertida; estaba ante las puertas de cumplir su sueño de niña...

A los dos años de dura disciplina íntima y externa, de oraciones, actos litúrgicos repetidos, tareas de cocina y limpieza, recogimiento pleno, enclaustramiento de una vida joven que rebosaba vitalidad y energía hormonal por todos sus poros, Alma comenzó a sentir la angustia vital de sus interrogantes
¿porqué estamos aquí y para qué si nuestra fe y amor incondicional es para volver de nuevo a ti, Dios mio, al punto de partida, pues somos seres creados por ti? ¿ qué sentido tiene esta prueba vital si nuestra alma era pura en el reino de tu cielo, antes de nacer a la vida terrestre?
¿ por qué necesita el creador de su obra someter a ésta a una prueba de autenticidad, si ésta viene dada del propio creador? ¿ por qué he de someterme yo a la tortura de lo que es pecar o  no pecar, si el cuerpo está predeterminado al pecado de existir, de sentir la naturaleza viva de ser un ente individual que no es dueño entero de sí, pues ya tiene unas variables limitativas racionales y otras instintivas, imposibles de eludir, pues la propia naturaleza está creada por ti? ¿ para qué me he metido en este laberinto cerrado de oración perpetua si mi alma no verá tu luz hasta después de la inexistencia?
Si la predicación de Jesucristo, redentor al que tú enviaste, se basa en el amor al prójimo como a uno mismo y uno a de amarte a ti por encima de todo lo demás ¿ para qué conjugar la entrega hacia ti, hacia sí y hacia los demás? con sólo amarte a ti se amaría todo lo demás y entonces uno sería egoísta en el mundo ante tus ojos.

A los cinco años, su espíritu de amor y lealtad a Dios no habían cambiado, pero sí su percepción de una realidad creada por la jerarquía eclesiástica u hombres de fe bajo premisa de libertad de una persona para sacrificar su vida en razón de su mayor afecto al altísimo que cualquier otro mortal
¿ quién podría asegurar a ella que su grado de fe era superior a cualquier otra persona mundana que no estaba encerrada entre gruesos muros de vidas reprimidass en la soledad?
Como todas las monjas jóvenes, suponía, ella llevaba tiempo acariciando sus senos, su cuerpo femenino, su vagina y clítoris con sus dos manos sedientas de deseo, ahogando los suspiros de desahogo emocional en su almohada blanca bordada de dudas e incertidumbres.
La última visita semanal que le hicieron sus padres, hermana, cuñado y sus dos bellos sobrinitos, fue entrañable, emocionante, de plenitud íntima, durante dos horas irresumibles por la riqueza de contenido emocional y dialéctico, de juegos y besos con los niños, de preguntas que bailaban sin contestar, de intuiciones mutuas soslayadas con puntadas locutivas, derivadas hacia miradas penetrantes y huidizas a la vez; ella percibía que ellos sabían que su profesión de clausura se estaba agotando y comprendían la soledad y vacío interior de una mujer amante de su fe cristiana, pero desengañada de la inutilidad de esas represiones vitales íntimas bajo  la excusa nunca cumplida de una entrega espiritual absoluta.

El día que sus padres murieron en un accidente cuando viajaban en helicóptero privado a una cita congresual, sus remordimientos afloraron como llamas vivas; había perdido diez años de su vida, enclaustrada, huyendo de la realidad y de sí misma, bajo la premisa de una comunicación directa con Dios y la fe en la salvación de su alma por su propio sacrificio; no había experimentado ninguna transmutación de su alma que le hubiera permitido vislumbrar en su entrega, el misterio, la esencia divina capaz de separar el cuerpo perecedero y corrupto, del alma blanca, pura, sin barreras para acceder a su luz.Era una persona común de este mundo que había optado por el egoísmo de su salvación propia, abandonando a su familia a su suerte.
Se despidió de la madre superiora e hizo las maletas para el viaje de vuelta al mundo laico, sin haber perdido su sincera fe cristiana.
Con treinta años, volvió a casa de sus padres, dispuesta a vivir bajo una vida ascética más libre.
Ambas habían recibido una buena herencia de sus difuntos padres y Blanca le propuso irse a vivir todos juntos  al amplio apartamento familiar de su infancia;  así, Alma estaría acompañada y podría educar a los niños de forma ejemplar, aunque fuesen al colegio. Ella aceptó de buen grado sin sopesar los pros y los contras de aquella nueva situación en su vida; el marido de Blanca era un apuesto, varonil y atractivo médico, extrovertido y cercano, que intimidaba fácilmente con las personas, pero sobre todo con su gran pasión, las mujeres en general; aunque era fiel a su esposa, le gustaban todas y especialmente su cuñada, manjar exquisito ante el que no sabía disimular.
La mirada virginal pero madura de Alma se cruzaba con la suya en un reto dialéctico emocional.
Blanca comenzó a sospechar algo extraño cuando, estando reunidos durante la comida o la tertulia, su hermana sentía sonrojos, desasosiego y un timbre de voz inseguro y titubeante, ante la voz y mirada despejadas,seguras y envolventes de su marido; sería quizá, por su nulo contacto con los hombres, ya iría superando su timidez.
Blanca llevaba los niños al colegio, pues su horario, de empresa propia, era mucho más flexible que el de su marido, que se incorporaba al trabajo en horario escolar.
Los días de más ansiedad para Alma eran aquellos en que él libraba de las guardias nocturnas y se quedaban solos en casa; ella no podía disimular su atracción hacia él y este lo sabía y sentía lo mismo hacia ella ¿ se estaban enamorando o lo estaban ya ?
El la besaba en sus mejillas encendidas al llegar de guardia, pero aquél día desvió los labios hacia los de Alma, que sentía como sus piernas flaqueaban y su corazón se desbocaba. La cogió en sus brazos y la recostó sobre su propia cama; ella cerró los ojos y él desvistió aquél cuerpo nacarado tembloroso de miedo y ansiedad, entre el pecado y la pasión agónica, jadeante de deseo; toda la ropa fue revoleada y algunos botones saltaron por los aires. allí sonaron las tripas, los huesos, rugidos roncos de león, alaridos de hembra atacada por embestidas desenfrenadas, enloquecidas, uñas de ella clavadas en la espalda de él para extraerle el último jugo de lujuria entre el éxtasis final de estertores de muerte.
Ella se vistió y él se acostó en su cama de matrimonio para descansar de la guardia y de aquel acto de amor. No hubo reproches mutuos; ahora no pensaban en su hermana, pues estaban calados por amor recíproco; sólo pensaban el uno en el otro. Alma se había sentido más mujer que nunca y estaba viviendo el sentimiento más sublime nunca imaginado.
A los dos meses, Blanca comprendió que entre ellos había más que amistad entre cuñados; la química del amor era tan espesa que se respiraba en el ambiente; sus sonrisas embelesadas, sus miradas chispeantes, sus diálogos hipnotizados...
La sospecha se hizo real el día que su intuición le hizo volver a casa, cuando libraba la guardia su marido. Tras dejar a los niños en el colegio y tomar un café para darse ánimos y hacer creíble su excusa de haber olvidado una carpeta con documentos, porque no podía creer lo que imaginaba, entró sigilosa y abriendo puertas con cuidado; los quejidos y lamentos eran inequívocos, pero su mente aún se negaba a aceptar la realidad que vieron sus ojos: su marido y su hermana monjita, entrelazados en una pasión tan desenfrenada, que alcanzaron el orgasmo ante su presencia.
Blanca cerró aquella puerta y un nudo de ansiedad le subió del estómago a su garganta; no podía respirar; fue a la cocina y cayó el vaso de agua de sus manos, quebrándose en mil pedazos, como metáfora cruel de la explosión de su mente; cogió otro y bebió con la mano temblando y el agua cayendo sobre su vestido. Se ahogaba, sentía náuseas; ambos aparecieron ante sus ojos y se puso a golpearlos con ambos puños cerrados mientras lloraba de rabia e impotencia, sin poder pronunciar palabra alguna; ellos se dejaron golpear, anestesiados mentalmente y ya caían ambos hilos de sangre de sus labios, cuando Blanca se desplomó desfallecida...
Cuando abrió los ojos veía sus bocas moverse pero no quería  escuchar sus voces. !Fuera, fuera de esta casa¡ gritaba enloquecida, mientras ellos pusieron rumbo a la calle y ella se quedaba llorando ronca, profunda, amargamente...

Al mes de lo sucedido, Blanca estaba bajo tratamiento psiquiátrico por propia voluntad, con fuertes sedantes y antidepresivos. pidió el divorcio y los niños quedaron bajo su amparo, cerró la casa de sus padres y se fue a vivir a la propia; su marido lo aceptó todo sin rechistar. No hubo preguntas ni explicaciones; él se fue a vivir a un apartamento alquilado...
A los dos años fue expulsado del cuerpo médico por alcohólico y a los cinco años, sin haber podido ver a sus hijos, encontraron su cuerpo tumbado en una acera, con una botella de licor en sus manos.
Murió consumido por una cirrosis hepática.
Blanca delegó la gestión de su bufete en compañeros y más tarde, en sus hijos, cuando acabaron sus carreras de abogados; toda su vida estuvo bajo fuertes tratamientos psiquiátricos que no consiguieron doblegar de su mente la imagen de su hermana monja haciendo el amor con su marido y el enorme y compacto bloque de culpabilidad por no haber tenido la capacidad ni haber recibido del cielo la gracia para saber perdonar a los efímeros amantes.
Alma pidió de nuevo el ingreso en el convento, donde confesó su pecado a la madre superiora con el corazón encogido de llanto y pena; la madre estrechó sus manos y dijo que el pecado del cuerpo no trasvasa la esencia divina del alma.
Nunca más fue visitada por su hermana ni ésta quiso recibirla cuando fue a pedirle perdón para liberar su espíritu del peso de un amor fugaz equivocado. Sus sobrinos la recibieron, la perdonaron y la visitaron poco tiempo antes de que ella, entregada en cuerpo y alma a la oración, en un martirio atroz que la fue consumiendo, muriese de una grave enfermedad anémica con el crucifijo de cristo sobre su pecho.






                                                 ¿POR QUÉ, PAPÁ?



Sidanio es un niño soñador, que sufre más el zarandeo emocional de su espíritu que el dolor físico de su cuerpo; padece una enfermedad infecciosa que le mantiene recostado sobre una colchoneta con rancias costuras de ideales perdidos, con suturas de cuerpos remendados, esclavizados, agonizados en la soledad de la incertidumbre y el designio de un destino fatal. Apenas duerme, sus ojos están siempre muy abiertos, alerta ante el calor infernal y el frío anochecer de un desierto adunado que se disuelve en el infinito de su mirada perdida.
Tiene diez años, tres hermanos y dos padres que trabajan de sol a sol para cubrir las necesidades básicas de su familia, sin conseguirlo.
Viven en una aldea subsahariana de cabañas con lonas remendadas y formas indefinidas, sujetas por simples estructuras de ramas de los escasos arbustos del desierto. Su vida está sujeta a la caridad de organizaciones internacionales de ayuda contra el hambre y a sus escasos recursos agropecuarios en una región extremadamente árida por las escasas precipitaciones y el alto grado de evaporación con temperaturas por encima de los cuarenta grados. Es una vida de subsistencia con nutrientes limitados para unos cuerpos esqueléticos, con la piel pegada a los huesos que extraen de su debilidad la suficiente energía para mantener a flote su instinto de supervivencia. Su ilusión no es otra que el deseo nunca cumplido, de ver cada año el milagro de la lluvia suficiente para regar sus campos y otorgarles la oportunidad de saciar la sed secular de sus corazones y sus almas, que es poder vivir con la dignidad de cualquier ser vivo, sin soportar la tortura permanente, día a día, de la incertidumbre del alimento cotidiano. Su hilo de esperanza se mantiene vivo,  hasta que sus cuerpos y su energía se entregan incondicionalmente al letargo y la postración de la derrota ante la vida, que  es al tiempo su liberación de una realidad aplastante, inmisericorde, injusta y miserable.
Los países ricos no pagarán nunca esta deuda con sus congéneres porque el poder humano es egoísta, cruel y mezquino.
Sidanio es ingenuo y utópico a su edad, pero paradójicamente es sobradamente realista para saber donde nació, cual es el estado de su vida y las nulas posibilidades que tiene de salir de su destino, obvio como la indiferencia del desierto ante la vida y la muerte.
Antes de su convalecencia, ayudaba a su madre a traer grandes cántaros de agua de un pozo distante a dos kilómetros y a su padre a escardar las  escasas plantas que soportan este clima.
Nunca ha asistido a un colegio ni sabe lo que es, solo ha visitado el modesto hospital para recibir las vacunas y tratar su enfermedad. Otra veces ha caminado largas distancias con sus tres cabras esqueléticas, buscando los mejores pastos secos que apenas aportan nutrientes a sus cuerpos consumidos por el hambre. Para él, su mundo es irreal; lo transgrede con su imaginación y sueña con ríos que parten de montañas nevadas y se bifurcan como arterias por la tierra, otorgándole el don de la fertilidad y el bienestar de sus criaturas; el sueña con praderas verdes regadas por las lluvias otoñales, con grandes lagos repletos de aves que sacian su sed, con fuentes manantiales donde higienizar, refrescar su cuerpo y beber agua de su propia mano, con extensos huertos, con ganados que pastan en tiernas gramíneas y producen abundante leche y carne.
Con un gran colegio donde aprender porqué existe la pobreza extrema, la riqueza que se come a sí misma, qué es la vida y porqué estamos aquí y para qué, como es la tierra en su conjunto, para que sirve la luna y que función tiene ese sol abrasante que se come la vida de nuestra tierra, se acuesta tranquilo, rojizo en el horizonte y se levanta soberbio, dispuesto a seguir impertérrito descargando su furia sobre plantas, animales y personas; para qué queremos tantas estrellas allá arriba si no aportan nada a nuestro mundo olvidado, a nuestros campos yermos, a nuestra alma desolada, martirizada sin causa, resignada a la desesperanza por los siglos de los siglos.
 Quiero que alguien me explique porqué llevo este estigma vital marcado al fuego rojo vivo, porqué les pregunto a mis padres sobre el sentido de haberme traído a este universo cruel y ellos me contestan que la misma pregunta hacían a sus padres y éstos a los suyos en un interrogante sin fin.
Porqué se habla de derechos y libertades en otras partes del mundo, qué es eso, qué significa; aquí la libertad y los derechos son poder acostarse cada noche sin el ruído de tripas de un estómago vacío que te pide lo que no puedes darle porque la naturaleza y esa justicia tan cacareada te lo niegan.
Sidanio fue apagando sus sueños e interrogantes a medida que su enfermedad avanzaba, estaba muy débil y apenas podía hablar; sus padres intentaron humedecer su boca reseca y consumida y su conciencia iba perdiendo la noción de la realidad; en un último gesto pidió que lo sacaran a la calle d aquel atardecer. Miró al sol sin el menor resquemor; se despidió de el y miró a sus padres y hermanos con dos gruesas lágrimas que salieron de sus ojos, antes de levantar su vista al cielo y notar que su espíritu salía de su cuerpo y era cogido de la mano por un ser extraordinariamente hermoso, blanco refulgente, y le animaba a ascender hasta el lugar reservado por Dios para acoger su espíritu en la dicha eterna.
Sus padres y hermanos quedaron llorando su cuerpo, sin saber que su dolor era una insignificante secuencia en el infinito ciclo de la dicha que les estaba reservada...




                                                                                                   
                                                  ELTÚNEL Y LA LUZ


Anoa apaga la luz de su habitación y se queda largo rato con los ojos abiertos, en plena oscuridad, auscultando en sus sentimientos más profundos. Reaviva con intensidad la imagen de su madre hasta sentirla cercana, su rostro sonriente, su cabello negro rozando sus mejillas, mientras se inclinaba con esa ensoñación en su mirada maternal que parecía querer devolverla de nuevo a su interior para protegerla y amarla por encima de sí misma. Necesita sentir en cada latido de su corazón que ella está presente en lo más íntimo de su ser, que es su ángel cómplice y amiga en los momentos de soledad y desamparo de la vida real.
Anoa perdió a su madre hace un año y su padre le ha presentado, como si aquello fuese lo más normal para ella, a una nueva compañera, con la que convive en la casa, en la cama de su madre, profanando su recuerdo, pisando el suelo que ella limpiaba, adulterando cada objeto que había tocado con sus manos. Con solo doce años, su mundo interior se había sumergido en aguas turbulentas y turbias que entremezclaban recuerdos de un pasado reciente, de amor compartido entre tres, a un presente de lujuria agonizante entre dos y un odio contenido hacia la amante y evidente desprecio hacia su propio padre por parte de ella.
Que poco valor tienen los afectos contraídos, pensaba Anoa, que hipócritas, vacuas y pasajeras son aquellas emociones que creíamos infalibles;; que maleables esos valores morales y esos volátiles ideales de lealtad a una misma y a tus seres queridos; de entereza y firmeza ante lo que se consideraban principios inexpugnables sobre los que se asentaba tu vida, como la creencia firme en la bondad natural de las personas, la sinceridad, la amistad sin fisuras, la propia fe de que la humanidad eramos seres especiales en un mundo perfecto creado por Dios a su imagen y semejanza.
Todos los ingredientes que alimentaban su vida, se volcaron como una vasija en el suelo, desparramando toda su correlación y cohesión.
Ahora, la señora de la casa es la amante de su padre, la que prepara la comida precocinada o la compra del bar de enfrente, la que ponía la lavadora mezclando sus vestidos con los míos, quien planchaba a rodales la ropa de todos, aquella que me mandaba fregar los platos y limpiar el suelo, la misma que inhalaba cigarrillos rubios mientras miraba atenta películas rosa y reía a carcajadas en programas de chismorreo.
Su padre sabía que estaba humillada, abatida e intentaba atraerla con regalos y hablando con ella sobre la imperfección de la vida, las debilidades humanas, sus defectos y virtudes, la necesidad para un hombre joven aún de una mujer a su lado como compañera y ama de casa, la relación de amistad que debía prevalecer entre ambas, el esfuerzo por tratar de olvidar a su madre y adaptarse a la nueva situación, sus responsabilidades con el colegio, su reincorporación a las relaciones sociales abandonadas en pro de la soledad y el repliegue interior...

El accidente de tráfico que causó la muerte a su padre y compañera, atormentó aún más su existencia hasta el punto de intentar el suicidio, cuando fue descubierta por unos viandantes que la sujetaron por los brazos y la llevaron a la policía, mientras ya tenía un pie al otro lado para lanzarse desde un viaducto. Su tía soltera, hermana mayor de su madre, estaba preparando la comida del almuerzo cuando entró la policía a contarle el suceso y aconsejarle ser tratada por un psicólogo.
Eladia se abrazó a su sobrina nerviosa y llorando amargamente; le exhortaba, entre sollozos, a ser valiente e imponerse a todas las adversidades que la vida conlleva, por duras que fueran, que la vida es de Dios y sólo él ha de determinar su fin. Ella se había venido a vivir con su sobrina para darle todo el apoyo y cariño suficiente como habría querido su madre que lo hiciera; que la llevaría a un psicólogo y hablaría con sus profesores para que prestasen especial atención a su situación de niña huérfana y muy afectada mentalmente por los hechos acaecidos sobre su vida a tan temprana edad.
A Anoa le entraban aquellos sonidos por un lado de la oreja y le salían por el otro; su mente estaba fuera de la realidad de este mundo y por ello había tratado de abandonarlo para siempre.
Su pensamiento obsesivo estaba ahora fijado en la figura de su padre; desde que este murió y estaba conviviendo con su tía, comprendía mejor el carácter de su madre, muy cariñosa y posesiva con su hija, pero también, como su tía, llena de supersticiones y temores, muy reservada en sus propios sentimientos, carcelera de sus emociones más íntimas.
Su tía se entregaba en derrochar simpatía con todos; se deshacía en halagos y despachaba a cada cual como mejor cuadraba a su carácter; sin embargo, en casa era egoísta; su atención y cariño, aunque ciertos en parte, no nacían de la espontaneidad del corazón; guardaban un grado de afectación bien visible para una niña de la agudeza observadora de Anoa.
Ciertamente el amor de su madre, sí nacía de su alma, pero esto es común en toda aquella que ha parido un hijo; ella pensaba en la personalidad más íntima de su madre y su padre. Este era un hombre limpio de carácter, sin recovecos: era egoísta, le gustaban todas las mujeres, era abierto y directo, sin ambages, valiente hasta la temeridad, pero al mismo tiempo amaba y disfrutaba de la vida, era sincero y sólo mentía para no meter la pata y por compasión. en fin, era un hombre cabal con sus amigos, que se amaba a sí mismo por encima de todo, exceptuando a su hija, y no utilizaba ninguna artimaña hipócrita para esconderlo.
Ahora iba comprendiendo Anoa porque le resultaba tan molesta la compañera de su padre; no era solo, como ella pensaba, por el amor a su madre, celoso de aquella mujer; eran sus propios celos y el amor tan profundo que sentía por su padre; él era el ejemplo a seguir, el ideal de su vida, la alegría de su espíritu.
Su madre, de igual personalidad a la de Anoa, era el contrapunto; tímida, reservada, opresora de sus emociones, verdugo de su libertad, temerosa de los dichos ajenos, sumisa y obediente más que amante y amiga, desequilibrada en su carácter , tanto agrio como meloso en cuestión de horas; sí, ella reconocía que era igual a su madre y no se aceptaba como regalo del cielo, se toleraba sin amarse a sí misma; había una voz rebelde en su interior que se negaba a someterse a su genética, pero siempre claudicaba; sus genes amarraron su carácter en contra de su voluntad, causando su autodesprecio y minusvaloración.
Comenzó a sentir un desafecto hacia su tía, de la que se sentía parte genética y espejo en el que se veía con cierto desdén y comenzó a adorar a su padre en el recuerdo, con su egoísmo incluido.
Cuanto más se aferraba a la figura de su padre, más escarbaba en sus defectos y más dificultosas le resultaban las relaciones afectivas, incluso de correcta cortesía, con los demás; cuanto más fea se veía interiormente, mejor trasladaba al exterior su conflicto íntimo y su desprecio a todo lo que se movía; se hizo insoportable para su tía, que trataba de disimular su malestar como podía; entraba en estado de trance agresivo cuando se le mencionaba un psicólogo, pues lo tomaba como una ofensa...

Cuando Anoa cumplió dieciséis años estaba en plena crisis de su personalidad, bajo una correlación de fuerzas insoportable para ella misma; era un círculo vicioso: cuanto más esfuerzo debía poner para alcanzar una mínima relación con sus compañeras y profesores o vecinos, más se encerraba en sí misma, dificultándole afrontar la realidad de la vida, implícita en la interconexión social.
El desprecio a sí misma en relación a su padre fallecido, afloraba sentimientos de sentirse indigna, inútil, irresponsable ante su vida, desgraciada ante los demás...
Su mente era un volcán a punto de estallar en forma autodestructiva, pues ella era lo que era, extremadamente sensible, tímida enfermiza, insegura, indecisa, pueril y variable de carácter como un bebé. Tanto había idealizado el carácter de su padre, tanto había reprimido su propia personalidad, que ahora afloraba en toda su crueldad y sin madurar, pues no había  consentido su propia convivencia con lo que era parte integrante de su ser.
Su tía hubo de soportar aquella carga de su silencio y sus monosílabos, aquellas horas muertas encerrada en su habitación y sus gestos despectivos, a pesar de que ella la mantenía.
El día que decidió abandonar el colegio, su tía lo aceptó como un mazazo irreversible, pues sabía que no habría fuerza humana de convencerla para que revocase su iniciativa; así que le buscó trabajo com ayudante de supermercado para colocar y reponer los artículos que se iban agotando; hasta adaptarse, la primera semana fue infernal para su timidez, pues apenas hablaba y sus compañeras la encontraban un poco rara, aunque cumplidora en su trabajo...
Pasado un año, la chica ya se movía con más soltura en su trabajo, había adquirido cierta confianza con reservas entre sus compañeras y su sueldo la hacía sentirse más independiente. Los sábados por la noche, las chicas, todas jóvenes, solían parar en un pub cercano a tomar unas copas antes de marcharse a casa. Anoa vio abrirse un mundo nuevo ante sus ojos desde que tomó la primera copa; la hacía perder su timidez, se mostraba más jovial, desinhibida y miraba a los ojos amablemente sin inmutarse.
Fue un terrible descubrimiento. Se animó a salir a discotecas con sus compañeras bajo su seguro talismán etílico que corría por sus venas y la convertía en una chica sexi y divertida, pues tenía un cuerpo atractivo y fisonomía que, sin destacar, atraía por su misteriosa mirada; estaba en un mundo tan feliz y maravilloso, que cualquier propuesta de compromiso o simplemente sexual, le parecía aberrante, en relación a la plenitud de libertad espiritual que alcanzaba cuando se encontraba bajo los efectos de su traidor amigo, el alcohol.
Al levantarse por la mañana se unían dos problemas: la resaca y la ansiedad depresiva de sentirse de nuevo como ella era; su rumbo no tenía más que un horizonte: la dependencia alcohólica para mantener a flote su ficticia personalidad, aunque sus compañeras de trabajo sabían muy bien que estaba entrando en un torbellino peligroso y le aconsejaron tomar con moderación, porque estaba empezando a perder las riendas sobre sí misma y  era incontrolable en las fiestas.
Ésto la hizo encolerizarse y perder cada vez más los papeles, hasta el punto de pasar las noches apoyada en un mostrador o sentada con la copa en la mano; ya no se molestaba en bailar y sus amigas la veían cada vez más lejana de la realidad.
De nuevo estaba sola y ahora alcoholizada, pues necesitaba la droga para ir al trabajo en la mañana , al mediodia y por la noche; tenía varias botellas de licores escondidas en rincones de la casa, abandonó el trabajo antes de ser despedida y su tía se encontró con una mujer destrozada como mujer y como alcohólica; le avisó, esta vez tajante que, o recomponía su vida o ella se iría a su casa, de donde vino para cuidar de ella; Anoa le gritó que no quería verla al día siguiente; y así lo hizo; un martes por la tarde, en pleno verano, cogió las maletas y se fue para no volver.
Anoa se encontraba en la flor de su existencia, con dieciocho años, huérfana, sola, quebrantada psicológicamente y derrotada ante la vida.
Puso un anuncio en el periódico con su domicilio y su número de teléfono: compañía y satisfacción aseguradas.
Los primeros días en que convirtió su casa en un prostíbulo lo pasó mal porque le repugnaba entregar su cuerpo a hombres que no había visto en su vida; pasado cierto tiempo, su instinto autodestructivo se cebó en su propio cuerpo, entregándolo de mil y una formas, humillándose, vejándose a sí misma bajo la delectación del masoquismo; nuevo hallazgo para saciar sus lúgubres tendencias suicidas bañadas en alcohol; no disfrutaba con el sexo, sino con el dolor y el sufrimiento que le provocaban los clientes sadomasoquistas, sus preferidos y habituales por sus hábiles artimañas para hacerla de gritar de dolor agónico que era un placer para ella; su negocio era rentable y sacaba pingües beneficios; todos los muebles antiguos de la casa los había cambiado por nuevos, pues tenía la impresión de que sus padres la observaban a través de ellos.
Procuraba mirarse al espejo lo menos posible: con veintidós años de edad, parecía tener treinta; su rostro amarillento y abotargado por deficiencia hepática, sus ojos opacos y rojizos, sus bolsas moradas bajo los mismos, incipientes surquillos finos en su piel, moratones por todo su cuerpo masoca; ella sabía perfectamente que estaba cavando su propia fosa ¿ pero cuándo y cómo llegaría su final?
Una tarde de sábado, tocó el timbre un joven alto y apuesto, fuera de lo común en sus visitas; estaba muy nervioso y miraba para todos lados menos para ella; que gran casualidad el parecido con su padre, su altura, su cabello negro peinado hacia atrás, su sonrisa campechana; pero ¿ y los nervios?
lo invitó a pasar a la habitación del amor y le dijo que se fuera desnudando; se acercó a él y seguía en posición de firme y con el rabillo encogido; ella, intuyéndolo, dijo que era un pillín y quería hacerse el inocente; entonces el le confesó, con veinticuatro años, que ella era su primer amor. Y lo fue para ambos, porque ella puso todo su empeño en que aquel acto fuera disfrutado por las dos partes con igual intensidad. lo mimó, le acarició y masajeó cada rincón de su cuerpo y por último tocó las teclas adecuadas para la abertura sinfónica; el acabó la partitura antes de tiempo, pero ella había notado algo especial, nuevo, desconocido en aquel chico. Lo despidió con un dulce beso de madre y lo invitó a venir a horarios en que estaba más libre para charlar y conocerse mejor; no le cobraría nada; el se sintió tan orgulloso, que iba silvando escaleras abajo.
El chico se habituó a ella, a su cuerpo, a sus expertas y sutiles caricias, a sus besos sueltos y floreados, a su ternura maternal, a la gran timidez que empezaba a vislumbrar en sus ojos enamorados.
Anoa estaba acostumbrada a jugadas fuertes y decisivas, casi siempre nefastas para su vida, y en esta ocasión sabía que iba a apostar a la última carta de su vida; retiró el anuncio de periódico, se despidió de todos sus clientes y cerró su negocio; era una ilusión tan grande como la de un andarín de campiña que se dispone a subir el Everest. Le propuso a Urbio que podrían convivir juntos en su casa, que ella había abandonado la prostitución y disfrutarían sin ningún tipo de compromiso mutuo. Ambos eran novatos en el amor, pues ella no lo había sentido hasta ahora y él empezaba a sentir un inquietante cosquilleo de mariposas en el estómago; sólo había dos grandes obstáculos, el alcoholismo y la reputación de ella, que manchaban el honor de un estudiante de medicina de último curso.; él, sin expectativas de que aquello llegara a mayores, le aconsejó visitar en su compañía un centro de rehabilitación alcohólico; ella sabía que si aquella última jugada, la más sincera de su vida, no salía bien, el viaducto sería su próximo candidato, y esta vez se arrojaría a él, sin impedimentos, con los brazos abiertos.
Siguió los consejos de Urbio, los tratamientos farmacológicos y terapeúticos del centro de desintoxicación al pie de la letra; al año de tratamiento, Anoa sentía que algo nuevo estaba amaneciendo en su vida y ya no era solo el amor por Urbio; era la certeza de que se estaba reencontrando a sí misma tal cual era, charlando en terapias de grupo de sus problemas íntimos, de su carácter tímido enfermizo, encontrándose con personas que habían pasado por su misma situación y fortaleciéndose mutuamente; ella estaba dispuesta a desterrar su pasado de su interior y eso era lo más importante para renacer a la vida.
Su cuerpo y rostro comenzaban a naturalizarse, abriéndose a la vida con plenitud; su sonrisa y sus ojos tímidos se mostraban en todo su bello esplendor y su autoconfianza empezaba a brindarle horizontes desconocidos hasta ahora; afloraba el amor a sí misma sin falsas hipocresías, y le declaró su amor a Urbio, sin titubeos, durante una cena íntima y reservada en un restaurante típico y hogareño.
Urbio, licenciado en medicina, miró a sus ojos castaños, sinceros, llenos de vitalidad, y le confesó que le había robado su palabra, pues aquella cena la había organizado para confesarle su amor y regalarle el anillo de compromiso que colocó en su anular, besando su mano. Anoa vendió aquella casa de entremezclados y nefastos recuerdos y se fueron a vivir a otra zona céntrica de la ciudad.
El primer viaje de su boda fue a casa de su tía, cual quedó admirada al observar al instante el cambio de vida de su sobrina y la pareja ideal que formaban; de allí partieron en luna de miel hacia un hotel a orillas del mar mediterráneo.




                                                OJOS  DE  RATÓN



Las palabras se queman, el silencio se hiela, nuestras miradas huyen mutuamente. Nuestros pasos, nuestras mentes, el semblante, los gestos, los rictus preconcebidos se automatizan; los hábitos cotidianos alumbran las costumbres y éstas se marcan a fuego lento en nuestra forma de pensar, de percibir el mundo bajo formatos tecnológicos de comunicación artificial.
Vamos cambiando, paulatinamente, la realidad natural por la virtual. Estamos más desconectados, solos y vacíos que nunca; los niños ya no juegan entre sí y no creen en cuentos ilustrados. El amor es efímero; la amistad, una utopía, la familia es solo un entramado genético sin correspondencia, la sinceridad es una virtud arcaica de tatarabuelos para sellar sus antiguos pactos de honor y lealtad; la confianza mutua se sostiene bajo documentos notariales. El mundo es, simple y llanamente, un conglomerado de seres individuales educados y formados en el materialismo.
El registro emocional que transfería y traducía nuestras íntimas inquietudes sentimentales ha sido cubierto por cámaras y pantallas táctiles donde enmascarar nuestra hipocresía virtual; nuestro mundo interior y exterior es el reflejo de una pantalla de ordenador.
Las ciudades, el pueblo más remoto, los caminos por donde andas, la vida botánica y animal, el clima, la visión y desarrollo del cosmos están al alcance de un ratón.
La tecnología debe ser un medio para llegar allí donde no podemos hacerlo físicamente y no la finalidad de nuestra realización vital. Si nos falta la luz, no pensamos en la oscuridad, sino en los ojos apagados de nuestro amado ratón; son ojos astutos, ingeniosos, traviesos y juguetones que hipnotizan nuestra razón y mi mano adicta está pulsando su corazón. Respiro hondo, acaricio las hojas de los árboles y miro al sol resplandeciente. No hay vuelta atrás, es un camino sin retorno.



                                EL  VIZCO



La gran central eléctrica ha sido instalada, a pesar de todas las manifestaciones en contra. Es un punto estratégico para alimentar de energía la gran ciudad, a quince kilómetros de distancia. El pueblo, mediano, de unos diez mil habitantes, ha aceptado finalmente, a cambio de importantes subvenciones económicas y posibilidades de trabajo directos e indirectos que genera dicha central; es una localidad humilde con escasos recursos, orientados a la agricultura de pequeños propietarios y comercios de todo género, de reducidas dimensiones.
Sus gentes son sencillas, tolerantes, aunque ancladas en supersticiones y costumbres antiguas que van superando las nuevas generaciones.
El vizco, apodo puesto a Romualdo por la voz popular, vive junto a su madre en las afueras de la villa, en una humilde casa familiar con una pequeña extensión hortofrutícola que, junto a sus peonadas en el campo, conforman el sustento de ambos. El es un hombre de cincuenta años de carácter introvertido, tímido enfermizo que rehulle toda relación social que no sea indispensable por necesidad; es un lector empedernido y los escasos ahorros que consigue los emplea en comprar libros de todo género, cuentos, novelas, poesía, ensayo, de divulgación científica... además de los que solicita de la biblioteca, a la que acude en último recurso y empujado por su adicción a la lectura.
De complexión y estatura medias, su rostro ancho, de sonrisa forzada, ojos muy nerviosos y resbaladizos ante la mirada ajena, de ademanes exagerados que intentan expresar lo que su dicción atropellada e inconexa con su pensamiento se niega a verbalizar, es hombre soltero que jamás tuvo novia, no porque no le atraigan las mujeres, pues le gustan todas y sueña con ellas, mientras lee aventuras en las que siempre hay algún personaje femenino para idealizar; está repleto de complejos internos que distorsionan su propia realidad con respecto a los demás y cuantas más ficciones literarias recorre, más turbado, ínfimo y desamparado se encuentra. Su estrabismo del ojo derecho con desviación aguda lateral y un tics de guiños nerviosos que se aceleran ante la presencia ajena y no digamos si es femenina, es una colchoneta de excusa donde descansan todos sus prejuicios y contradicciones internas, de ansiedad casi perenne y angustia vital que conforman un cuadro de trastorno de la personalidad. No es agresivo hacia los demás, sus sentimientos son de respeto casi sumiso, aunque es intolerante hacia quien quiere husmear en su vida privada, que es pública, pero el  cree un remanso sacrosanto. Su defecto físico le proporciona la descarga emocional autodestructiva que no es capaz de controlar desde el interior de su propia racionalidad consciente.
Se autodesprecia culpando a la naturaleza, a la vida, de haberle plantado en este mundo bajo una personalidad frágil, variable, inconstante, pusilánime, adornada con la apariencia de un rostro desfigurado por un ojo ladeado que el encumbra a la cima de todas sus desdichas; ciertamente, si hubiese recibido asistencia psicológica desde niño, no sería un ser casi esquizofrénico en la edad adulta. Pero su visión de la vida está totalmente idealizada en el aspecto más negativo, perturbada emocionalmente por su incapacidad para ser director de su propia realización vital como persona, a causa, precisamente, de su enfermedad mental genética que el desconoce.
Jamás ha criticado la vida de nadie, ha puesto en entredicho ni juzgado, ni siquiera ante su madre, las ascuas más vivas que se remueven en cualquier pueblo con identidad propia.
No tiene amigos, no bebe, no fuma ni visita fiestas populares de ningún tipo, no acude a misa y evita el pésame en los entierros; todo ello es consecuencia de lo susodicho y no por voluntad propia, que sería la contraria y su deseo.
Su ocio lo reparte entre los libros y sus caminatas, al lado de su perro, por todo el extrarradio del pueblo, sin internarse en las calles si no es por necesidades puntuales. A veces se acerca andando hasta la gran central eléctrica, rodeándola en todo su perímetro; observa con asombro la capacidad tecnológica del ser humano y el daño que este hace a la naturaleza en su conjunto.
A veces, cuando toca el pelo de su perro al lado de esta mole de hormigón, castilletes y cables, nota como sus manos atraen el cabello de su amigo como si de un imán se tratase; él sabe que esta energía se desprende de la central y cada vez guarda más las distancias.

Los primeros embarazos que produjeron abortos naturales y dieron fruto al primer niño deforme, con estrabismo en ambos ojos y manos de sólo cuatro dedos, produjeron cierto desasosiego popular, pero fueron considerados como un azar de la naturaleza.
Los infartos y primeros tumores en las mismas zonas del extrarradio donde estaban ocurriendo cosas extrañas, comenzaron a calar en la opinión pública como una  maldición, un mal de ojo que alguien o algo estaba propiciando sobre la gente inocente de la villa. Las primaveras siguientes, los agricultores observaron en sus huertos del perímetro deformaciones genéticas en sus plantas y árboles; trigos con espigas dobles o raquíticas, girasoles sin pipas y enramados de panochas como arbustos, frutales a los que se caían los pólenes y daban frutos maduros con formas y sabores que no se conjugaban con su naturaleza... iguales casos degenerativos se encontraron en los animales de ciclos gestativos cortos, como en pollos y conejos.
Los niños corrían, montaban en bicicleta y jugaban por la ancha calzada asfaltada del perímetro, donde estaban ubicados un campo de fútbol y un modesto polideportivo. Eran jóvenes y niños educados ya en la nueva era de la información e interrelación social de la cibernética moderna, pero aún no estaban libres de las añejas costumbres y supersticiones heredadas de abuelos y padres. Las altas torres eléctricas y el colosal pararrayos de la central ensombrecían la lejanía de un horizonte de campiña fondeado por cumbres medianas de sierras arbustivas casi vírgenes.
El vizco atemperaba su ánimo inestable mediante ruedos de paseos rápidos que iban marcando paso a paso, guiño a guiño, el diámetro casi perfecto de la villa; la vitalidad, la energía y calma de las tardes primaverales se mezclaban con todas sus pasiones reprimidas y el griterío de los niños que pasaban a su lado sin saludarlo, apenas alguna mirada de curiosidad.
Cada tarde, en su vuelta vespertina, se topaba con la cara de una niña de síndrome mental, sentada a la sombra de su puerta en una mecedora que bamboleaba sin parar ¿ por qué los ojos de Romualdo se fijaban con especial curiosidad sobre aquella niña de doce años, con sonrisa y mirada desafiantes?
Sentía como algo, desde su interior, compenetraba, comprendía aquél desamparo, aquella ensoñación despierta de alguien que está, sin saberlo, lejos de una realidad percibida por el común de los mortales. Había algo que identificaba a dos seres perdidos entre una  multitud colosal de gente ajena a sus sentimientos; sí, cada uno incomprendido a su manera.
El pueblo no solía llamarlo por su apodo, sino por su nombre, pero aquella niña, en la penumbra de su inocencia, sólo conocía su mote y así lo pronunció en voz alta una tarde de mayo ! viiiizcooo¡
aquel hombre tímido e inmaduro, sintió un estruendo en sus oídos, rigidez muscular y sonrojamiento súbito; miró a la niña sobresaltado, su ojo guiñando acelerado y su voz ronca, seca, intimidada, contestó sin pensarlo ! eres una idiota¡ Los chicos de la calle, que oyeron como se ofendía a una desvalida, corrieron el eco de boca en boca !viizcoo¡ !viizcoo¡ !Viiizcoooo¡ Algunas madres salieron a la calle ante el vocerío y vieron al vizco correr, con su perro ladrando, tras de los niños, amagando con dar algún bofetón, sin ser su intención real.
Romualdo se marchó a casa tras aquel barullo, hundido y humillado como si hubiese sido apaleado.
No salió en una semana, tras haber recapacitado y comprendido los hechos como una provocación de niños que no debía afectarle; su fondo más íntimo sí estaba resentido a pesar de sus lógicos razonamientos de adulto.
Aquel hecho también quedó grabado en el subsconciente de la gente, que sigue un camino distinto de la razón directa, cual veía aquel suceso como una anécdota insustancial y así lo juzgó la propia madre de la niña.
El mes de mayo hubo tres nacimientos más en el pueblo, cuyos niños presentaban deformaciones craneales o en las extremidades; sus gentes empezaron a tener pesadillas, dormir poco y darle muchas vueltas a la cabeza. Hubo dos muertes por tumores malignos, las visitas y urgencias del modesto centro hospitalario estaban repletas de dolencias extrañas y sobre todo, de enfermos con crisis depresivas de ansiedad. Allí estaba ocurriendo un fenómeno extraño que los propios médicos habían trasladado al centro de investigación sanitario, ubicado en un gran hospital de la gran ciudad próxima.
Los científicos ya habían advertido del peligro de posibles radiaciones en una central de altísima tensión eléctrica, tan próxima a un pueblo. La agencia oficial presentó un informe con la levedad permitida o ausencia de riesgos para la salud, a fin de implantar aquella mole en un lugar de presupuesto mínimo; la gente lo intuía y la gente lo sospechaba, pero no se atrevía a dar la voz de alarma por los ingresos que reportaba aquel monstruo infernal.
El día que Romualdo decidió reanudar sus paseos, estaba leyendo cuentos infantiles, que recomponían y reforzaban su espíritu. El pueblo estaba instalado de lleno en una psicosis colectiva y, de haberlo sabido,el vizco jamás hubiera salido aquella aciaga tarde. La niña comenzó a pronunciar su apodo, a grandes voces y desde tan lejos !viiizcooo¡  !viiizcooo¡  !viiizcooo¡. que el hombre estuvo a punto de dar marcha atrás para no sentirse provocado. Todos los niños vociferaban su apodo como un eco refractario que punzaba sus oídos,  aunque en esta ocasión se acercó a su enemiga como un héroe de cuento dispuesto a defender su honor  !estúpida, no sabes cómo me llamo? El padre de la niña, hombre prudente y pacífico, que oyó las palabras de ofensa de su hija y la respuesta del ofendido, contestó que no tomase a mal lo que no ofende por no ser dicho por la voluntad de la razón, sino por el arbitrio de una enfermedad mental. Varios hombres y mujeres se acercaban cuando se oyó una gran explosión por una válvula de seguridad de evacuación de gases en la gran central.
Es como si aquella deflagración hubiera pronunciado su nombre en el subsconciente colectivo del pueblo. Todos salieron de sus casas haciéndose eco de las grandes primeras voces ! al vizcooo¡ ! al vizcooo¡  ! al vizcooo¡ Una orda violenta con los ojos desencajados corrían calle abajo con enseres caseros y herramientas de labranza en sus manos; por ambos lados de la periferia se acercaba otra jauría de masas hambrientas de venganza sobre una maldición personificada en aquel pobre inocente.
Eliodoro, el padre de la niña, metió a ésta dentro y protegió con su cuerpo el de romualdo, quien se hallaba totalmente paralizado.
Ni un ejército hubiera podido impedir la tragedia de un pueblo en estado máximo de desesperación agresiva; Eliodoro fue despojado del cuerpo del vizco como un pelele y arrastraron, casi en volandas, al de su víctima al centro de la cazada, donde fue linchado con una crueldad escrupulosamente fría.
Romualdo pudo ver algunos personajes de su último cuento, entremezclados con el tumultuoso ! al vizcooo¡ ! al vizcoo¡, mientras cerraba sus ojos y su alma se elevaba a la frontera divina.
Fue un crimen colectivo y su pueblo fue condenado a permanecer en sus fronteras, cerradas a toda relación exterior, durante un año, exceptuando a los trabajadores de la central, libres de culpa.
Éstos, con ayuda de técnicos especializados, embutidos en sus trjes especiales de trabajo, detectaron, durante la revisión anual, una fisura imperceptible a la vista en la base del sarcófago del núcleo principal transformador de energía, cual había estado emitiendo ráfagas de radiaciones a todo un pueblo enfermo.
La madre de Romualdo murió, con el último cuento de su hijo, sujeto con sus manos sobre su vientre, de una angina de pecho aguda; su perrito fue adoptado por Eliodoro y su familia en un acto de reconciliación póstumo.
En un solemne acto de arrepentimiento público, presidido por el alcalde y el párroco, fue bendecida la placa que daba nombre a la calle de acceso a la iglesia: ROMUALDO; rogamos todos por tu alma.




                                                     EL MONSTRUO DE URMA




Urma es un punto diminuto y blanco, situado en las faldas de una gran montaña, al lado mismo de una antigua cueva prehistórica. Sus gentes viven bajo unas condiciones de subsistencia arcaica y autosuficiente; su ganado y sus terrazas hortofrutícolas producen lo necesario para vivir; el trigo es transportado en vehículos todoterreno al pueblo, donde se hallan molino y horno para el pan cotidiano, escuela de cinco alumnos, capilla con altar para el rezo y bar-tienda para artículos varios.
Las casas, al igual que sus calles, son de piedra de una cantera próxima, a tres kilómetros de distancia, donde trabajan las excavadoras de una empresa de hormigones.
El pueblo ha sido dotado de agua potable y electricidad hace poco tiempo, aunque carece de médico y farmacia; sus quinientos habitantes son gente recia de montaña, de hondas raíces arcaicas en sus costumbres, tradiciones y modo de pensar; es una comunidad solidaria por necesidad y no por virtud, pues sus envidias, maledicencias y recelos mutuos forman parte de la cotidianeidad.
Aún sostienen la economía del trueque con algunos ahorros en dinero por los excedentes que generan los huertos y el ganado de vacas y ovejas. No es un ámbito para jóvenes, que emigran aún adolescentes, siguiendo el camino de parientes o amigos ya instalados en la civilización actual; si algunos quedan rezagados, es por sus deficiencias físicas o mentales, a causa de los cruzamientos genéticos de la misma población, sin entradas externas, durante siglos.
Son escasos los habitantes que poseen una anatomía natural a simple vista, la mayoría presentan características deficientes, siendo las más comunes la falta de apéndices en manos y pies, la deformación craneal, la desviación ocular, la cojera por defecto de crecimiento, tics nerviosos en los rostros y carencias mentales diversas.
La superstición popular ha arraigado en la convicción de una maleficencia procedente de la gran cueva prehistórica de sus antepasados, los homo sapiens, que pintaron figuras de animales salvajes en sus paredes, cuyos espíritus prisioneros se vengan desde la topografía de las rocas, emitiendo bramidos, aullidos, berridos, gruñidos, relinchos... durante las frías y tenebrosas noches heladas de invierno, lluviosas, nevadas, tormentosas, provocando fuertes dolores físicos en todas las personas deformes, más por reuma y artrosis que por cualquier otra causa.
La cueva es un lugar prohibido para su mentalidad; nadie se había adentrado nunca en ella, y cuando veían a los antropólogos, arqueólogos y prehistoriadores trabajando en su interior, los maldecían y no permitían su entrada en el pueblo.

Una fría noche de nevada, nacía al lado de la chimenea el hijo de Ryanna, casada con su primo hermano, el panadero, hacía dos años; la vieja matrona se esforzaba en sacar la gran cabeza del niño, entre grandes gritos de dolor de la madre, que empujaba con todas sus fuerzas para desembarazarse de aquella criatura. Una vez en el exterior y cortado el cordón umbilical, aquél ser extraño emitió un sonido entre hiena y humano que espeluzno los oídos y ojos presentes, pues su anatomía estaba cubierta de pelo, su frente era prominente con ojos muy hundidos, nariz ancha y orejas desproporcionadas; por lo demás, no presentaba ninguna deformidad de las habituales...

Pasados cinco años, la población seguía su curso rutinario menguante y el niño Osco iba al colegio junto a cuatro niños más, la maestra, que vivía a treinta kilómetros, venía dos veces por semana a causa de las dificultades orográficas y climatológicas, de espesas nevadas casi perennes, excepto en verano.
Osco presentaba una disfunción laríngea involutiva, pues era idéntica a la de los neandertales y no podía expresarse sino emitiendo sonidos incomprensibles, aunque estaba aprendiendo a escribir y entender el significado de las palabras...Cuando cumplió diecisiete años, su cuerpo era fornido como el de un oso, completamente velludo, de uno ochenta de estatura y andares con cierta inclinación hacia delante. Su mirada era directa, clara e instintiva como la de cualquier gran mamífero salvaje; su rostro era ancho, chato, de potentes mandíbulas y dentadura robusta y blanca nacarada, que dejaba ver cuando sonreía a los clientes de la panadería, que era todo el pueblo. Con su larga bata y gorro blanco, era el encargado de triturar el trigo en un molino eléctrico y desplazar los sacos de harina a la panadería colindante para el trabajo nocturno de cocción que llevaban a cabo sus padres; además poseían un amplio huerto que él se encargaba de sembrar, cavar y recolectar.
La gente lo conocía desde niño y traducían más o menos sus gestos y extraños vocablos, aunque él si comprendía a los demás perfectamente. Nunca pronunciaron esa palabra ante Osco, pero el pueblo entero lo apodó el monstruo de Urma, y fueron muchos los turistas que con la excusa de visitar un bello pueblecito de piedra y la cueva prehistórica, venían a ver aquel cuerpo de rasgos prehistóricos entre neandertal y homo sapiens, aunque de una superior altura, que con veinte años alcanzó los dos metros de altura. No había donde elegir novia ni amigos y vagaba errante, paseando por las veredas cercanas a la cueva, su pasión secreta, pues sentía una atracción ineludible.
Decidió entrar a la caída de una noche primaveral, cuando ya el deshielo buscaba su cauce hacia el nacimiento de un río mediano próximo a Urma. Cruzó el umbral de la cueva con un candil en la mano; una vez dentro, su mirada se cruzó instintivamente con la de un gran oso macho recostado en un lateral; no hubo movimientos bruscos de alerta por ninguno de los dos; la energía de sus miradas era desafiante, contenida en un dialecto de poder a poder. Osco movió hacia arriba el candil, ampliando el campo de visión, mientras el oso se puso en pie y decidió salir de la cueva ante un visitante que manejaba el fuego con su mano.
En aquella semipenumbra pudo observar, en el techo y paredes laterales, pinturas tan realistas que parecían cobrar vida propia; toros, ciervos, renos, osos, caballos...Lo que más le sorprendió fue un cuerpo de hombre cubierto con piel y cabeza de toro, que parecía estar en una danza; intuyó que aquel hombre propiciaba el alimento de la caza y auyentaba los malos espíritus que amenazaban a su tribu.
Percibió una extraña clarividencia que lo transportaba diez mil años atrás, en el paleolítico superior magdaleniense, entre seres de su misma especie que intercambiaban sus ideas y creencias subjetivas por medio de símbolos pictográficos y sonidos laríngeos de intercomunicación social; limitados, pero básicos y esenciales para sus únicas tareas, la supervivencia y el arte, intrínseco al ser humano.
Sí, se sentía más cercano a aquellos hombres que a esta civilizacion, pero su destino era éste y debía abandonar aquel recinto o el pueblo lo condenaría de por vida.
Llegó a su casa sigiloso y se acostó pensando en la cultura de aquellos cazadores, soñó con el hechicero de la cueva que la señalaba con gestos y sonidos el peligro de un gran oso pintado en la cueva bajo un signo triangular que indicaba un mal espíritu peligroso.

La siguiente semana fue letal para el pueblo. Sus huertos fueron arrasados por las noches, no solo para hurtar los alimentos, sino lo peor, en forma de destrucción gratuita; varias cabezas de ganado fueron degolladas y arrastradas hasta la madriguera de los depredadores, la cueva prehistórica.
Las huellas indicaban que eran osos y a plena luz del día se veían merodear por la entrada de la cueva; nadie se acercaría a aquella entrada maldita. avisarían a los guardas forestales de los desmanes cometidos por los osos, aunque como especie protegida sólo los auyentarían y volverían tiempo después a los manjares gratuitos que ya habían probado; el pueblo se hallaba en un estado de peligro y angustia permanente. El monstruo de Urma, sin consultar nada con nadie, decidió arriesgar su vida en favor de su pueblo y de los espíritus de sus remotos orígenes, que habían marcado  a este animal con un símbolo maléfico.
Se armó de un largo cuchillo de cocina y salió de su habitación con el candil apagado; partió sigiloso escondiéndose entre las rocas para no ser visto, pues era una noche de luna llena y los hombres estaban expectantes ante el peligro. Fue escalando las rocas ayudado de sus potentes manos velludas, hasta situarse próximo a la entrada de a cueva. No se oyó ningún ruido ni vio aparecer ningún oso, a pesar del agudo olfato que poseen. cuando inició su marcha hacia la entrada de la caverna, sin haber encendido el candil, que arrojó apagado al suelo, vio salir al gran líder de la manada, un gran oso puesto en pie de la estatura de Osco, gruñendo, mostrando su mortífera dentadura y mirando fijamente al hombre, con ojos desfigurados por su agresividad. Osco tenía la mano con el puñal a la espalda y no se movió del sitio mientras el oso se acercaba a él, estudiando el mínimo indicio de debilidad para atacar. Osco lanzó el terrible aullido de hiena- homo y avanzó hacia el oso; ambos fueron al encuentro del desafío; el oso se puso a cuatro patas para lanzar el ataque mortal y Osco flexionó sus rodillas alargando las dos manos; una para sujetarle el grueso cuello y evitar el mordisco letal y la otra para apuntalar el cuerpo blando del oso con el cuchillo por debajo de las costillas; su propio impulso ayudó a que la hoja de acero le traspasase el corazón y cayese fulminado entre estertores musculares.
El líder de la manada, único que dormía en el santuario de la cueva, derrotado y muerto, haría huir a los demás miembros jóvenes y hembras del grupo para siempre de aquel peligroso lugar.
Nunca contó Osco su heroicidad a nadie ni supieron la gente del pueblo porqué se habían visto liberados tan repentinamente de aquella amenaza. El monstruo de Urma no sufrió ninguna herida que le delatase y siguió su vida rutinaria como molinero de harina y su relación apacible entre la gente de Urma.




                                          LA  INSPIRACIÓN



Oleadas magnéticas que trasvasan la dimensión racional común, ocupan espacios donde sólo la intuición había llegado a sugerir atisbos de existencia, casi alcanzables pero invisibles.
Abstracciones metafísicas que propagan elocuentes sus ondas expansivas en lo efímero de una angustia vital que se yergue, se retuerce en su existencia, entremezclándose, fundiéndose con esos ecos para crear, innovar, elevarse a cotas insospechadas de latitudes donde las fronteras de lo limitado, inaccesible, se quiebran, mostrando un horizonte de luces y sombras, de quebradas, gargantas y fuentes manantiales que desbordan estratos solidificados, los disuelven, arrastran y entretejen nuevos registros ricos y variados que dan luz a la inspiración.
Sueños prisioneros que trascienden el subconsciente, transfieren su energía viva y real, libre de rancias raíces racionales, nos elevan a dimensiones donde la percepción vital de lo real es caduca, maleable, insustancial; la intuición de la irrealidad, es chispazo fugaz que nos parece eterno por un instante, que nos traslada a secuencias vividas, pero negadas  desde la realidad consciente, es lo eterno, lo esencial y tangente con la creatividad.
Arrebatos de genialidad oculta a la verdad formal, misterios que se cierran y se abren en milésimas, atisbos de fragmentos universales que brillan y se niegan a desaparecer bajo el peso aplastante racional, conforme y autosatisfecho en su limitada fortaleza mental.
Relampaguean, renacen de nuevo en otra dimensión mental, que se aferra a su efímera fugacidad y desprecia el peso formado, esculpido, bronceado, de su presencia angustiosa de la existencia, en un mundo que se disuelve y agoniza con nuestra muerte y se eleva, vuela entonces libre en su epacio natural, la inspiración inmaterial.






                                                  DOÑA CECILIA




Desde su vejez de setenta y dos años, doña Cecilia recuerda la etapa de su juventud sin nostalgia.
Fue hija única, educada en los entresijos del refinamiento de costumbres y valores dañinos para su propia vida posterior.Vivió en la creencia de que el mundo giraba a compás de sus desmanes, derroches en lujos variopintos y en su convicción aprendida de que era una elegida por la naturaleza con derecho propio a despreciar a la gente de inferiores posibilidades, que pululaban por la gran ciudad, de carácter soez, vulgar y desagradable. Añadida a su egocentrismo y superflua vanidad, estaba su obsesión perfeccionista; sus vestidos debían estar impecables, sus zapatos, resplandecientes y su higiene personal, pulcra y metódica, le robaba horas muertas en el cuarto de baño; se miraba al espejo de frente, de perfil, se retocaba el cabello incansablemente, ensayaba su mejor sonrisa, se probaba varios vestidos hasta encajarse uno que coordinara con el humor suyo del día y se tapaba la nariz en sus deposiciones, maldiciendo el hecho de tener que orinar y defecar como cualquier otro animal terretre.
Cecilia era menudita de cuerpo, delgada y muy agraciada en su rostro, siempre amable pero presto al asalto ante cualquier contrariedad ajena que provocase su ira. Sus amigas adoptaban una actitud tolerante y casi sumisa, conscientes del torrente de su personalidad, desbordable con suma frecuencia.
Ella no era fuerte, asentada y de convicciones sólidas; al contrario, su introversión, su oculta timidez e instintivo perfeccionismo que calaba en los más simples detalles de su interrelación social, la hacían inconsistente y vulnerable ante cualquier asedio bien estructurado y audaz.
No obstante, poseía un magnetismo natural que encubría sus defectos.
Se licenció en magisterio para niños con deficiencias psíquicas y de aprendizaje, un océano subconsciente donde desahogar todos sus prejuicios, complejos y afanes inútiles de perfeccionismo en un mundo de por sí, inconstante, variable e imprevisible. Se casó con un maestro de secundaria condescendiente, frágil y quebradizo al que ella trataba a su antojo, pero siempre con respeto y sin trato humillante. Tuvieron dos bellas hijas a las que ella fue introduciendo en su propio mundo íntimo, virtual, lejano de una cruda realidad que al final pone los pies en la tierra al más iluso de los mortales.

Las chicas no tuvieron la suerte de  poseer el hado materno y se vieron relegadas a la marginación por sus compañeras y amigas, que no soportaban su insulsa y vana arrogancia, su afán de imponer su carácter perfeccionista en una sociedad que se mueve a impulsos de competencia y astucia sin escrúpulos para ganarse un hueco de supervivencia.
Cuando su madre se vio reflejada en sus propias hijas, tomó conciencia de su arcaica educación, bien intencionada, pero desencajada de la realidad por la que caminaba la sociedad actual donde nadie, si no es en el aspecto de la posesión material, es superior en virtud o intelecto; puede ser un especialista de su profesión, pero no acapara la preeminencia de saber estar y comprender el mundo, aún en los aspectos racionales más reflexivos.
Ese fue el flanco débil de Cecilia, en su propia concepción del mundo y de transmitirselo a sus hijas, que creían que el universo se rendiría a sus pies con una carrera universitaria o una buena herencia, que se estaba en un estadio superior a los demás mortales que habían aprendido sus oficios en la vida, sin el manejo de tantos libros quizá, pero con mucho martilleo sobre el yunque de la vida.
Ya no había modo de reeducar a sus hijas, tendrían que aprender a levantarse de sus propios errores, añadidos a la visión del mundo que ella había inculcado en sus propios retoños por su afán desmedido de perfeccionismo e idealismo, faltos de pragmatismo orientativo.
La vida profesional y privada de Cecilia estaban confrontadas; en la primera, enseñaba y disfrutaba al mismo tiempo entre aquellos niños de alma pura e inocente, sin conductas asimiladas, prejuicios, moralinas ni complejos asumidos con resignación como mímesis social.
Ella respiraba en su colegio el aire de la libertad, del gesto sincero, amable, triste o enfadado de unos niños que nadie podría decirle a ella que vivían en una realidad más equivocada que la nuestra.
Aquellos niños dialogaban desde su mundo, pintaban y escribían sobre el papel percepciones de su realidad interior, enseñaron a Cecilia la convivencia y armonía de la naturalidad expresiva de aquellos ojos y aquellas manos que parecían desorientados, desamparados, imperfectos, pero transmitían una sensación de paz espiritual que ella no encontraba fuera de allí; se mezclaba entre los niños, dialogaba, explicaba, aprendía de su humildad sincera y se estremecía cuando advertía los gestos de alegría ante su presencia y la pronunciación tan bella e imperfecta de su nombre, Cilia, Cilia, que escuchaba con ojos humedecidos de atención, sensibilidad y ternura.
Cada uno de aquellos niños era como su propio hijo, les limpiaba los moquillos de su nariz, alguna baba caída mientras pronunciaban palabras aparentemente inconexas o sonreían con esa delicia transparente que limpia cualquier espíritu turbio.
Ella conocía el carácter de cada uno, sus debilidades, cualidades, sus ilusiones y aspiraciones, su ánimo y voluntad inquebrantables, su lucha desequilibrada en un mundo de por sí desigual.
Ella inventaba juegos en el recreo y ellos se cogían de sus manos en corro o se ponían en fila india con la maestra a la cabeza y recorrían todo el recinto del espacio de recreo cantando canciones que volaban discordantes en su forma y sinfónicas desde el fondo de sus almas, elegidas por dioses desconocidos.
Su vida privada, con sus hijas casadas, se hizo monótona, apabullante, interminable. Era la faceta falaz, superflua y reiterativa de aquellos valores y hábitos que había aprendido, asimilado e inculcado en su propia casa y mostrado con orgullo ante sus amigas y vecinas;paulatinamente, su visión de la vida fue cambiando hacia un plano humano más sencillo y humilde, accesible y cercano.
Ahora viuda, jubilada de su amada profesión y sola, aunque querida y visitada por sus hijas, amigas y vecinas, se siente ajena a la realidad de este mundo imperfecto, cada vez más íntimamente integrada en aquél otro universo perfecto, de energía dichosa que le transmitían todos aquellos niños llamados deficientes, que habían estrechado sus manos de educadora a lo largo de toda su carrera profesional.
Repasa los archivos guardados con cariño, revisa las fotos de sus niños y les habla con dulzura, escucha sus voces en la memoria e imparte clases en el salón solitario de su casa, a través  de un recuerdo vivo y palpitante.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          




                                                   LOS MARGINADOS




De la desesperanza sostenida surge la frialdad, indiferencia, el desengaño de la vida, la amargura existencial. Los marginados son autómatas sin paz ni horizonte; caminan descalzos por la arena del desierto, por glaciares inmensos, nadan a contracorriente de ríos y mares embravecidos.
¿ de dónde nace su tenaz instinto de supervivencia para mantenerlos a flote en la ciénaga del destierro sin causa, de la humillación forzosa, de los valores vacíos, de la agonía sin muerte?
¿ en que sustrato han clavado sus raíces, para sobrevivir de su propio llanto, esos ojos tristes y perdidos, cuerpos mancillados por la opresión brutal de la civilización actual, almas incrédulas que ignoran cual fue su pecado, su torpeza, sus obras de hecho o pensamiento para merecer un destino tan cruel?
Son humanos, sencillos , pobres que caminan por una acera marginal donde no alcanzan derechos de vida y dignidad, sólo límites carceleros de desprecio e intimidación.
Son pobres que se desviven por encontrar un trabajo y malviven entre la espada del hambre y la pared del desahucio. Son hombres y mujeres que acuden a comedores sociales, desmigajando en ellos honores y cualidades, venturas pasadas y providencias de caridad presentes.
Inmigrantes, mendigos forzados, abandonados sin nombre ni razón social.
Son seres perplejos que pululan en las sombras apocalípticas de una civilización que no aprendió de su historia pasada, que huye de un enorme ente desconocido que la persigue para hacer justicia universal.
Aquella solo sabe huir, huir hacia delante, devorando a su paso todo recurso energético y alimentario, sin rumbo conocido, a la deriva de un destino incierto pleno de encrucijadas, hondos valles, altas colinas, terrenos pantanosos de arenas movedizas, hincada hasta las rodillas, sin brújula, sin planos cartográficos. Su monstruo se acerca; es el ángel de los marginados.




                                   

  
                                             ARREBATOS FATÍDICOS




Farnesio ha sufrido recientemente un broncoespasmo infeccioso que lo ha puesto ante la boca misma del lobo, por ser, además, un fumador empedernido. Su esposa, una mujer de temple calmo y parsimonioso como el de un galápago, lo lleva advirtiendo y previniendo desde que se casaron hace cinco años: !deja el tabaco Farnesio, que será tu ruina¡ él es un hombre bajito, fibroso, sin tejido adiposo, de piel morena y aceitosa, ojos inquietos, pelo rizado, andares cortos y rápidos, gestos y dicción alterados, enervados, puro nervio en acción.
Su esposa es más alta que él, de ciento cincuenta kilos de peso, rostro afable, pacífico, con esa sonrisa que transmiten las personas obesas, satisfechas y desacomplejadas. Lorena posee además el don o la virtud de transmitir su impasible y armoniosa tranquilidad a toda persona que se acerca a ella.
Ambos se casaron enamorados y hoy siguen entrelazados en  el cariño y la complicidad recíproca, si bien la estabilidad y sosiego de la casa, el carácter y el dominio de la situación convivencial de dos temperamentos tan contrapuestos, lo dirige ella desde su visión realista de la vida, cual acepta de la forma y modo como se presenta, con cierto optimismo pero sin adornos de comedia ni arrebatos dramáticos.
Ella es el consuelo de la inquietud ansiosa permanente, del pesimismo endógeno, de la angustia vital desgarradora de farnesio, que acude a sus faldas como un niño abandonado a descargar sus frustraciones, contradicciones internas, obsesiones depresivas de su drama vital, en forma de sollozos entrecortados por frases de soledad interior y vulnerabilidad de un ser hipersensible ante la existencia.
Ella no es una santa, lo maneja a su antojo y lo desprecia con cierta pena en lo más íntimo de su ser.
él es rencorosillo con sus amigos,  maledicente, irritable ante la menor adversidad, blasfemo y grosero en su forma de hablar; tiene una pequeña finca de olivos que él administra y trabaja, sale al bar al mediodia y por la noche y tiene disputas con todos cuando está algo cargado de vino o licor.

Su único amigo, Fidelio, a quién el respeta y tolera todas sus bromas que sólo consentiría a su mujer, es de naturaleza transigente,  comedido, de gestos suaves y labia seductora y envolvente que crea un espacio agradable en la comunicación directa y sin reservas.
Farnesio le confiesa todas sus venturas y desventuras, sus arrebatos sin causa, de los cuales se arrepiente, tropezando en los mismos reiteradamente. Es imprevisible y todos sus amiguetes de barra evitan su compañía, no por miedo a enfrentarlo, sino por sus íntimos rechazos a jugarse su honor y dignidad ante un hombre quisquilloso y dado a la bronca ante la más mínima herida de su orgullo.
Suele llevar una falcata en el bolsillo, con la que entretiene sus ratos de descanso pelando ramas de olivo, tallando figuras de todo tipo y disparándola hacia viejos troncos.

El día de cumpleaños de Fidelio, estaban todos los asistentes habituales del bar bastante achispados, sonreían, bromeaban, contaban chistes, y hasta cantaban; pero la lengua del alcohol suele derivar hacia derroteros peligrosos por su euforia desmedida, su osadía e insolencia natural, desprovistas de todo freno racional. Uno de los más lanzados comenzó a bromear sobre las mujeres, de sus propias cualidades como amante, de sus lances amorosos, disparando contra la vida sexual monótona y aburrida de los otros, incluyendo a sus desvirtuadas esposas.
Todos sonreían sus ficticias fanfarronadass, excepto Farnesio, que comenzó a palidecer con un tics nervioso en el labio superior, cuando aquél parlanchín etílico se preguntó que haría por las noches un petate como Farnesio con una tanqueta de aquellas dimensiones como era Lorena; Fidelio cogió instintivamente del hombro a su amigo, el más bajito de la reunión, y lo atrajo hacia sí; éste pidió al beodo que repitiese con claridad lo que había querido decir; los otros asistentes intentaron acallarlo, pero su lengua disparó de nuevo diciendo que cómo un hombre podía haberse enamorado de una gorda monumental, que no había donde meterle mano. Recibió dos puñaladas que afectaron al estómago y al intestino; llegada la ambulancia a por el herido, Farnesio fue arrestado y llevado a la comisaría, junto a los testigos que presenciaron los hechos. Se vio envuelto en un delito de homicidio frustrado con arma blanca y fue condenado a dos años de prisión. Pasó los dos años más infernales de su existencia, pues la catadura de los enchironados era más peligrosa y de menos rodeos a la hora de la trifulca, así que fue humillado, deshonrado y mancillado, no sin antes cuartear con navaja casera el rostro de uno de sus violadores, que al final consumaron el acto y fue gravemente herido tras un apaleamiento brutal.

Su vida en la cárcel fue un verdadero calvario; estuvo aislado en una celda solitaria y no salía a las horas de patio y solaz de los presos, por temor a nuevos conflictos sangrientos que alargarían su estancia  en aquel recinto de desquiciados mentales; no obstante, su verdadera pesadilla comenzó al salir de  la cárcel y enterarse de tinta fidedigna que su mejor amigo había hecho buenas migas con la esposa a la que adoraba; así que era un hombre libre, las rejas le habían enseñado a manejar sus nervios y prudencia, pero la traición de las personas a las que más estimaba lo sacaron de quicio, enloquecieron su instinto agresivo, pero su estancia en la cárcel le había inculcado que la venganza era un plato precocinado y frío.
Así que saludó a la gente del barrio que se tropezó, fue a casa de su amigo y le invitó a cenar aquella noche en su casa para celebrar su bienvenida.
Saludó a su esposa efusivamente y, aunque él ya había notado algo sospechoso, un cierto distanciamiento e indiferencia en sus visitas a la cárcel, quiso desenmascararla, la cogió de su rostro y la miró fijamente a los ojos, preguntándole cuánto tiempo llevaba engañándolo con su mejor amigo;
tan de sopetón le llegó que no supo o no pudo reaccionar.
Le confesó que al poco tiempo de estar enjaulado, Fidelio comenzó a visitarla asiduamente con la excusa de saber de él y entraron en el torbellino de la pasión amorosa, hasta tal punto que ella se divorciaría de él para casarse con Fidelio.
Farnesio se tragó unos cuantos sapos como puños, pero su venganza se mostraba como el plato más dulce del postre y mantuvo la compostura, diciéndole que aquella noche cenarían como amigos y él buscaría su destino con otra mujer, pues aún tenía cuarenta años y la vida por delante.

Aquella noche se sentaron los tres a la mesa, con buen vino, entremeses variados y unos buenos lomos adobados. Charlaron de cosas insulsas, de su vida como preso, que él pintó como ejemplar, de sus olivos, en el campo próximo a la ciudad, de sus futuros como marido y mujer, del suyo como divorciado y libre para conocer a muchas mujeres, de los quiebros que da la vida y las sorpresas en tan poco tiempo. Cuando acabaron la cena se fueron al salón a tomar café y Farnesio se disculpó para ir al baño; entró en un cuarto donde guardaba sus ropajes y enseres de labranza y de caza; gorras, escopeta, cartuchos, botas camperas, fajas riñoneras, linternas...y en un cajón del aparador su gran faca de hoja reluciente, recia y afilada, con la punta curvada hacia arriba; la metió en su bolsillo de cazadora y salió con un brillo especial en sus ojos que puso en alerta a su amigo, que se levantó al instante, preguntando si se sentía mal. Farnesio se acercó a él sin prisa, sacó la falcata, activó el pulsador de los muelles de abertura; su enemigo puso las manos delante, una de ellas fue atravesada y la segunda embestida de abajo arriba, alcanzó su corazón, dejándolo fulminado en el acto.
Su esposa , que intentaba salir de la casa, se encontró con la cerradura echada sigilosamente por él.
Golpeaba la puerta con sus puños mientras él le decía : !cuanto te he amado Lorena, no lo puedes imaginar¡ Cogió su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás y le tajó el cuello  con una honda brecha; ella miraba desangrándose desde el suelo, sin espanto ni temor, cómo el cogía con una mano su propio cabello rizado, aceitoso y con la derecha se rebanaba el cuello con un grito ronco, borboteando sangre por boca y cuello. Esposa y marido se miraron unos instantes bajo el enigma de la incredulidad...







                                                 EL  CELADOR



El celador del hospital de santa Marta padece de una angustia social congénita y él lo ignora. siempre está inquieto, rehuye la conversación cara a cara y pasa de puntillas, tenso como la cuerda de una guitarra, ante la menor aglomeración de personas.
Su enfermedad es ciertamente cruel, pues tiene sesenta años y no ha conseguido madurar ni realizarse como persona. Vive solo, sus padres murieron y está soltero por ser incapaz siquiera de iniciar cualquier protocolo de acercamiento a una mujer. Nunca se ha acostado con una hembra sin pagarla y aún así le tiemblan siempre las piernas como si fuera la primera vez y no disfruta del sexo por su tensión nerviosa, que apenas le deja cumplir su objetivo. su patología juega con él a desviar la mirada mientras habla sin razonar bien lo que quiere decir por su ansiedad permanente; a desconectar de cualquier reunión por excusas inventadas, a encenderse de colores varios cuando le preguntan por su soledad y vida privada, a asumir los deseos de sus compañeros como órdenes porque no es capaz de argumentar con solidez su propia opinión. Todos saben de su acomodaticio carácter, pero ignoran su origen como él mismo, que se devana los sesos preguntándose porqué es el mismo sujeto que cuando tenía veinte años, porqué no es capaz de sentarse a dialogar con cualquier persona de tú a tú sin sentir ese desbarajuste de una inteligencia emocional secuestrada en lo más íntimo de su desvalido ser.
Él, por naturaleza analítico, que comprende tan bien a la gente en el día a día de su profesión, a los enfermos que llegan de todas las edades a urgencias y el traslada con cariño a los servicios médicos, es incapaz de generar un estado de confianza mutua, de complicidad con sus compañeros, que lo juzgan como ser antisocial y egoísta, variable e inseguro. Comodoro sólo encuentra un remanso de paz en la soledad de su rico mundo interior, allí donde no interfiere nada ni nadie. Piensa en la vida como una gran comedia donde él está inserto como personaje trágico, extraño a la extensa obra de teatro.

Recuerda cuando se sentaba en las últimas filas de pupitres del colegio o le entró aquél ataque de reumatismo nervioso que dejó sus piernas rígidas y andaba como un frankestein sin poder doblar las rodillas, cuando se sabía y comprendía perfectamente los temarios y era incapaz de contestar una sola pregunta en los exámenes orales y maldecía su existencia y cobardía ante la vida.
Rememora con angustiosa pena su etapa de alcohólico durante quince años, sin saber que era el medicamento inadecuado, que tomaba para superar su agonía vital, le acercaba a un mundo que él veía extraño en su estado natural y le facilitaba la comunicación con los demás, consciente de ser un actor de sí mismo, convertido en marioneta, a veces bufonesca, otras grosera y finalmente agresiva sin causa.Volvía de aquellos viajes con la resaca de la ansiedad depresiva, sintiéndose humillado, apocado, huidizo de una realidad que se agigantaba y erguía como barrera infranqueable en su estado sobrio; en los últimos compases de aquél baile etílico, ya no bebía  para sentirse eufórico e integrado en la sociedad, pues era repudiado como alcohólico empedernido, apoyado sobre cualquier barra, aislado, más solitario que nunca; ahora bebía sólo para no sufrir el síndrome de abstinencia.
Un centro de rehabilitación le salvó de la muerte por cirrosis...
retomó sus estudios y logró su actual puesto de celador, en el que lleva veinte años. No volvió a probar una gota de alcohol, pero su angustia  social, asumida ya como algo inevitable, sigue amordazando su existencia.
Hace un año, se ha incorporado al hospital un nuevo celador, altivo,, desafiante, adulador con superiores, médicos y enfermeras, pero fanfarrón y coactivo con los de su mismo rango profesional y servicio de la limpieza. De carácter arrollador y autoritario, a la semana de ingresar en Santa Marta, ya sabía de la débil ductilidad de Comodoro y empezó a delegarle las tareas más pesadas de trasladar a los enfermos más graves, a subirlos a las plantas más altas del edificio y corretear por los pasillos del hospital, transportando a los pacientes en sillas de ruedas para análisis, radiografías y demás pruebas solicitadas por los médicos.
Llegaba a casa hundido, humillado, maltrecho ante su incapacidad para hablar con propiedad sobre la carga compartida de trabajo más duro con quien consideraba no como compañero, sino como enemigo atragantado en los pensamientos más turbios de su vida.

Un día cualquiera, de los tantos nefastos de su existencia, el celador compañero, subido a las barbas de la soberbia intimidatoria, le indicó con tono despectivo que limpiase las colillas de la puerta hospitalaria. Comodoro se puso pálido y contestó que eso era trabajo del servicio de limpieza y no se pasase de listo; el otro le miró con gesto amenazante y le repitió la orden, cogiéndole del brazo con energía. Un volcán abrasador estalló, expandiéndose por el sistema nervioso de Comodoro;              
lanzó tal descarga de energía con el puño cerrado, en el rostro de aquel hombre, que fue a dar con la nuca en la hilera de una fila de asientos, donde quedó inerte; los médicos acudieron en su ayuda; sus cervicales se habían descoyuntado, falleciendo en el acto.
Comodoro, al ver aquél hombre muerto por sus propias manos, miraba los rostros que le juzgaban, el cuerpo en el suelo, sentía el fino silbido en sus oídos como una pesadilla infernal, en la que hubo un tránsito de lucidez clarividente; no sólo se vio a sí mismo saltando desde una ventana, sino que lo llevó a cabo de modo fulminante; era imparable; subió las escaleras de dos en dos, subió a la quinta planta y entró a la habitación de un enfermo que daba a la terraza exterior, apoyó en un salto elástico una mano y un pie en la baranda; en un brinco ágil y decidido, saltó al vacío liberador de la muerte...


                        

                                                    EN TUS OJOS



En tus ojos vi la luz y la penumbra.
La luz del sabor, del aroma, del tacto de mi alma desde la tuya; el brillo de esos misterios que delatan fugaces sus hondas raíces, extensas, perdidas en el albor de los tiempos.
En ellos he visto el amanecer de la vida, la pena y el llanto, el éxtasis de sentir el flujo de esa pre-esencia existente que sólo muere en la materia caduca; la flor de un día, el vuelo mágico de esa paloma blanca que se resiste a ser abatida ni humillada;
la chispa magnética fulgurante que desenfunda mis más recónditos secretos y salen a la luz de tu día, de tus ojos que hacen sentir en los míos lo que descubro en los tuyos. Ellos me desvelan poderes mágicos, ocultos, que tú desconoces y me siento libre, seguro y dichoso de saberme protegido por la misma energía que proyectan desde su atemporalidad divina; ese hilillo de savia vieja y nueva entremezcladas y confundidas en el origen de la vida.
Alguna penumbra de dolor, sí, transitorio hechicero de plumas efímeras y dientes desgastados por el sinsabor de su derrota ante el magma fluido de la esencia de tu ser, eterno, sin principio ni fin.
Ese trance sesgado, sigiloso, expresivo de tus ojos que me dejan sin habla y me muestran el horizonte y el mar en un beso, la montaña y el valle en un abrazo, el susurro más lejano de las estrellas y su cielo, el albor de un nuevo día cada día entre pestañeos que arrinconan mi vértigo ante la existencia  y duermen todos mis miedos.
En tus ojos, los de cada uno de nosotros, están escritas la nada anterior a algo, la ilusión antes que la realidad, el sueño antes que la vigilia, el amor como catalizador de la creación y el alma como núcleo desde la que desprenden su verdad divina.





                                           LOS FIGURINES DE LA MUERTE





El ancla es una modesta localidad de dos mil habitantes situada junto a la costa mediterránea, con anchas calles y viviendas de similar morfología: amplias, de plano cuadrado, una sola planta, espacioso patio interior y amplio porche exterior con barandas ornamentales de escayola y macetones de plantas muy variadas. Sus interiores contienen amplio salón, sala de estar, dos cuartos de baño , gran cocina y tres extensos dormitorios.
Es un pueblo pequeño, joven, ubicado en una gran explanada con miras a continuar su expansión urbanística; posee una gran plaza rectangular con escasos edificios públicos como la iglesia, oficina de correos y centro administrativo de la alcaldía pedánea, pues carece de ayuntamiento; además está la casa del médico público con los servicios básicos de asistencia primaria.
Desde las colinas más próximas se divisa, bajo el sol de la mañana, un cuerpo blanco homogéneo, diminuto frente al enorme mar mediterráneo que lame su reflejo doscientos metros más allá.
Sus habitantes viven de la actividad hortofrutícola bajo amplios invernaderos dotados de las últimas tecnologías tanto en riego como en el mimo de las plantaciones, de gran rentabilidad y fácil salida comercial.
Es un pueblo donde todos están interconectados, más en su vida profesional de empresarios -trabajadores con buenos ingresos, que en su vida privada y de ocio; el buen nivel de la pedanía no resta tensiones, rivalidades de intereses, rencillas y enemistades.
La envidia y el recelo mutuo suelen nacer al lado del egoísmo y ambiciones personales, malas yerbas que aquí suelen crecer al lado de los generosos recursos y ansias de enriquecimiento.
El doctor Olmedo lleva cinco años en el pueblo, cedido desde el centro hospitalario de la villa a la que pertenece esta pedanía; es un hombre de cuarenta años hiperactivo, tenso, que se come las palabras por su acelerada dicción. Su trato profesional es cortés y correctamente educado sin ofrecer ningún grado de confianza con sus pacientes; su personalidad es neurótica, fragmentada e imprevisible, más autodestructiva que ofensiva hacia los demás. Como profesional está bien dotado y tiene alto sentido de la responsabilidad.
Su matrimonio con una joven y bella esposa es desequilibrado e inestable, como así son ellos mismos, pues ella, aunque tapa su amargura existencial y desprecio a todo lo que se mueve con la indiferencia, es igual de esquiva e impredecible.
Los fines de semana los pasan en su villa natal y sus salidas en el pueblo, aparte las obligadas para comprar en el supermercado, son contadas y casi siempre en compañia del párroco y alcalde pedáneo, hombres bondadosos y comprensivos.
La vida monótona y parsimoniosa de la localidad, agudizan los nervios del médico, acostumbrado a tener una agenda completa de pacientes en la villa donde ejercía y aquí puede contar con los dedos de una mano y no a diario; su esposa y él están hastiados y no tienen salida, pues no le conceden otra plaza.
! no duermen, no disfrutan, no viven¡ Han llegado a tomar odio al pueblo en sí mismo, desmerecidamente, pues son gente trabajadora, que se acuesta pronto y se levanta antes, con muy poca vida social. Eso sí, el pueblo adolece de ese sustrato común de los viejos pueblos de hondas raíces de convivencia, gestadas por muchas generaciones que conforman una solidaridad común.
El ancla es de reciente construcción y de nueva planta generacional, pues su gente, joven en su mayoría, proceden de distintas áreas geográficas con variados criterios en costumbres y formas de vida; no es un ámbito de discordia, pero tampoco han madurado esos lazos de convivencia, cohesión social con puntos de encuentro común, hábitos compartidos y costumbres populares que otorgan a una comunidad su personalidad y solera propias.En definitiva, no se respira aquí ese aire de mar añejo, de casas con aromas de aliños viejos y perfume humano de hospitalidad y acogida, ni calles con aceite viejo y olores de incienso requemado por las procesiones, ni bares con ese tufillo a cartas manoseadas, a café viejo, tabaco y vino derramado...

El médico ha encontrado para su propósito de enconar los ánimos como venganza por su suerte, a un pueblo que se acuesta pronto y cansado, bares cerrados a las doce y calles desiertas; cargado de grandes tizas negras, sale a las dos de la madrugada con zapatillas de deporte, oído y vista bien aguzados y se dirige a las casas de los hombres más conflictivos y violentos, dibujando grandes figuras esquematizadas, en las que resaltan una carabela, dos brazos alzados terminados en cuatro apéndices y el cuerpo en forma tubular, sin pies; un dibujo tan simple le lleva poco tiempo y a las cuatro de la madrugada ha culminado su fechoría con cuarenta casas pintadas, dispersas y nunca contiguas.
Vuelve a su casa satisfecho, sin haber sido descubierto; a su esposa esta broma con intención maligna no le da buen pálpito y se lo hace saber. El calla y se acuestan.
La mañana siguiente es tranquila, aún no ha salido el sol y se dirigen todos a su trabajo.
El problema inicia su andadura cuando esposas e hijos descubren figuras tan grotescas y provocativas en sus fachadas; comienzan los rumores e incógnitas de quién ha podido ser el autor y porqué han sido discriminadas unas casas sobre otras; las afectadas apelan a recuerdos de roces, rencillas, disputas pasadas y presentes, para posteriormente agigantar su imaginación y buscar posibles culpables; se está sembrando la semilla de la tragedia.
A la vuelta del trabajo, los hombres no le dan demasiada importancia a las pinturas, ha podido ser una broma de mal gusto, pero las calaveras se fijan en sus mentes como símbolo ancestral de muerte, en este caso dirigido a sus propias familias.
Comienza la tarde de dominó en el bar y los comentarios de unos sobre otros y de otros sobre unos; de pronto se levanta el personaje más gallito y temerario diciendo en voz alta que va a cortar los cataplines al autor de esta provocación. Nadie contesta, pues todos son inocentes, pero sus palabras amenazantes retumban en sus oídos como un desafío; máxime viniendo de quien es desleal a sus compañeros, critica y busca conflictos donde no los hay.
La tensión está a flor de piel y un aire enrarecido recorre el local. Las mentes de los contertulios liberan sus alarmas, aflorando sentimientos reprimidos y letales como la traición, envidias rencorosas, difamaciones y un amago de odio y venganza, convirtiéndose los figurines en espoleta de un explosivo activado. Máxime en un pueblo cuyo deporte favorito es la caza y cada cual posee un arma en casa. El camarero palidece ante lo que está intuyendo.
Un hombre sentado en otra mesa distinta, algo envalentonado por el wiski, le responde al primero si no habrá sido él mismo y quiere taparlo culpando a los demás... Comienzan los primeros golpes y silletazos, el alboroto se generaliza fuera del bar y comienzan las primeras heridas de sangre, deseosas de ser vengadas; algunos se dirigen a sus casas a por las primeras escopetas; el primer muerto destruye la razón y se generaliza el instinto animal más reptiliano del cerebro; las calles se convierten en espacio de guerra abierta de todos contra todos; la muerte y la sangre agudizan los instintos criminales y la sangre corre por las calles de asfalto nuevo que la absorbe y la evapora, sublimando la lujuria de la muerte.
Cuando la masacre se ha consumado se hace el silencio un instante para dar paso al griterío enloquecido de madres e hijos que salen de sus casas buscando a sus muertos; el alcalde del pueblo avisó ambulancias y policías y el ruido ensordecedor de sus sirenas, se mezcla con el olor a sangre y el agrio sudor del miedo. Es una tragedia de colosal dimensión con cincuenta muertos y veinticinco heridos graves.
El médico, paralizados todos sus músculos, sólo tuvo energía suficiente para coger un revolver de su padre, meterse el cañón en la boca y realizar un solo disparo.
Pronto supo la policía que él fue el autor de las pintadas y su mujer fue absuelta por no haber sido cómplice ni instigadora.
El pueblo fue desalojado, vallado y rodeado de cruces en recuerdo de las almas de aquellos desdichados. Alguien, con macabro sarcasmo, había colgado mucho tiempo después, un cartel en la valla de entrada con la frase: el pueblo fantasma de los figurines de la muerte..





                                             EL MONTE DEL OLVIDO





El monte del olvido es una extensa cumbre, a cinco kilómetros de la gran ciudad. No hay maleza, arbustos o árboles vivos. La vida se ha retirado de la gran loma y sólo quedan los esqueletos muertos de los árboles más grandes y un terreno estéril y hostil; es como un un iceberg en un mar templado, siempre hace un frío gélido en invierno o verano. Ningún animal rodea las faldas de esa cima inerte, que transmite una sensación de soledad y muerte, espeluznante y misteriosa.
Quien entra en esta colina es por voluntad propia o forzada, bajo el peso de un conciencia negra y degenerada, irreversible en su descomposición e incompatible ya con la más mínima dignidad para mantenerse entre los mortales comunes. Al cruzar la puerta de entrada, no se podrá salir nunca de este hábitat cerrado, presidido por la muerte como figura meramente simbólica, pues allí la inmortalidad durante siglos es la pena máxima para sus habitantes, cuales no requieren de casas, alimentos ni vestidos.
Sus cuerpos son esqueléticos, sus rostros consumidos, desdentados o atrofiados por su inutilidad. La brisa gélida es el alimento que absorben los poros de la piel blanquecina y rugosa de unos seres que deambulan día y noche sin dormir ni poder comunicarse entre ellos; gesticulan con sus lenguas y sus manos sin ser oídos ni comprendidos; cada individuo recibe en su cerebro la comunicación que quiere transmitir , pero allí queda encarcelada para siempre; reullen las miradas entre sí, para no sentir mutuamente el oscuro abismo de sus almas corroídas y oxidadas; todos mueven sus lenguas en un vano intento de ser oídos y atendidos por un ente superior que los libere de este cruel purgatorio .
Saben porqué están aquí y quieren desinfectar sus conciencias, pero está tan arraigado el mal en su interior, que la mayoría tarda siglos o milenios en volver a sentir la liberación de sus espíritus.

Todos caminan descalzos sobre el suelo gélido,harapientos, sin rumbo ni orientación; chocan entre sí, se levantan y siguen su camino en círculos, recordando sus vidas de lujo pasadas y sus privilegios  que les han arrastrado hasta aquí; desearían desesperadamente volver al mundo terrenal y llevar una vida humilde y digna, pero nunca volverán a respirar la brisa de la naturaleza y el mar, pasear por la ciudad como seres anónimos, dialogar, abrazar a seres queridos, intentar el camino de vuelta para ser aceptados entre la comunidad. Agotaron sus últimas posibilidades en su vida anterior y han de aceptar los siglos o milenios de penitencia que sus propias mentes les imponen, para que, de tiempo en tiempo, se abra en el cielo neblinoso un gran claro azul que vaya elevando almas limpias hacia el espacio divino.
Hay un gran árbol gigante, en la cima más alta del relieve inerte, donde cada día suben personajes importantes de la vida mundana: reyes, príncipes, políticos, jueces, banqueros, militares de alto rango y jerarcas de la iglesia. La muerte preside la reunión y todos se cubren con viejas mantas sus espaldas encorvadas; sus manos quedan libres para manejar las cartas en los juegos de poder que mantienen a diario. La baraja, con su suerte o infortunio, destrona a un personaje diario que baja del gran árbol y sube un nuevo aspirante al único refugio de la colina. La muerte es el árbitro del juego y vigila con atención cualquier trampa que se produzca. Si es así, inmediatamente corta el cuello del transgresor con su guadaña.
Son muchos los reyes y personajes de alto rango que siguen gesticulando en el suelo con su cuerpo por un lado y su cabeza parlanchina por el otro, sin transmitir ningún sonido.
Sin posibilidad de volver a participar en el juego y su incapacidad para poder moverse por sí mismos, éstos son los personajes que han caído en el último escalafón de la bajeza y son despeñados por acantilados en grandes fosos donde cuerpos y cabezas ajenas se entremezclan entre sí, esperando el día que su conciencia esté limpia para elevarse al firmamento.
Nunca sale el sol en esta paraje; está cubierto por una espesa capa de niebla oscura que ensombrece los caminos pedregosos y apenas deja visible un horizonte cercano de rocas agrestes y afiladas, donde la perenne ventisca gélida crea múltiples sonidos silvantes de desierto agonizante.
Los árboles dispersos, muertos, están silueteados por figuras humanas que cuelgan de sus ramas más gruesas, en un último intento por quitarse una vida que ya murió para los demás seres de la tierra y se mantienen en este trance agónico hasta purificar su alma y entonces ascender como cualquier ser común a la esfera divina.
No hay salida posible de este monte; los guardianes de la muerte, invisibles para los límites externos, son seres de energía que proyectan lenguas vivas de fuego y achicharran los cuerpos furtivos, dejando grandes zonas descarnadas, tostadas y sanguinolentas en todo aquél que trató de acercarse a las fronteras prohibidas.
Los habitantes de la ciudad próxima lo llaman el monte de la justicia, ignoran lo que existe en su interior, pero sienten grandes convulsiones de terror cuando se acercan a sus límites.
La urbe carece de policía, de jueces, de jerarcas políticos o eclesiásticos. Han instaurado una democracia del pueblo, donde cada cual ha asumido sus derechos y obligaciones mediante un contrato firmado por todos los ciudadanos mayores de dieciséis años, hay un compromiso común en la igualdad de derechos y valor de bienes. Los excedentes de riqueza se destinan a recursos como la educación, la sanidad, el empleo y las pensiones presentes y futuras; no existe alcalde, sino un equipo reducido de administradores que rotan anualmente; las empresas se componen de directivos y trabajadores sin distinción de rango ni beneficios, cada cual ocupa su puesto según la aptitud para ello. No hay marginados, todos son necesarios de un modo u otro para el mantenimiento, la convivencia mediante exquisito respeto mutuo y la libertad de la comunidad.
El orden, los valores cívicos de la equidad, la tolerancia y abnegación por los más débiles, la lealtad recíproca en un frente común de avance hacia metas de bienestar solidario, son conductas asumidas y divulgadas desde mayores a pequeños y viceversa desde el colegio. De todo ello deriva un gran sentido responsable de justicia, pero como aún es una sociedad joven con viejos elementos enquistados en el pasado, los casos graves de injusticia se saldan mediante un largo pasillo formado por el pueblo que conduce directamente a la estremecedora puerta de entrada al monte de la justicia.
El penado va caminando entre la multitud con gesto suplicante;  no encuentra miradas de odio en su largo recorrido, sólo pena y conmiseración por seres que han sido reiterativos en sus atentados contra la comunidad y sin posibilidad de reinserción si no es en el destierro hacia el que se dirige irreversiblemente.
A veces son decenas de ellos los que caminan por ese largo pasillo silencioso, unos desafiantes y risueños, otros llorando, otros corriendo para escapar pronto al peso de su vergüenza, de rodillas, y los menos, empujados hacia delante por su miedo aterrador a enfrentarse a un destino que eligieron por sí mismos, tras despreciar el perdón de todos en reiteradas ocasiones.
Tampoco se ha negado la entrada a todo aquél, sea de esta ciudad u otro país, que ha solicitado voluntariamente su entrada en el monte de la justicia, único lugar del mundo donde se pueden depurar, con larga paciencia y un esfuerzo descomunal de voluntad propia, las almas más crueles, inmorales y corruptas del universo vivo...






                                                 SONRISAS AMARGAS



El niño nació riendo en cascadas largas y pronunciadas; los médicos le daban cachetes para abrirle el conducto del llanto habitual, pero más ahondaba en carcajadas de esas que contagian y sorprenden cuando un niño normal las emite desde su cuna; cuando calló, el bebé tenía una sonrisa perenne dibujada en sus labios mientras dormía en los brazos de su madre.
Extraño caso que tenía sorprendido a todo el módulo de maternidad, pues siguieron comprobando que los lloriqueos en un niño normal cuando quería saciar su hambre o estaba desasosegado, se traducían en este caso particular en ataques de risa bien sonoras que contagiaban a médicos y enfermeras, sin encontrar respuesta para el excepcional evento; ni tras hacerle una revisión exhaustiva de todo su cuerpo, especialmente de garganta y cuerdas vocales. Nada, sano como pera.
así que fue dado de alta y pidieron a su madre que avisara si cambiaba la risa en llanto, pero el niño, testarudo como él solo, salió andando a los siete meses de edad, tras muchos trompazos contra muebles y suelo, entre largas carcajadas de risa que ya empezaban a mosquear a la madre.
No aceptaba biberones, solo teta y al año de edad seguía mamando, con dientes, de los pezones de su madre, cual se cansó del mamón y empezó a darle potitos con risa o sin ella.
El inicio del colegio supuso un gran alivio para la madre soltera, que debía compaginar su trabajo como dependienta en un comercio de textil y moda con los cuidados del niño tras recogerlo de la guardería. En ésta estaban hasta el colletín de un niño que tenía desorientados y con los nervios soliviantados a cuidadoras y demás compañeros; reía a carcajadas mientras se orinaba en los pasillos o mordía como un felino a los demás infantes sin motivo y por sorpresa, pues nadie esperaba tales arrebatos de rabia en un niño que, ciertamente tenía una dulce sonrisa y una carcajada capaz de contagiar a sus agredidos.
El colegio de párvulos era para Ataúlfo como una prolongación u apéndice de la guardería; su conducta no cambió y su madre fue conminada a domesticar aquella fiera salvaje; como no entraba
 en razonamientos con las mejores armas seductoras de amor y cariño, de regalos y sugestiones, la madre se arremangó utilizando las mismas armas que su vástago, la testarudez, los pellizcos retorcidos, espargatazos y bofetadas bien sonoras en el rostro del rebelde; éste, comprobando el látigo en sus propias carnes, se fue aviniendo a chiquitas y siguió emitiendo carcajadas, ya sin animo de saña ni violencia.
A sus dieciseis años, su enojo se tornó en timidez e introversión y acudía a clase de colegio como animal a matadero. Sus compañeros y profesores sentían como una ofensa burlesca aquellos torrentes de risa fuera de tiempo y acomodo; así que se vio relegado a la marginación de sus colegas y a los suspensos repetidos, por ojeriza de los maestros y falta de concentración propia. Sus conversaciones, entrecortadas por la risa no se tomaban en serio, sino que en bastantes ocasiones fue agredido por varios compañeros violentos que arrastraban ciertos complejos o defectos físicos, pensando ser objetos de burlas por parte del risas, como le apodaron en el colegio.

Con dieciocho años, Ataúlfo había abandonado el colegio y era cinturón negro de artes marciales en kárate. No había escogido este deporte por verdadera vocación, sino como arma defensiva ante la que consideraba su maldita risa nerviosa y descontrolada que le estaba amargando la existencia, pues no podía asistir a actos públicos sin tener altercados con gente que se daba por aludida y ofendida con su risa; tenía que defenderse intentando no dañar a nadie por su pericia en la lucha.
Su único amigo, al que conoció en el gimnasio entre golpes de kárate y batacazos en la lona, fue el único que realmente comprendió el calvario que padecía Ataúlfo; su risa era como un tics nervioso natural; no sólo estaba desprovista de la más mínima burla hacia los demás, sino que él le había confesado que era como la tortura de un dolor crónico; que no conocía la alegría ni tuvo un solo momento de dicha en su vida; su madre sabía que rogaba a Dios por sanar de este mal que impedía transmitir sus verdaderos sentimientos y desahogarse con lágrimas que pugnaban por salir de su alma y su estúpida risa lo impedía; rogaba por perder esa sonrisa forzada de su rostro y esas cascadas en ristre que lo sumían en la desolación.
Quería se un hombre serio en el semblante, vivir el silencio y la calma de la soledad y el sosiego de un ser normal, dialogar con las personas e inspirar la confianza que su descalabrada risa le impedía transmitir.

Cuando acabaron sus estudios de profesores titulados en artes marciales, su amigo le propuso montar un gimnasio como socios con un crédito avalado por sus respectivas familias. La madre del risas se jugaba su propia casa y su nómina de trabajo, pero decidió apostar fuerte por el futuro de su único hijo y la ilusión de su empresa. Ambos amigos salieron adelante con esfuerzo y penalidades; el negocio daba escasamente para vivir y Ataúlfo quedó solo al frente del mismo; todos los alumnos se fueron adaptando a la letanía de sus ondas risueñas sin sentido y él les explicaba la desdicha de su mal.
Nunca hubo en su vida una mujer, excepto su madre, aquella perpetuidad risueña había secuestrado el resto de sus emociones, excepto la de la honda amargura existencial, una perenne ansiedad que pululaba un sudor agrio por todos los poros de su piel y una mirada hundida, seca, inmóvil en la penumbra de su soledad interior.
El día que murió su madre destruyó los cimientos de la tierra con el poder de su mente y golpeó fuertemente su rostro con sus expertas manos de karateca, hasta desfigurar aquella caricatura que no sentía como suya, sangrante y provocadora frente al espejo; golpeó su cabeza contra el cristal y cogió su propio cuello con  ambas manos para ahogar aquél torrente discordante de su vida; cayó inconsciente al suelo y a las dos horas despertó con los músculos de su rostro inmóviles, su laringe y cuerdas vocales no podían articular palabra ni emitir risa alguna. Sus vecinos de abajo sintieron un gran golpe y llamaron a su puerta, preocupados por su estado tras la muerte de su querida madre. No encontraron respuesta y llamaron a una ambulancia temiéndose cualquier desvarío repentino; fue ingresado en el hospital y curado de sus heridas, pero su rostro quedó paralizado, con una mueca recta, seria y silenciosa de sus labios, pues quedó mudo para siempre.
Nunca se jubiló de su profesión; siguió dando clases con gestos expresivos que sus alumnos y alumnas asimilaban rápidamente; llegó a ser el más prestigioso maestro de la ciudad en su arte.
Jamás volvió a sonreir ni tampoco pudo derramar ninguna lágrima de esas que queman en las mejillas, para transmitir al mundo y a la naturaleza la desdicha de su alma y la crueldad a la que ésta había sido sometida sin motivo ni pecado...





                                         

 
                                             DESARRAIGO SOCIAL



Aquellas dos detonaciones quedaron fijadas para siempre en los entresijos más profundos de sus neuronas. No había luz, ni campo, calles, espacios de compañía o soledad , sugestiones de reconciliación con la vida, frases cariñosas de consuelo, manos que acariciaban las suyas y recorrían su frente con esa energía vital que despierta sentimientos o emociones fracturadas o sumidas en un pozo negro y seco; no había un solo hálito de esperanza para reconstruir los escombros de aquél terremoto.
Amanda no merecía aquella tragedia, pero ¿por qué?
Tres años antes había fallecido su padre de un tumor en la próstata, causando un gran impacto emocional y económico en la familia, pues era un hombre de carácter recio, perseverante y decidido ante la vida, el único que tenía trabajo y aportaba el sustento de toda la familia; su madre era de naturaleza débil y enfermiza, muy crítica con los demás, pero complaciente y egoísta para sí misma.
Su hermano, técnico en electrónica, parado y con veinticinco años, era introvertido, de inteligencia analítica, perfeccionista y fácilmente irritable.
Ella, Amanda, tenía veintidós años, estaba licenciada en psicología y su carácter era de luchadora tenaz, parecida a su padre, aunque con una tendencia a la autodestrucción ante la fatalidad cruel e inexplicable.
Había solicitado trabajo y enviado currículos a todas las regiones del país, sin obtener respuesta alguna. La muerte de su progenitor supuso un trauma que la dejó tambaleante y casi pierde los esquemas vitales de su razón de ser y existir. Sus años de estudio psicológico y su entereza para afrontar la responsabilidad de la casa, en la que vivía junto a su madre y hermano, tendió las redes necesarias para seguir luchando en un presente depresivo emocional y económicamente, desde un pais gobernado por mediocres personajes que estaban sumiendo a toda la sociedad en la desmotivación, resignación ante la impotencia para removerlos por vía legal a corto plazo y plantar al frente a nuevas generaciones en todas las instituciones, capaces de renovar la ilusión y exprimir el fruto del inagotable potencial socio-económico de una nación como España.
Amanda escuchaba las fuertes discusiones, interminables, entre su hermano y su madre, acerca de la escasa iniciativa de un chico de veinticinco años para encontrar trabajo, tener novia y buscarse un porvenir, para salir a la calle y cantar a los cuatro vientos que estaba parado y era un inútil en su casa, inepto para cualquier tarea, incluso del hogar. Que buscase, como su hermana por tierras, mares y cielos el sustento de una familia sin padre. El chico se desangraba por dentro ante la impotencia y se desahogaba contra su madre llamándola holgazana, incapaz como esposa y como madre, ser deprimido y estéril, egocéntrica y corrosiva hacia los demás, capaz de sacar de sus casillas al más duro pedernal.
Amanda conseguía, no siempre, encauzarlos hacia una relación de respeto mutuo, de sosiego ante una situación adversa de necesidad y pobreza que encrespaba los ánimos y hacía más difícil la convivencia, que pensaran en la memoria de papá, en su entereza y determinación, en su rostro afable contra los negros avatares en la inestabilidad del devenir humano.

Ella asistía a cursillos de todo tipo, lloraba con desgarros de las fibras de su alma antes de acudir a diario a organizaciones de caridad en busca de la cesta alimentaria para subsistencia de su familia, sin pudor ni vergüenza, recordaba aquellas clases de psicología que enseñaban a levantarse de los huracanes emocionales más nefastos para el equilibrio mental y pensaba cuán inútiles son las teorías si no has pasado por la experiencia de ver tus propias raíces en el vacío, expuestas al viento y al sol de una agonía lenta de desarraigo en tu propio país, en el campo donde naciste y te dieron de mamar, donde aprendiste los valores de respeto, generosidad, lealtad y amor a tu patria y a su gente, allí donde los juegos de los corros de tu infancia simbolizaban la justicia de manos entrelazadas sobre el objetivo del juego y el bien común.
Amanda recorría las calles de su ciudad demandando, implorando empleo como limpiadora, camarera, dependienta, cuidadora de niños o ancianos, ponía carteles en los supermercados para dar clases de psicología, rellenaba solicitudes en todas las bolsas de trabajo, reclamaba en el ayuntamiento la dignidad de ser un ciudadano con derecho constitucional a un bien básico de ley natural como es el trabajo o los recursos necesarios para la subsistencia de todo ser vivo sobre la faz de la tierra. Todo era inútil.

Pasaba entre manifestantes por una causa u otra del gran carcinoma social de la crisis capitalista, oía por la radio, veía en televisión o leía en la prensa abandonada, los casos de suicidios de personas que habían vivido con valor y dignidad, que habían sido secuestrados emocionalmente por un arrebato que abre la muerte como único objeto de liberación en un mundo que se cierra y atenaza con sus garras despiadadas del acero más sofisticado, a los más desprotegidos, a la intemperie de esa energía retroalimentaria de la ambición materialista.

Dobló una esquina con la cesta de alimentos humanitarios y dio un respingo su corazón, tropezó con un adoquín y cayó contra el suelo sin dolor alguno, esparramados los víveres por el suelo y su cabeza sangrante mientras miraba a su hermano apostado ante un recipiente con varias monedas de poco valor, apoyado sobre la pared con un cartel que indicaba: por favor, no pasen de largo, ayuden a un parado desesperado. Vio su semblante descompuesto, su barbilla temblorosa y sus manos agarrotadas cuando ella se levantó llorando a besarlo y él le explicó la imposibilidad de soportar las arengas de mamá y su propia decisión de aportar algo a la familia y mantener su dignidad por encima de la humillación de sentirse incapaz de sustentar a su familia. Ella le cogió fuerte su mano, convenciéndolo de la inutilidad de su gesto de arrojo para pedir en la calle, le condujo hasta su casa y Amanda mantuvo una fuerte discusión con su madre por arrastrar a su hermano al abismo del abatimiento moral y al absurdo de pretender vivir de la limosna de personas en situación similar a la suya.

Aquél primero de mayo, arropada en la gran manifestación llena de pancartas por el derecho al trabajo, sintió la pulsión de la primavera, entremezclada con un ligero velillo de ilusión y esperanza; todos unidos podríamos salir de aquella situación insoportable y desoladora para miles de familias que viajaban por el túnel en su mismo vagón.
Subió las escaleras de su piso soñando con su profesión sobre las ondas de un renovado optimismo, cuando sintió dos fuertes explosiones en su casa que reventaron para siempre cualquier ínfula de ilusión ni paz espiritual alguna. ! la vieja escopeta de su padre¡ ! aquella vieja escopeta de su afición de cazador¡ ! su hermano y su madre, Dios mío, quería verlos bien¡ su intuición le indicaba lo contrario, sus piernas le temblaban, su uretra se abrió y se orinó como una niña, sus manos torpedearon la cerradura con desatino y finalmente entró corriendo hasta el salón, donde estaba el cadáver de su madre con un boquete abierto en el pecho y el de su hermano con la cabeza destrozada, desfigurada; olía a pólvora vieja y a sangre de su sangre, a recuerdos de niña, de carreras por los pasillos tras su hermano y su muñeca,a días grandes, hermosos e interminables, eternos para siempre, de su niñez...
Se desplomó sobre el suelo de terrazo con el ruido sordo de un cuerpo inerte aún vivo...

Despertó en la sala de un hospital, fuertemente sedada y atendida por un colega de profesión; salió del hospital y se dirigió al tanatorio, veló a sus muertos y asistió al funeral de ambos, acompañada de algunos familiares y amigos.
Se plegó sobre sí misma, dejó de acudir a la caridad pública y apenas se alimentaba de los platos de comida que le llevaban sus vecinas con todo cariño. Dejó de salir a la calle, de ver televisión, de leer, en suma , de vivir... Fue atacada sin misericordia por una depresión de caballo que arruinó los rasgos mas amables de su juventud, envejeció física y mentalmente, se dejó llevar sin oponer resistencia a un hospital psiquiátrico. Ahora comprendía en carne propia la teoría, la idea, la voluntad que mueve a alguien hacia el suicidio; su cuerpo y su mente le eran extraños a sí misma, ya no pertenecía ni se sentía viva en este mundo, una fuerza interior suprema le conducía inexorablemente hacia el desenlace fatal para los demás mortales.
No hablaba con nadie, no contestaba preguntas y se tomaba los medicamentos bajo vigilancia médica, para luego, cuando lo conseguía, vomitarlos en el baño. Reía a carcajadas estridentes cuando oía a algunos compañeros dialogando en los pasillos sobre la enfermedad, la salud, los vaivenes de la vida, los desengaños de ilusiones, el bien y el mal, el amor y el odio, el sufrimiento y la paz espiritual...

Seguía con especial atención los trabajos de las limpiadoras; se quedaba fija, con la mirada perdida en las fregonas restregando  el suelo, en sus trajes blancos y sus guantes de látex mientras daban brillo a los gruesos cristales reforzados de la quinta planta sin abrirlos; así, un día tras otro, hasta aquél cuatro de septiembre en que abrieron las ventanas con un clic que hizo palpitar su corazón con energía.
Desplazó a una limpiadora con fuerte impulso, se subió al banquillo de limpieza y se puso a horcajadas sobre el marco del ventanal; respiró un aire contaminado y sucio, miró al cielo azul claro y limpio de la mañana, abrió los brazos como implorando algo y se arrojó al vacío de la muerte...






                                            ELVIAJE DE VUELTA




Amando y Adelaida son novios desde hace cinco años; tienen treinta y cinco y treinta años respectivamente. Él es médico especialista en traumatología y ella, enfermera, ejerce también en dicha especialidad; ambos trabajan en un gran hospital, son amantes de las motos y suelen acudir a casi todos los eventos deportivos de esta naturaleza. A la salida de uno de estos grandes premios, dentro de un espeso hormiguero de motos, las prisas por salir de los primeros para llegar a tiempo a un almuerzo, propició que Amando imprimiera gran velocidad a su moto, eufórico por haber ganado su favorito.
En un adelantamiento demasiado forzado, a mitad de una curva, la rueda trasera de su moto rozó la delantera de la moto a la que adelantaba; ésta zigzagueo pero pudo mantener el equilibrio; la de Amando perdió la trayectoria de la curva, derrapando la rueda trasera, para chocar con la baranda de protección lateral de la autovía. Amanda salió catapultada desde el asiento trasero y fue a parar a un terreno fuera de la autovía, dañándose la columna vertebral; Amando se partió la clavícula y pierna derecha. Todas las motos pararon para socorrer a la pareja y llamaron a emergencias sanitarias...
Ambos fueron trasladados a su propio hospital e ingresados en cuidados intensivos...
Cuando fueron dados de alta, él salio escayolado de clavícula y pierna, pero lo de ella era mucho más grave: presentaba una parálisis total, de modo que sólo podía mover la boca sin poder hablar y los ojos. Tenía que ser alimentada, lavada y vestida; su novio se sentía destrozado, más por ver a ella en aquella situación y su peso de culpabilidad que por su propio estado.

Adelaida había atendido en traumatología casos de todo tipo de accidentes, incluso como el suyo propio, viendo como se desmoronaba la vida de las personas, que exteriorizaban su deseo de haber muerto en los accidentes antes de quedar en su situación; ella los había atendido con todo su amor profesional y personal, estimulando su afecto a la vida, a la esperanza en nuevos avances científicos, a su tenacidad y lucha ante sus seres queridos.
Ahora, en su situación, comprendía totalmente a aquellos pacientes que renegaban de su propia vida y pedían ante Dios mismo, no haberla salvado.
En el tránsito de un minuto, había pasado de ser una mujer plena, vital, alegre, a gusto con su trabajo y su vida, a ser un vegetal pensante.
El primer mes de su nueva vida fue arropado con todo el cariño de sus familiares, de su propio novio cuando pudo andar cojeando, de multitud de personas de su trabajo, de amigos y conocidos... fue una etapa en que ella flotaba con las personas que la rodeaban, leía en sus ojos de afecto y compasión, sonreía a veces como si estuviera envuelta en la conversación y lloraba amargamente cuando se quedaba en el silencio de la noche de su existencia.
Pasado el tiempo de las visitas, cada cual comenzó a ocuparse de su vida normal, distanciándose cada vez más de un cuerpo inerte, inexpresivo, que solo iba quedando en el recuerdo de lo que fue.
Comenzaba a pensar, no sólo en el martirio de su existencia, sino también en el secuestro de la vida de sus padres y hermana menor, Melia, por su parte, pues ponían toda su dedicación, empeño y su inefable cariño, en sus cuidados personales.
Melia era más introvertida que ella y de carácter más serio y reflexivo, muy responsable y hogareña, gustaba de estar en familia y no le atraían mucho las fiestas; tenía veinticinco años, acababa de terminar la carrera de biología y su relación con los chicos había sido inestable y de corta duración.
Ella se había convertido en las manos, en los pies y en la traductora de la expresión de los ojos de su hermana. Melia le leía libros divertidos, limpiaba sus pañales como si de una niña se tratara, sin el menor signo de escrúpulo; la lavaba con extractos aromáticos y estimulantes de la circulación sanguínea, le masajeaba todo el cuerpo para evitar tumefacciones, le hacía cariñolas en la barbilla hasta verla sonreír  y se acostaba con ella en la cama de matrimonio para que no se sintiera sola e inerme en la oscuridad de la noche. Estaba decidida a entregarse en cuerpo y alma a su hermana para evitarle sufrir más martirio que el que suponía estar inmóvil en una cama, no poder expresar sus sentimientos, ni siquiera ladear la cabeza para cambiar el campo de percepción, no poseer siquiera la libertad de poner fin a la vida en un mundo que se ha vuelto cruel, hostil y enemigo indiferente.
El novio de Adelaida hizo varias visitas de cortesía; ella sabía que estaba con otra mujer y no le importaba, pues era humano y natural; con el tiempo dejó de visitarla y siguió el curso de su propia vida.
Adelaida estaba preocupada principalmente por su hermana, cual se pasaba prácticamente las veinticuatro horas del día junto a ella, aunque los padres también ayudaban en la tarea de cuidarla.
Melia interpretaba la expresión de sus ojos, que le pedían con evidente enfado que debía salir a divertirse, dedicarse más tiempo a sí misma; ella contestaba que saldría a celebrarlo cuando ella estuviera mejor.
Adelaida lloraba con el corazón encogido mirando a su hermana, con la expresión de amor y lealtad más sublimes que puede transmitir las emociones de una mente encadenada a un cuerpo inerte; ella rogaba a Dios en el silencio de su soledad, que la dejase morir en paz, que no había derecho humano o divino capaz de mirar indiferente la esclavitud de dos personas jóvenes unidas a un mismo destino, el suyo; quería sentir a su hermana libre por encima de su inútil existencia; se preocupaba mucho más por su hermana, con toda la vida por delante, que por su destino asumido, irremisiblemente quebrado.
Melia tampoco se preocupaba de sí misma, sólo pensaba en el trágico destino de su hermana, en la incapacidad de la medicina para encontrar soluciones y en su propia impotencia, tras haber estudiado una carrera de seis años que no le aportaba nada  a su vida real.
Decidió empaparse de todos los libros que trataban de la parálisis por accidente, fueran más o menos ortodoxos, de la biogenética con células madre, de transplantes, de las últimas innovaciones farmacológicas. Nada; no había respuestas a este tipo de lesiones; echó mano de los libros naturópatas orientales que anunciaban milagrosas curas de dolencias interminables, pero nada sobre lo que buscaba...
Ya estaba a punto de abandonarlo todo cuando encontró en las últimas páginas de un antiguo libro, la descripción de una vieja tribu india que había curado, con extractos de plantas silvestres, lesiones medulares por medio de la regeneración de su tejido nervioso...Estuvo buscando varias semanas, frenéticamente, el origen, el lugar de aquella aldea de hombres que vivían casi de modo prehistórico; se llamaba Madi Hali, situada en unos parajes prácticamente deshabitados por las escasas precipitaciones, su aridez y una topografía de difícil acceso.
Era su última carta y estaba decidida a visitar aquél pueblo; lo contó a su hermana y le parecía descabellado. Ella le pidió que tuviera paciencia mientras volvía del viaje; sus padres la cuidarían mientras tanto.

En dos días se encontraba en la India, dispuesta a alquilar un todoterreno y un guía e interprete que le llevara a Madi Hali; así lo hizo; tras preparar las provisiones pusieron rumbo a la aldea de la esperanza. Una semana de sofocante clima y tortuosos terrenos le plantaron a las mismas puertas de una modesta aldea de chozas construidas por sus propios habitantes.
Inmediatamente fue presentada al jefe de la tribu y al hechicero; el pueblo entero los recibió con gran hospitalidad; ella presentó sus regalos a las principales esposas de guerreros en forma de vestidos de tradición india y dos relojes de pulsera para el jefe y hechicero, que quedaron encantados.
Cuando comenzó a hablar con el hechicero, éste se quejaba de que las grandes civilizaciones los miraban con desprecio por sus formas de vida y sus antiguas costumbres, así como por sus medicinas naturales, que consideraban inútiles. Le mostró a varios guerreros que habían sido embestidos por animales salvajes u otras tribus y se habían quedado inmóviles; gracias a sus plantas estaban curados; éstos presentaban grandes cicatrices en la columna vertebral, en cuellos y piernas.
Ella le contó la situación de su hermana y el alcance de su parálisis; le parecía una lesión grave pero con esperanzas de curación; interprete y Melinda debían quedarse dos días en el pueblo mientras preparaban en vasijas de cerámica los suficientes extractos para la curación de su hermana. Cuando Melia vio los toscos instrumentos y técnicas rudimentarias de cocción y preparado, se desanimaba, al tiempo que mantenía un hilo de esperanza.
Finalmente se despidieron de aquellas gentes arcaicas con los cuencos cerámicos herméticamente cerrados con resina y las aprendidas instrucciones para aplicarlas de modo que hicieran su efecto;
debían ser aplicadas a la salida del primer cuarto de sol y a la puesta del primer cuarto de sol, durante una semana y con el cuerpo tendido hacia abajo durante cuatro horas para la absorción total del ungüento. Nunca forzar la movilidad; el cuerpo iría regenerando los tejidos y responderían primero los pequeños músculos de la cara y luego los grandes músculos.
Melinda no despegó las vasijas de su vientre hasta llegar a su casa, donde saludó efusivamente a sus padres y hermana, hundida y deprimida durante su ausencia.

Le explicó a su hermana el viaje y las instrucciones a seguir; así que al amanecer siguiente debía estar expectante a la salida del sol y aplicarle los primeros unguentos, presionando y masajeando fuerte la zona afectada. Adelaida nunca creyó en las curas milagrosas, pero ahora se aferraba a ellas como a un clavo ardiendo; era su última oportunidad y fue sumisa y disciplinada mientras duró la semana del proceso curativo...
Sus ilusiones se iban desvaneciendo a medida que pasaban los días sin notar nada positivo; Melia rogaba a Dios, con bolsas moradas bajo sus párpados inferiores, que ayudase a su hermana a recobrar la vida...
Justo dos semanas después del tratamiento, Adelaida notó, con el alma en un hilo, cierta rigidez y picor en la zona dorso-lumbar ! estaba sintiendo una zona de su cuerpo¡ al entrar su hermana, con los ojos muy abiertos por el éxtasis de la noticia, abrió la boca e irrumpió la primera expresión de su nacimiento: ellllla. A su hermana se le calló la palangana de agua de las manos y abrazó y besó su rostro, diciendo que no intentase forzar ningún músculo de su cuerpo, aunque lo notase activo; debía permanecer relajada, por lo que le dio un sedante para que los músculos cobrasen vida por sí mismos, sin exacerbar las conexiones nerviosas, que no forzase el habla aunque pudiera hacerlo.
Durante los siguientes días fueron apareciendo tics musculares en todo su rostro, hormigueos en las piernas y brazos, movimientos leves en todos sus dedos y la sensación colosal, inimaginable para cualquier ser vivo que no haya vivido esta situación, de estar naciendo por segunda vez a la vida...
Ella podía sentir el cosquilleo de su estómago, el roce de la ropa en todo su cuerpo y la mirada brillante, con fulgores casi divinos, de su hermana, quien le masajeaba todo su cuerpo y le flexionaba, muy despacio, todas las articulaciones de su cuerpo, pidiendo a Adelaida que intentase ayudar por sí misma en esos ejercicios...
A las tres semanas del tratamiento, tras largas sesiones de revisión especializada, certificaron lo que los propios médicos no podían explicarse: los nervios se habían regenerado y soldado; la columna, cicatrizada, no presentaba ningún problema de sustentación por el correcto encaje vertebral.
Podía comenzar a andar, primero con apoyo humano, luego con soporte mecánico, hasta fortalecer los músculos vertebrales y poder sostenerse por sí misma...

El primer día que Adelaida se vio en pie, apoyados sus brazos en los hombros de su hermana y su padre, en dirección a la calle, sintió que su mente giraba en torbellinos y su estómago despertaba sus náuseas; al abrir la puerta de la planta baja que daba a un amplio rellano, Adelaida apretó sus brazos en los cuellos de sus seres queridos; mirando a su madre que estaba delante de ella, levantó la vista a la cúpula celeste, azulada y limpia; sus ojos color de miel arañaron la tormenta de su alma y se desató un torrente de lágrimas que reavivó el color de sus mejillas, taponando sus palabras húmedas, casi inundadas de emoción: dio gracias a Dios por su propia vuelta a la vida  y el regalo de su familia; pero sobre todo por haberle dado la posibilidad de abrir los ojos a una hermana a la que antes apenas conocía y ahora adoraba tanto como a él mismo...








                                                       !LA  RABIA¡





Miles de gusanos le suben desde las piernas, por su cuerpo hasta su boca, ojos, nariz y oídos, que quieren ser taladrados por esta plaga maldita que emerge de  sus pies como un torrente inagotable.
Sacude la cabeza, se defiende con sus manos de las zonas más pobladas y serpentean por su almohada, por sus sábanas, su colchón...Quiere saltar de la cama, pero algo lo retiene, emite roncos sonidos de angustia mientras suda abundantemente; siente el desfile por sus labios, quieren invadir su boca y penetran por su nariz, dificultándole la respiración. Escupe y cierra los ojos, se ahoga lentamente...

Una pesadilla que se repite con virulencia desde hace un año.
El doctor cirujano Holden mantiene una vida familiar equilibrada y afectiva con su esposa y sus dos hijos de doce y catorce años, trabaja en la especialidad de aparato digestivo en la seguridad social y tiene una consulta privada, en la que su cónyuge ejerce de secretaria administrativa.
Viven en un apartamento de una céntrica calle de la gran ciudad, su prestigio profesional es incuestionable y poseen amplia clientela de pacientes y una holgura económica que les permite mantener un alto nivel de vida.
Disfrutan una amplia casa de campo tipo chalet con piscina y hermoso jardín en una moderna urbanización de su pueblo de origen, localidad pequeña y acogedora; los fines de semana y gran parte de sus vacaciones los suelen pasar en su entrañable chalet al aire libre, rodeados de césped, arboleda y flores variopintas; además,tienen un huerto donde maduran sabrosas hortalizas, naranjos, perales, manzanos y ciruelos. Poseen dos perros dóberman, adiestrados para la defensa de la casa, pero dóciles y amistosos en el trato familiar, que viven en dos grandes perreras junto a la cancela de entrada a la parcela. Este es el paraíso de la familia Holden quienes han pasado aquí sus mejores ratos de esparcimiento, desconexión del estress de la urbe y reencuentro con el aire limpio  de la naturaleza, impregnado en aromas de paz y libertad.

Tomás se encarga del mantenimiento del chalet durante todo el año, mientras sus dueños no se hallan en casa. Es un solterón viejo de cincuenta años, que vive con sus padres en una casa humilde, cercana a la urbanización; distante, solitario y amargado existencialmente, es un hombre fácilmente manejable por personajes influyentes, pero grosero e intratable con sus semejantes; cojo de nacimiento, serpentea su cuerpo en un movimiento pendular repulsivo y misterioso, recorre los caminos solitarios con sus tres perros mestizos sin nombre y masculla frases solitarias cuando se cruza con alguien.
Fiel cumplidor de su trabajo y amante del dinero y la tacañería, se esfuerza por mantener el jardín y el huerto familiar esplendorosos, sin una mala hierba y una poda meticulosa para recibir los elogios y las extras salariales por su dedicación.
Su relación con los perros dóberman es tensa, de rechazo mutuo, pero necesaria para ambas partes, pues él debe alimentarlos y ellos mostrarse agradecidos. No hay intercambio de juegos o de caricias, los canes andan sueltos por la parcela mientras la familia está en la ciudad y él hace su trabajo en tanto ellos merodean por toda la parcela, ladrando y rugiendo agresivamente a los tres perros de Tomás, que lo esperan a la puerta de la entrada. Éste no ha vacunado ni desparasitado jamás a los suyos, pero tiene encomendada la tarea de llevar a su vacunación anual antirrábica y de otras enfermedades a los dóberman, máxime cuando se han detectado dos casos  con rabia canina en los aledaños del pueblo, ya sacrificados.
Tomás salió un sábado por la tarde a por una bolsa de abono; ató a los dóberman y dejó la puerta encajada, pues su casa estaba próxima y llevaba en mente abonar, regar y reverdecer el jardín para la próxima visita de los señores; sus perros le siguieron, excepto uno, el más pequeño, incubado de rabia, cual apoyó sus patas, abriendo el postigo de la gran puerta de corredera, entrando en su interior; los dóberman, que podían alcanzar la puerta estando acollarados, se avalanzaron sobre su víctima, destrozándola; ni siquiera pudo emitir un aullido. Cuando Tomás echó en falta su pequeño, tras oír los rugidos, era demasiado tarde; salió corriendo, su pierna coja casi en volandas, volcado el frontal hacia atrás de su sombrero de paja y aguijoneado por silvidos instintivos, vio la puerta abierta desde lejos y supo lo peor antes de haberlo visto...Recogió al cachorro del suelo mientras miraba con grandes ojos abiertos, llenos de furor, a los dóberman, maldiciéndolos con expresiones indescifrables.
Ató a los dóberman a corta distancia, lejos de la puerta, realizó sus tareas de limpieza en las perreras y les llenó los cuencos de agua, pero dejó los comederos de pienso vacíos; era la venganza por la muerte de su pequeño cachorro. La familia Holden cogía las vacaciones y el jueves por la mañana llegarían al chalet.
Tomás enterró a su perro en un hondo hoyo cavado en el campo junto a una encina y se fue pesaroso y abatido hacia su casa, seguido de los otros dos perros, que no habían contraído la enfermedad.
El plazo de las vacunas de los dóberman estaba caducado hacía dos meses y había recibido un aviso del veterinario, pero ahora estaba empecinado en su venganza y mantuvo a los perros sin comida hasta la tarde del terrible miércoles por la tarde.
Tomás intuía que aquella feroz agresividad de los dóberman entre sí se debía a algo más que al ansia del hambre; efectivamente, habían contraído la rabia de su difunto cachorro; sus defensas estaban mermadas por la falta de alimento y el virus se había propagado por su sistema nervioso; sus maxilares inflamados, babeantes, sus ojos rojizos de furia, sus dientes afilados, los rugidos de dos bestias posesas por una enfermedad letal; cualquiera hubiera salido de aquél recinto ante aquella visión.
Tomás, temblando de miedo, sabía que debía llenar los comederos de pienso antes de que llegaran los señores, y para ello debía entrar en el recinto cerrado de aquellos endiablados animales.
Al oler la comida, instintivamente los perros se calmaron un instante, el cual aprovechó aquél pobre hombre para abrir la puerta de entrada con el saco de pienso. Los dóberman, en un impulso descomunal, partieron los collares de sujección y se avalanzaron sobre el cojo, desgañitándolo, descuartizando su cuerpo, alimentándose de sus vísceras; fueron dentelladas tan agresivas y desesperadas, que sólo tuvo tiempo de ver su sombrero de paja volando en el ocaso de la tarde, la oscuridad y el silencio total.
Los perros , embriagados de sangre y de rabia, se atacaron mutuamente con colmilladas que calaban hasta los huesos; ambos animales murieron agónicamente, entre aullidos terroríficos, media hora después.
A la mañana siguiente, el doctor Holden vio la masacre en toda su crudeza e indicó a su esposa e hijos que no entraran a la casa. Aquél cirujano experimentado, jamás había visto imagen tan escalofriante; los cuerpos de los animales y del hombre, sus vísceras al aire, eran recorridas por un enjambre de gusanos de la tierra, atacando sus partes más blandas y todos sus rostros, especialmente sus ojos, labios y el interior de los oídos. Aquellos gusanos no eran los de la muerte, eran lombrices de tierra bañadas por la sangre de la rabia...
El doctor Holden tardó un año completo en desterrar de su consciente y subsconciente aquella macabra secuencia real de su vida. Vendió el chalet y compró un apartamento al lado del mar, como le había recomendado su psiquiatra.
Sentado junto al mar, su mirada perdida en el horizonte, sus sueños más relajados, supusieron un bálsamo para su tortura obsesiva sobre la faz de la rabia...







                                                       !SECUESTRADA¡




Aquella sonrisa triste, su cuerpo delgaducho y desgarbado de andares inciertos, mirada huidiza y solitaria...Dieciocho años de edad, mal estudiante y conflictivo en la vida familiar. En su mundo interior no brillaban músicas poéticas, ilusiones alegres, potencia vital, energía creadora, ondas magnéticas dispuestas a abrazar la fuerza que recibe y que desprende un cuerpo en el punto álgido de su adolescencia.
Frío e indiferente, no respondía al afecto de sus padres ni expresaba sensibilidad o emoción alguna
¿ era una amargura existencial prematura?
Conoció a Úrsula cuando ese año pensaba abandonar los estudios definitivamente y entrar a trabajar en el supermercado de su padre. Ella desprendía energía positiva por todos los poros de su piel; alegre, extrovertida y sociable, iba rompiendo las barreras e imposiciones que se cruzaban en su camino; atrevida, desafiante, casi varonil en sus maneras, tenía un atractivo femenino que mordía en el espíritu más recalcitrante.
Amaba los desafíos y nuevas aventuras, de modo que si no los encontraba, iba en su búsqueda; era líder por naturaleza, sus amigos y amigas se dejaban llevar por sus acertadas decisiones como miembros de un grupo solidario; todo su círculo la adoraba, no tenía secretos y el valor material de las cosas era algo insustancial para ella.
Aquél círculo nuevo que irrumpió en el curso académico repetido por Adolfo, revolucionó la clase con un aire fresco y limpio, transportado de pólenes y perfumes excitantes de vientos ascendentes vertiginosos que sublimaban las inquietudes adolescentes a dimensiones donde la dicha y la libertad se sometían sin rechistar a fuerzas ciclónicas embriagadoras.
Adolfo era todo un reto para Úrsula, pues era insondable, inaccesible y esquivo; se sentó en su mismo pupitre con falditas muy cortas, preguntas medidas y comentarios de clase. El chico se aferró a aquella belleza femenina pelirroja de ojos verdes y graciosas pecas que bailaban con su sonrisa, como un náufrago a un fragmento de barco que deriva hacia la costa.
No, ella no estaba enamorada de él, sólo era un ser sin rumbo al que había que someter al poder de su voluntad e integrarlo en su grupo. El carácter intransigente y obstinado del chico abrieron las armas de la seducción y el manjar del sexo para doblegarlo y amansarlo.
Adolfo entró al vendaval del amor sorprendido por sus propias reacciones emocionales y se vio con el paso cambiado en un mundo delicioso, delirante, viajando por un largo tobogán suave, con olor a hembra exquisita, placeres inefables y amistades que lo saludaban en su feliz viaje descendente sin visos de final.
Úrsula se sintió en un laberinto de puertas sin retorno y siguió caminando bajo el dictamen absolutista de su impertinente y abstrusa curiosidad de diecisiete años; vagando entre la atracción insólita por un chico vacío del contenido enigmático que ella se empeñaba en descifrar y su retorno a una vida libre de cualquier atadura en su adorada y rebelde libertad.
Una telaraña fina y envolvente se tejía a su paso por el laberinto; sus pensamientos se aletargaban, sus convicciones de poderío y autoestima sobre sí misma se escapaban como una cometa deslizada por la brisa ante un mar inmenso, bello e indescifrable.
Los ecos desafiantes de su amante se infiltraban en su alma como miles de campanitas que sonaban al unísono en melodía e intensidad; fue perdiendo el tono seductor y decidido de su voz, sus mordaces arengas a sus amigos acerca de las maldades e injusticias de este mundo, sus firmes propósitos de liderar un movimiento juvenil para acabar con milenarios y gochos truhanes y rufianes, de servidumbre apesebrada, para crear un nuevo manantial de donde surgiera el río de una nueva civilización que arrastrase viejos troncos, cañaverales y malezas de otros tiempos, un nuevo marco social de convivencia con fecha de nacimiento y nombre, pero sin apellidos.
Adolfo se hizo tan pesado como el plomo en su vida, la llevaba de la mano a casa de sus padres con el vientre hinchado de seis meses, las piernas regordecidas y la cara abotargada, pálida y ojerosa de un embarazo desastroso para su equilibrio físico y psíquico.
Estaba como hipnotizada; se fue alejando progresivamente de sus amigos, comenzaron a vivir juntos en una casa comprada por el padre de él, visitaba de cuando en cuando a su propia familia, dejaron los estudios juntos y entraron a trabajar como dependientes del supermercado del padre de Adolfo.
Su lenguaje se fue empobreciendo, se hizo sumisa y perdió su don natural de gentes, se adaptó a las frases cortas y monosílabos de Adolfo, quien comenzó a elegir los vestidos por ella, sus cortes de pelo y hasta sus zapatos. Quedó huérfana de su vida anterior, su marido cocinaba y elegía las parejas con las que salían, monótonas y aburridas hasta la desesperación.
Úrsula recibió la primera bofetada, a raíz de un comentario de ella acerca de sus amistades.
Fue maltratada durante todo el transcurso de su embarazo por suposiciones o falsas interpretaciones de un hombre intelectual y emocionalmente muerto; por vestidos equivocados, maquillaje excesivo, peinados de moda, por visitas a sus padres o llamadas a antiguos amigos, que se preguntaban qué narcótico había recibido Úrsula y le aconsejaron visitar a un psicólogo para saber el origen de su mal.
Y así lo hizo a escondidas de su joven esposo.
Ella habló largo y tendido, se desahogó con lágrimas amargas ante una amiga suya de juventud, ahora psicóloga; su amiga le confesó que se había metido por tozudez propia en un túnel oscuro con el magnetismo suficiente como tiene un agujero negro cósmico para absorver su propia luz y doblegarla hacia su interior oscuro; ese agujero era su propio marido, un ser autodestructivo, capaz de derruir los más firmes cimientos de la persona que conviviera con él. No tenía más opción que abandonarlo o sería devorada por su energía fatídica, maléfica.
No tuvo tiempo para ello; Úrsula entregaba su vida, al dar a luz al fruto de su  equivocada y nefasta relación con un ser espeluznante, una fría madrugada de enero...





                                                         !VÉRTIGO¡




A la sonrisa, a la alegría, al amor, al contacto humano, a la efímera felicidad de la vida, a afrontar su propia realidad vital en el mundo...A todo ello tenía miedo Belinda. Curiosamente, su propia muerte la veía desde una perspectiva liberadora, como fin último y decisivo, si no plácido, como rompiente de ese oleaje persistente y angustioso que mantenía alerta su cuerpo sin saber donde estaba el peligro o cuál era la amenaza. Con diecisiete años, su madre soltera la cuidaba como a una niña, llevaba el control de su medicación para la depresión y la ansiedad, la animaba a levantarse de la cama y hacer algunas actividades en la casa, a leer y utilizar el ordenador, escuchar música y ver vídeos divertidos...
La enfermedad de Belinda era semejante a un albinismo pronunciado que obliga al cuerpo y su piel a buscar la penumbra, esquivar la claridad y la luz radiante; en su caso era cuestión del espíritu.
Su vértigo a la existencia se había apoderado no sólo de sus sentidos, que evitaban el tacto, los olores  acentuados, los ruidos abruptos, la visión de la realidad de la gente y la calle que zozobraban su alma como un torbellino devastador, sino también de su anómalo reglaje emocional; su enclaustramiento y soledad interior suponían una barrera de contención contra la tortura de sentir una mirada o comunicación verbal ajena que la empequeñecían, la dejaban colgando de una hebra fina, frágil, ante un abismo de cráteres profundos, desvalida, compungida; la naturaleza toda, los árboles, las flores, el mar, la brisa, las calles entre altos edificios, el canto de los pájaros, rechinaban en los vericuetos de su alma como imágenes y sonidos extraídos de una pesadilla reiterativa.
Su madre evitaba mirarla directamente a los ojos para evitarle el desasosiego, aunque veía en los espejos de su alma una lejanía tan distante, una incertidumbre aplastante, un pozo seco y oscuro, una esterilidad emocional tan acusada, que caía en aquél vértigo y se abrazaba a ella sin palabras, pegando su rostro al de Belinda y cogiéndola fuerte de las manos para transmitirle todo su amor y tratar de rescatarla de su cruel realidad.
Aquellas frágiles mariposas amarillas que entraban por su ventana en las calurosas noches de verano y se dirigían directas, suicidas, a la luz de su habitación, rebotando en ella y cayendo inertes sobre su cama, mostraban en su efímera existencia la agilidad de su vuelo, el desenfreno angustioso de su huída de las tinieblas de la noche hacia el destello de la vida que representaba la luminosidad incandescente del techo de su habitación; quedaba perpleja ante las espirales que dibujaban el revoloteo persistente de unos seres que despreciaban la vida en penumbra, en favor del resplandor de un segundo pleno de vida seguido de la muerte.
Al contrario de ella, que estaba soportando el susurro silencioso de la agonía lenta de los ribetes multicolores de la vida frente a lo que intuía como como la liberación de un instante dichoso, la muerte.
Era una enfermedad rara, sí, diagnosticada como tal y tratadas con medicación las consecuencias ansioso- depresivas, pero ¿ dónde estaba la raíz de ese nombre fatal, vértigo a la vida?
No era sólo ella quien padecía dicha enfermedad, en una sociedad vertiginosa que encriptaba su ciclo vital en una carrera contrarreloj entre moles de hormigón y artilugios electrónicos que desfiguraban el rostro del afecto y la comunicación entre los seres, tergiversando la naturaleza emocional más básica y fundamental, creando entes monstruosos, rehenes de una civilización enloquecida y desorientada.
Sí, definitivamente, Belinda era una de las tantas víctimas nacidas contra natura, no por desviación genética o psíquica, sino como sujetos defensivos frente a la esquizofrenia colectiva.
                                





       
                   

                                        ¿ DE QUÉ COLOR ES LA VIDA?



Javier ofreció su mano al hombre ciego que paseaba por el parque con sus manos extendidas hacia delante y el paso titubeante, mientras llamaba a su perro guía con la voz entrecortada; se había escapado tras una hembra en celo y el niño asumió la iniciativa de tomar su mano y guiarle mientras el can aparecía. Pasearon por el parque y algunas calles colindantes, comunicaron a la policía local la desaparición del perro y finalmente se sentaron en un banco, bajo un árbol.
El hombre dio las gracias al niño de quince años por su generosidad y le preguntó de que color era la vida. El niño contestó que percibía como un velo de arco iris con un cielo azul y una tierra grisácea; era una larga avenida de cartón piedra donde el sol amanece y se pone cada día iluminando sólo las partes más llamativas y seductoras, ocultando el interior de la existencia, más evanescente, pero más leal y sincero; el amor de mis padres, la amistad de mis amigos, el alma, nuestra propia noción de ser y existir son sentimientos que no podemos ver, pero apreciamos como más ciertos y reales que cualquier manifestación de la naturaleza, por esplendorosa que sea.
Mientras más profunda es la observación y admiración de las formas, el continente externo, más sutilmente se nos escapa la comunicación con el soporte interno, con esa esencia vital que nos asemeja y nos hace diferentes, individuales, únicos e irrepetibles; cada ser alberga un ente interior inmaterial, incorruptible, bello y atemporal, más allá de su apariencia grotesca y adaptada al devenir material.
La visión es necesaria, conforme estamos construidos para acceder al mundo apariencial de las formas bajo el yugo aplastante del instinto de supervivencia.
Cuando uno cierra los ojos y asiste dichoso, absorto, a esas melodías misteriosas y silenciosas del alma interior, descubre las sintonias más sublimes, armónicas y hermosas, en consonancia con ese lenguaje universal de espíritus que sobrevuelan fugaces nuestro horizonte cerrado y encumbran las altas cimas donde espacio y tiempo desaparecen en un ámbito multidimensional de equilibrio, paz y dicha infinitas. Entonces, uno descubre que aquí todo es perentorio, superfluo e irreal, que nuestros sentidos todos nos orientan según la conveniencia del ser material, a fin de perpetuarse en una espiral que crece y decrece conforme a las reglas predeterminadas de una difusa agonía existencial; todo es viento y marea, tempestad y calma, llanto o algarabía. No hay paz en el mundo porque éste vive gracias al desequilibrio, acechante al rumbo más favorable para su necesidad vital de pendulación constante, bajo los parámetros de creación superflua, efímera... y la destrucción.
El ciego le contestó que su percepción del mundo era más parecida al mundo interior de un invidente como él, que a la de un niño mecido por las olas de la juventud, plena de colores exuberantes, de sonidos embriagadores y tactos arropantes.
El niño le comentó que él había sufrido la ceguera desde los nueve hasta los trece años por una enfermedad reversible y estaba agradecido a la vida por recuperar su visión externa, pero había perdido aquella gran capacidad de auscultación interna de sus días de oscuridad.
Según he oído por ti, comentó el hombre, ahora sabes contrastar mejor y con gran madurez, el fenómeno y su esencia, la carne corrupta del espíritu en que se sustenta, la libertad inherente al ser de la superficial liberación de un cuerpo sometido a las caprichosas leyes naturales o humanas; en fin, sabes distinguir muy bien entre la virtualidad existencial opresora de la energía espiritual que se sabe liberada de la desmesurada y desequilibrada orgía de la vida material. Yo siento de tu mano el trasvase, la simbiosis de dos almas que se entienden sin verse, hasta sin hablarse.
Ahí siento ladrar a mi perro. gracias, Javier, nunca te olvidaré...





            
            
                                                     PATACHULA




patachula va dibujando en la arena el giro circular de su pierna coja, mientras su cuerpo bambolea ligeramente entre rizos de danza graciosa y sutil. Las calmadas olas van diluyendo el marcaje de la entereza y tesón de unos pies que chapotean el cordón de espuma blanca desde un extremo a otro del litoral de playa.
Su barriga oronda, sus anchos michelines pendulean flaccidos e impertinentes. Su incisiva mirada ausculta el frente de su marcha y el lejano horizonte del mar Mediterráneo. El sol aprieta en los días de agosto, los barcos artesanales faenan a lo lejos y su rostro, curtido, veteado por estratos de arrugas y pliegues color carbón, gira con ojillos vivaces de mar lejano, atentos, nostálgicos del oficio de pescador al que dedicó su vida..
Sonríe a su experiencia y prosigue su camino entre niños que lanzan conchas al mar, edifican promontorios y acequias, cuerpecitos bañados en agua salada y barro, desafiantes al torrido sol y al bramido gigantesco del océano profundo con ecos milenarios.
Sombrillas playeras y tumbonas, multitud de gentes tendidas al sol, paseando, jugando o nadando entre las olas; conversaciones alegres, amigables e intrascendentes, intercambio de gestos y sonrisas espontáneas, sosiego y armonía.
Patachula queda inmovilizado ante la dorsal que va cortando en pliegues diminutos la superficie del agua, en dirección a la orilla playera; da la alarma con grandes voces desencajadas, desde su tonalidad grave, atronadora: !tiburón¡ !tiburón¡ !tiburón¡ Su eco recorre el litoral, las madres se apresuran a coger a sus hijos de la orilla y los bañistas nadan desesperados hacia la arena. Los servicios de emergencia activan la alarma de emergencia desde su robusta barca motorizada y se disponen a perseguir e identificar al animal, cuando observan a un hombre con los brazos en alto y gran alerón en la espalda; es conducido a comisaría para que explique el motivo de usar tan rocambolesco apéndice, que ha esparcido la inquietud en toda la playa.
se forma un gran círculo alrededor de José patachula para dar las gracias por su aviso, con el corazón aliviado porque no haya sido un peligro real. El pescador se baja el calzón corto y muestra al público las enormes cicatrices de la mordida de un tiburón en la parte superior del muslo, motivo por el que cojea.
Era un día de mar brava, habían echado las redes de pesca en un banco repleto de atunes. A todo motor, la barcaza balanceaba agresivamente su proa, pues la popa iba más estabilizada por el arrastre de peces; sucedió algo anormal, el barco comenzó a escorar lateralmente con tirones violentos de una gran coleta que salía a superficie; o soltaban aquél animal de las redes o irían todos a garete; varios pescadores se lanzaron al agua con gafas de buceo, José cayó cerca del tiburón armado de un gran puñal para cortar las redes y liberar a la bestia; fue mordido en la pierna izquierda, zarandeado y arrastrado bajo la superficie. Vio la muerte en los ojos salvajes del tiburón, quedó bloqueado por el miedo, perdió la noción de ser y existir mientras sus pulmones se llenaban de agua; su instinto de supervivencia reaccionó en unos segundos agónicos, lanzó un rugido burbujeante, se dobló sobre sí mismo y clavó la hoja de acero entre los ojos del tiburón hasta la empuñadura; fue un estertor de muerte que sacudió el cuerpo de José, liberándose de las mandíbulas.
Ayudado por sus compañeros, fue subido a cubierta, presionaron sobre su tórax para expulsar el agua de sus pulmones, le hicieron un torniquete en la pierna y taponaron los ajujeros y surcos sangrantes de la embestida del animal; pusieron rumbo hacia la costa a toda máquina, soltando el lastre de peso de las redes y fue trasladado al hospital más próximo, en ambulancia, salvando la vida gracias a la rapidez y determinación del capitán y sus compañeros.
Todos sintieron un leve espeluco al escuchar la historia real de un hombre de mediana estatura, ojillos pequeños, dos arcos de cejas superpobladas y sonrisa rota, quebrada como la voz profunda que salía de su garganta, similar al sonido que producen las olas al romperse sobre las rocas.
Hasta los niños que habían escuchado el suceso, se acercaron junto a los mayores para estrechar la mano de aquél héroe de carne y hueso.
José siguió, invierno tras verano, solitario ya, sin gritos ni algarabía, paseando su alma de pescador por la orilla de su vida cristalina, azulada, bravucona, humilde y cariñosa, en las noches brumosas y en esas otras en que la luna parece bajar a bañarse en las olas...




                                    PELEGRINO




Pelegrino no ha madurado en la vida y sabe a ciencia cierta que caerá del árbol como fruto verde.
Su espíritu es el de un niño, sustentado por un cuerpo de dos metros de altura, mirada bondadosa e ingenua, sin malicia ni segundas intenciones, clara como el arroyo donde clava sus pupilas mientras interroga su existencia...
¿ cómo es posible que haya en su interior tanto temor a la vida y a la muerte, al peligro, al dolor, a fundirse con la dicha cuando se presenta en un abrazo abierto y sincero? ¿ por qué reuye la mirada ajena si ellos le llaman niño conscientes de que es un ser irrealizado como hombre? ¿ a qué viene tanta cobardía para asistir a una cacería, a la feria de su pueblo, a tomar una copa porque se siente fuera de lugar, rechazar el tabaco sin saber si le gusta para preservar su salud, a ver el sexo como un gigantesco muro que da vértigo con solo mirarlo, no haber sido capaz en todos los días de su vida de mirar a una mujer, de las tantas que le gustaron y supo que le correspondían, de frente, de tú a tú, de hablarle con la soltura y firmeza de quien siente tal atracción hacia ellas?
¿ por qué tanto temor a la vida, pues es incapaz de abrazarse a ella con todas las consecuencias, incluida la muerte, y, tanto pavor hacia esta última que supondría la liberación de su inutilidad existencial?
¿cuáles son los resortes que sostienen espiritualmente a un ser vacío, insustancial, inepto, cómo pueden tener derecho a ver la luz seres estériles para la sociedad en la que viven, cómo la naturaleza tan sabia juega al azar con estas víctimas de sí mismas?
Pelegrino recorre todos los caminos y veredas circundantes a su pueblo, con zancadas largas e inseguras; tenso su cuerpo y su alma, saluda a quien se cruza en su camino con la voz agónica de quien va a ser ejecutado; curiosamente, los vecinos y los niños, agudos y avispados, le estiman y respetan, no por su enorme corpulencia, sino en consonancia a su docilidad y cuidadoso respeto y despreocupación hacia todo lo ajeno. Nunca, ni siquiera en la intimidad de su casa, junto a su madre enferma, ha criticado ni puesto en valor alguno la conducta de los habitantes de su localidad.
Su madre ve en él la fatídica descendencia de un padre que fue solitario, introvertido, antisocial, calado hasta los huesos por ese nefasto horizonte de la incapacidad para adaptarse y afrontar la vida en su incierto devenir; no se preocupó de educar a su hijo, no supo amar a su esposa, no tuvo amigos ni enemigos, fue un ser desdichado sin causa aparente, dedicó su energía y tiempo a sembrar, cavar y regar los árboles y hortalizas de la gran parcela heredada de su padre; con esa monotonía sorda de la azada sobre la tierra, fue cubriendo sus sentimientos de una costra dura y recalcitrante, bañada por un sudor corporal agrio y descompuesto, con olor a mortecina.
El día que apareció ahorcado de una gran encina, pelegrino lo vio antes que su madre sin emitir ningún grito; vio la muerte en su rostro hinchado de ojos sanguinolentos, la boca abierta, el cuello trenzado por un grueso cordel de estopa color terruño, sus manos gordas y callosas de campesino, las grandes, rotas alpargatas cubriendo sus pies, que se movían caprichosos al vaivén de las ramas mecidas por el viento.
Miró a los naranjos, ciruelos, melocotones, perales, manzanos...a las plantas herbáceas que él cuidaba con primor; vio sus hojas flaccidas, pálidas, sin brillo; tristes, sí, por la muerte de un ser que había cuidado de ellas hasta la extenuación.
Ni las plantas ni el propio padre del niño sabrían nunca porqué se fueron apagando en aquel hombre las ganas de vivir, de respirar el aire puro del campo y sus flores, porqué se fue aletargando, subsumiendo en surcos profundos de agónica angustia su instinto de supervivencia, doblegado ya, entregado sin lucha a los siniestros y macabros planos de sensaciones que enervaban y encrespaban cada pliegue de su espíritu.
Quizá fue el único acto de valor de su vida, pero aquella mañana, ante los gritos de su madre, pelegrino estrechó con fuerza inusitada la mano de ella, rodeó con sus brazos su cuello y dijo: mamá, no llores, ya ha dejado de sufrir y está tranquilo.
Después de aquél día, jamás hablaron el hijo y la madre del suceso, aunque ella, insistía ahora en que pasase menos horas en el huerto y pasease mucho, andar renueva el espíritu, le decía.
El mal de pelegrino no estaba en su verde huerto, ni en los caminos o arroyos o en su aislamiento social; con sus años, se iba haciendo más patente una energía autodestructiva, angustia existencial que desvelaba su insensibilidad a la vida, psicológica y físicamente; le hería la luz del sol, despreciaba las formas armónicas de la naturaleza, se alejaba de la presencia de animales, sentía turbio y discordante el canto de los pájaros, pensaba que el mundo y la vida eran una farsa y burda creación, el universo mismo eran fuegos artificiales que se creaban y destruían a sí mismos en una jugada inútil y sin finalidad alguna.
Pelegrino desconfiaba ahora del sexo y otros placeres evanescentes, de la ilusión o los sueños del futuro, vivía en la resignación cotidiana de sentirse cada vez más distante al pensarse a sí mismo y percibirse como algo perteneciente a un colectivo cuya finalidad última no fuera un fiasco inútil, intrascendente incluso para la grosera vida sobre la faz del planeta, como individuos y como especie a extinguir...
Al mismo tiempo, miraba a la muerte con pavor y ciertos interrogantes: ¿ será muy dolorosa, como será ese instante en que se apaga la bombilla? ¿ será limpia y definitiva o tras de ella habrá otro calvario? no podría soportar una vida eterna de placidez permanente, sería tan angustiosa como la vida que abandonaré; prefiero la nada anterior a la nada de la nada.
¿ podría reducirse todo a la reencarnación de los mismos seres repetidos sobre la faz terrestre, en un juego interminable de ciclos reiterativos como nos muestra la propia naturaleza, encerrados bajo unos límites restrictivos y aplastantes? ¿ quién está jugando con lo que creemos que somos y dejamos de ser?
Estaba ante la espada de la vida y el muro robusto de la muerte; aquella ansiedad tan irrespirable, sobrecogedora por su tenaz perseverancia sobre un niño adulto como él, tenía que estallar y abrir grietas, desbordarse y anegar de sedimentos revueltos a todo un espíritu sin malicia ni corrupción, pero curioso e insolente ante los interrogantes que planteaba la comedia cruel y cínica de la existencia.
Pelegrino tuvo pesadillas a lo largo de su vida con el cuerpo colgado de su padre, en forma de un largo hilo que ascendía luminoso hasta el cielo, del que pendía una pequeña bolita blanda que el tocaba con sus dedos, hasta ir creciendo, voluminosa y pesada hasta romperse de su fina hebra sustentante y precipitarse hasta su cuerpo poco antes de despertar sudoroso y angustiado.
El día que despertó de una de estas pesadillas y vio de nuevo a la muerte esculpida en el rostro de su madre sobre su cama, no rompió a llorar ni gritar, pero sintió un respingo, un gran vuelco de su alma inmadura que le abrió un pálpito de verdad: los ojos cerrados, párpados distendidos, rasgos serenos y hermosos, como media sonrisa en su boca cerrada y sus manos posadas tranquilas una en otra sobre su vientre, avivaron su intuición, cual se abrió paso como lluvia fresca sobre polvo seco y estéril: la luz de la existencia no llegaba con el nacimiento traumático a la vida que conocemos- una muerte lenta y agónica- sino tras lo que denominamos muerte; de ella fluía el manantial que eleva el alma a su estado natural, equilibrado, de paz sin estridencias ni vertientes de dicha o pena.
Pelegrino se encaminó, tras besar a su madre, al cobertizo de herramientas de labranza; cogió un cordel y le hizo un nudo corredizo simple; enlazó su cuello y se dirigió a la centenaria encina con el cuerpo en rebelión y el espíritu eufórico; sus piernas pesadas, su orina y sus heces fecales fluían de su cuerpo sin contención; su mente abierta, ligera, decidida... Alzó su brazo derecho, alcanzó una rama gruesa y se elevó como un titán con una sola mano; con la otra, amarró la cuerda a la rama y dejó caer el peso de su cuerpo sobre sus cervicales, que crujieron como madera fresca astillada.
Solo él supo donde fue su alma tras el horizonte pardo de esta vida que para Pelegrino era la muerte, pero su rostro quedó sereno, con media sonrisa como la de su madre y los párpados sonrosados, iluminados de esa paz interior que él había soñado como cierta y definitiva; su largo corpachón se bamboleaba levemente por efcto del viento sobre el árbol, sus pies rozaban apenas el barbecho limpio del suelo, grabando pequeños surcos en la tierra de sus antepasados más remotos...





                                         NIÑOS DE LA DICTADURA


Eran días de gloria y de pena; emociones encontradas que se dilucidaban bajo la óptica analítica e imaginativa de la niñez. Los niños de los pueblos antiguos sentíamos la pulsión rebelde en nuestros genes sin control ni dirección; era como un grito desaforado al viento para liberar una inquietud ansiosa que no explicaba su razón de ser.
Los días eran largos y soleados, la lluvia era parsimoniosa, plácida y somnolienta. Las primaveras eran verdes, floreadas y, los otoños, dorados como el pan antiguo de los trigales sembrados y segados a mano. Nuestra realidad vital estaba imbuida de esos ecos de libertad que la naturaleza impregnaba en nuestros sentidos. Los juegos de nuestra infancia eran muy antiguos o inventados con nuestra imaginación creativa para escapar del lado opaco, rígido y monótono del ámbito social donde vivíamos, bajo una dictadura.

Aquellos hombres bajitos, morenos, secos y correosos que trabajaban de sol a sol en los campos, sus camisas y pantalones bombachos, sus correones a la cintura, parecían abuelos, ancianos jóvenes que cruzaban las calles silenciosos, taciturnos, como apenados por un duelo vital que constreñía su voluntad  de ser y existir, su libertad. Hablaban en público en las tabernas, con una pasión contenida, de fútbol, de toros, de nuevos novios o próximos matrimonios o bautizos, de unas vidas marcadas por la inercia de la subsistencia y el trabajo esclavo de cada jornada; hablar de política o sexo era una prohibición asumida que creaba desconfianza mutua incluso entre familiares allegados.
Los niños sufrimos en nuestras carnes aquella espesa sombra de misterios y tabúes ocultos, de castigos corporales y psicológicos imborrables, por parte de nuestros propios padres, que transmitían con claridad la represión y la angustia a que estaban sometidos. Ellos nos educaron, por que no pudieron hacerlo de otra forma, no para crecer como hombres libres de su destino, sino para subsistir dentro de unos límites acotados por unas fuerzas superiores a nuestra comprensión.

La obediencia sumisa a toda persona mayor o autoridad civil o religiosa eran dogmas inquebrantables, penados con castigos físicos y también psicológicos, pues observábamos con sorpresa la libertad de los animales en el campo, que corrían, volaban y cantaban libres y dichosos, en tanto nosotros íbamos creciendo en una maraña de simbolismos aprendidos o intuidos, significantes prohibidos, limitativos de nuestra realización vital, incluso en los aspectos más naturales e instintivos de todo ser vivo; el hondo misterio que reinaba en el aspecto de la sexualidad, la superstición en la blasfemia, palabras feas o malsonantes, sobrepasaba el ámbito familiar y llegaba hasta la escuela, la iglesia o el médico.
Estas tres figuras, junto al alcalde y terratenientes, eran adulados, reverenciados y temidos, vistos como personajes superiores con autoridad sobre todo el pueblo llano, desde niños hasta ancianos.

El maestro y el cura tenían el consentimiento tácito, incluido el paterno, de educar y tratar a los niños con total libertad, castigos físicos y psíquicos incluidos. No era el colegio ese lugar entrañable de aprendizaje y compañerismo, de concordia y armonía compartidas; el maestro o maestra mantenían una disciplina casi militar; formábamos como compañía castrense cada mañana y nos daban leche en polvo en los recreos. Las distracciones, las charlas en clase o la falta de rendimiento en las tareas eran corregidas mediante humillaciones, bofetadas, cabezazos contra la pizarra, golpes en ambas manos con gruesa regla de ébano que saltaba las lágrimas o derramaba un llanto impotente y descarnado; se aprendía por el miedo a la fuerza bruta o no se aprendía nada por temor a la misma.
Se asistía a misa obligados por el maestro y el párroco, que se intercambiaban unas tarjetitas a través de los alumnos como muestras de asistencia a la liturgia. Una vez acabada la misa, los adultos, confesados y comulgados en su obediencia a Dios, salían de la iglesia y sólo quedábamos los niños ante un cura de sotana negra y rostro inquisidor, cual preguntaba el catecismo a los presentes y repartía bofetadas sonoras con la misma saña que el maestro, ambos con idéntica descarga violenta desde esa agonía vital de un destino destructivo para todos.

Los niños y las niñas éramos diferenciados y tratados como de especies diferentes; pupitres separados en secciones, juegos de recreo en grupos aparte, ropajes distingibles del género, vidas paralelas separadas por un muro de oscurantismo, de silencios cómplices velados por los fantasmas de unos adultos que coartaban y requemaban en su interior los más básicos anhelos de derecho y libertad.
fuimos creciendo entre aquellos monstruos represivos, huérfanos solitarios del cariño cómplice y comunicación sincera de padres a hijos, víctimas y herederos de su esclavitud moral y emocional, de su impuesta incapacidad para salir de un cenagal que inmovilizaba toda iniciativa o fuerza espiritual para salir de él. Era un callejón sin salida.

Estábamos abocados a ser como ellos, mártires involuntarios de un régimen dictatorial que esclerotizaba cualquier voluntad de superación, de esperanza o ilusión en un futuro mejor. Era un entramado tan espeso, tan enraizado en estratos jerárquicos dirigidos a la opresión popular, que había calado en una población inerme e inculta, hasta los mismos huesos; los hábitos y costumbres se transformaron en creencias y convicciones donde el deber y el patriotismo representaban el fin último de la existencia. Las banderas ondeaban como símbolos de la lealtad incondicional a un régimen que arrebató las mejores cualidades y potencial de un pueblo aletargado, inseguro, acomplejado, humillado.
Fuimos muchos los niños que crecimos en la etapa dictatorial, que seguimos viviendo tras su desaparición, mirando con asombro los cambios socioeconómicos y políticos, la naturalidad espontánea de las nuevas generaciones para decidir y ser, amar sin complejos y crecer informados de sus derechos y libertades desde el ámbito familiar y educativo.
Comprendemos, aquellos niños de la dictadura, que algo tenebroso, lleno de trampas y misterios, alguna garra externa, acerada, clavó sus uñas en nuestras tripas, en nuestros hígados y riñones, en nuestro corazón y cerebro, dejándonos cicatrices imborrables para siempre.

Somos mitad niños- mitad hombres, huérfanos de vida, solitarios que vagabundean con su pensamiento perdido en algún lugar de la existencia que debió pertenecerles y que ya nunca alcanzarán.
Somos niños resignados ante lo que perdimos y lo que se desvanece ante nuestros ojos en el mundo actual, sin atrevernos a sentirlo, amarlo, tocarlo, respirarlo, aunque sea con el corazón encogido.
Quedamos en la encrucijada de un viejo camino y una nueva calzada de exuberantes luces y colores, también indescifrables; es la encrucijada de los que no entendieron aquél tiempo ni pueden ya asimilar este. Niños esclavos a perpetuidad en la ciénaga de una dictadura que descuartizó y quemó en la hoguera los sentimientos, la voluntad, la energía existencial de miles de niños- hombres inocentes.








                                                              BUFÓN




Bufi, como le llaman sus padres y amigos, es un niño triste, de sonrisa leve y alma bondadosa.
Vive en un pueblo mediano, costero del mar mediterráneo. Sus ojos pequeños , de un azul intenso, se quedan varados en la arena de la playa mirando el juego de las olas que saltan a la comba como sus compañeros de recreo; ese vaivén rugiente es el eco de la vida visto desde su ventana.
Un horizonte de plumas ágiles y plateadas en las noches de luna llena y la mar en calma o levantisca, despliegan en su espíritu de diez años emociones encontradas: la paz, la quietud, el sosiego armónico que levita por su habitación regalándole plácidos y reconfortantes sueños; cuando el viento sopla huracanado y el mar ruge descompuesto, bravío y agresivo comprende mejor la metemorfosis intrínseca a la naturaleza y la vida en general, la dualidad de la tempestad y la calma, el estruendo y el silencio; la irritación, la incertidumbre, el desapego afectivo, el desenfreno emocional sin cauce de los seres vivos en contraste con la paz espiritual, la sincronía emocional y afectiva, la dicha que envuelve esa sensación placentera de vivir y respirar.

Los padres de bufón saben que es un niño extraño, ensimismado, parco en palabras, de gestos entrecortados y retraídos. Evita el contacto social, es mal estudiante y busca la soledad antes que el juego entre amigos. Es hijo único y sus padres, humildes trabajadores del sector pesquero, abrigan la esperanza de que su adolescencia agite sus cimientos y salga de ese estado soporífero de hibernación...
A los diecisiete años, bufón era un chico delgado, larguirucho, algo encorvado por su tendencia a caminar mirando hacia el suelo, de orejas abiertas, nariz picuda y un tics nervioso en su boca que le obligaba a esbozar sonrisas involuntarias en el relieve de un rostro serio, rígido, desprovisto de esa energía vital incandescente y desafiante de un chico de su edad.

Trabajó en grandes almacenes de pescado, en supermercados, de aprendiz mecánico, peón de albañil, siempre en un segundo plano, sin tratar directamente con el público por su carácter cerrado, de nula empatía. Sus jefes y compañeros delegaban en él las cargas más pesadas de trabajo, que él efectuaba hablando lo justo y cumpliendo con su obligación sobradamente. Era objeto de burlas y bromas por sus tics nerviosos y su enrojecimiento de rostro ante sus colegas de oficio, sobre todo de género femenino.
Jamás insultó ni ofendió a nadie, prefirió ir dejando los trabajos conforme la ansiedad de su espíritu se hacía insoportable y sólo veía el suicidio como último acto de liberación de aquella agonía inexplicable para cualquiera que no sintiera en su interior aquellos picos de hielo y fuego, de letargo y explosión.
Dialogaba poco con sus padres, los respetaba pero no nacía de él ese sentimiento de amor, de comprensión y complicidad mutuas que favorecen un ambiente familiar de convivencia saludable.
Había creado una atmósfera distante, espesa e inaccesible entre sus progenitores y su intrincado laberinto emocional.
Bufón buscaba su íntima soledad como un espacio interior sacrosanto donde purificar su inseguridad, sus complejos, su angustia social y vital, su inercia autodestructiva. Sus vecinos se acostumbraron a su carácter esquivo, melancólico; lo veían pasear solo por la arena de la playa sin parientes, sin amigos, sin novia, colgando del horizonte como un alambre sin vida que va arañando la arena a trompicones sin desfigurarla, apenas marcando unas pisadas sin rumbo ni destino.

En las tardes primaverales, con ese agua fría que corta la respiración, se metía nadando entre las olas, braceaba mar adentro y volvía hacia la orilla cuando el disco solar empezaba a desdibujar su silueta en el rojo horizonte.
La relajación corporal y psíquica era tal tras el baño, que no cambiaría ese estado de bienestar y plenitud por ningún placer de este mundo; se sentía liviano, eufórico y, a veces hasta besaba a sus padres al llegar a casa, dialogaba con ellos de cualquier tema baladí con esa luminosidad esplendorosa que otorga la dicha espiritual en un rostro juvenil. Ellos sabían que ese estado anímico era pasajero y se adaptaban a sus cambios de carácter por que lo amaban y sabían que el chico también los quería, a su manera. Jamás desobedeció, contestó despectivo o vociferó a sus padres, ni siquiera en los momentos más turbios y chirriantes de sus desfases psicológicos.

A sus veinticinco años, sus padres aparecieron un día en su habitación con una oferta de trabajo: habían conseguido, con parte de sus ahorros, adquirir una licencia del ayuntamiento para la instalación de un servicio de sombras y hamacas en un lugar muy favorable de la playa, por su concurrencia de turistas; apenas tendría que tratar con la gente, sólo cobrar el precio por día de la hamaca y estar pendiente de su negocio hasta el atardecer; trabajaría para sí mismo sin depender de nadie y la inversión inicial en sombras y hamacas no era muy costosa; ellos lo ayudarían a empezar...
Bufón no contestó; se imaginó hablando con extranjeros sin entenderlos, se vio balbuceante, encendido de ese flujo de sangre roja que pintaba su maldita cara de bobo, entre monumentales cuerpos de mujeres, atenazado de pies a cabeza, ese tics nervioso recurrente que delataba su inseguridad y desamparo ante la vida.
Se puso de rodillas ante su cama y golpeó el colchón con ambos puños y violencia inusitada, se maldijo a sí mismo y al momento de su nacimiento, despreció en voz alta la existencia, renegó de una vida falaz, injusta, traidora, caprichosa, que juega al azar con sus seres y los condena a vivir en una cárcel que no han elegido...Se abrazó a sus padres llorando honda, profusamente, con gemidos entrecortados; los tres acabaron entre lágrimas, fundidos en un triángulo de desahogo emocional hondamente reprimido.
Sus padres dijeron que devolverían la licencia, pero él se negó respondiendo que era el trabajo adecuado para salir de su aislamiento y afrontar sus complejos, temores y ansiedad social.

En los primeros días de su nuevo trabajo, en pleno verano ya y con un sol sofocante, bufón, con un moreno curtido y el rostro tostado por las horas de sol durante la preparación de la arena y la pulcra presentación de su chiringuito, su cartera de tickets y cobro colgando en bandolera, hubo de tragarse sapos y reptiles hasta ir relajando paulatinamente su tensión y adaptarse a su nueva vida.
Su cuidadoso respeto, la eficiente atención a su clientela, hizo ganarse el cariño de la gente, que ocupaba todas sus plazas disponibles. Le llamaban por su nombre, Bufón, para pedirle las bebidas que él servía heladas desde su pequeña caseta colindante y ponía sobre pequeñas mesitas que había colocado al lado de las hamacas. Incluso llegó a defenderse en algunos idiomas extranjeros en los aspectos más básicos de uso para su negocio.
Comenzó a aventurarse en la vida nocturna de fiestas y discotecas, su tensión ante las mujeres continuaba, pero su tics se fue relajando. Las turistas sin pareja que le conocían empezaron a tirarle los tejos; él se hacía de rogar, no como estrategia, sino porque no había catado en su vida un buen revolcón con una maciza jovencita; le invitaban a bailar y sus manos temblorosas se posaban apenas en la cintura de las turistas, mientras ellas se apretaban contra su cuerpo babilongo e inexperto.
Sobre unas copas de más, aceptó una noche la invitación de una nórdica para subir a su apartamento; se desmelenó y se encontró de golpe consigo mismo a través de una rubia atlética, de ojos azul intensos que miraban a los suyos pequeñitos, brillantes de deseo. Cuando bufón, hambriento de agonía erótica, probó el suculento manjar con olor a primavera, se perdió en perfumes nuevos, en tactos desconocidos, desfondó la selva virgen de su espíritu pueril y bonachón y se adentró en un bosque exótico, paradisíaco, que no dejaría de visitar hasta su vejez.
Nunca se casó, aprendió a ligar con su simple mirada penetrante y su media sonrisa que él creía determinantes, aunque la causa de su atracción hacia las mujeres era su desamparo de niño incomprendido, ese halo que rondaba por su melancólico rostro aguileño de hombre necesitado permanentemente de cariño.
Pasó mil y una noches de aventuras y pasiones inefables; siguió en su puesto de tumbonas sin mezclar el oficio con el ocio, siempre respetuoso, amable y servicial. Mantuvo viva la memoria de sus padres fallecidos, en cuya casa siguió viviendo hasta el fin de sus días.
Con cincuenta años, fuera de las campañas de verano, seguía paseando por la orilla del mar, sin añoranzas de alegría o tristeza, cabizbajo y subsumido en una soledad atemporal e inexpugnable por toda una vida llena de experiencias variables.
No había placer más grande en este mundo que esa sensación de libertad, de dicha espiritual y euforia del cuerpo, tras bañarse en el agua helada del mar en esas tardes primaverales poco antes de la puesta de sol; no había sensación de soledad más sublime y acogedora que la que sentía desde su habitación de niño mientras miraba el bamboleo del mar bajo la luna llena o el bramido sobrecogedor y misterioso del inmenso océano rompiendo contra las rocas, durante el invierno, apenas a cien metros de su casa de siempre.








                                                         TORIBIO




Tori, de doce años, jugaba en el recreo con sus compañeros de colegio, cuales se desternillaban de risa mientras hacía piruetas acrobáticas de circo y representaba ser un toro bravo que bufaba, embistiendo a diestro y siniestro.
Era un niño extrovertido, comediante e hiperactivo, insensible a cualquier sentido del ridículo o complejo de ningún tipo. Su déficit de crecimiento, es decir, sería enano toda su vida, no dificultaron su impulso integrador, complicidad y cierto grado instintivo de líder entre sus compañeros y amigos de infancia, facilitando un buen nivel de confianza y autoestima que impidieran cualquier sentimiento de marginalidad o complejo de inferioridad por su condición física, si bien es cierto que su carácter bromista, burlesco y socarrón, suponía una estrategia de ataque ante, lo que de otro modo, en estado pasivo, hubiera sido objeto de irónicas insolencias cuando no de mofas y recochineos.

Su adolescencia supuso un punto de inflexión; sus amigos de colegio siguieron estudiando o se habían diluido, incorporados al ámbito del trabajo y relaciones sociales diferentes. Toribio se vio con diecisiete años sin estudios superiores, marginado del trabajo por su condicionante enanismo y relegado por sus escasos amigos a personaje bufón de sus caprichos, fiestas de burla, monigote de discotecas, comediante de sí mismo para vivir integrado en la sociedad, aun a costa de sentirse inmerso entre miradas y actitudes despectivas encubiertas bajo la capa de la pena misericorde.
Todo ello por su miedo a la soledad, temía a esta tanto como a la muerte. Su realización vital estaba orientada hacia fuera, para con los demás, no le confortaban las palabras de consuelo y resignación de sus padres, que le aconsejaban aceptarse tal y como era y sobrellevar el peso de su vida bajo el estigma de ser diferente por su simple físico; la gente es así, le decían, te juzgan o valoran según tu grado de homogeneidad o divergencia respecto a ellos; si el gradiente diferenciador es muy acusado, la marginación caerá sobre ti como una losa, sin darte derecho a convencerles de su yerro.

Toribio no estaba dispuesto a vivir de sus padres toda la vida y con veinticinco años se dispuso a patearse toda la ciudad en busca de un trabajo digno como el de cualquiera. Fueron meses agotadores, desalentadores para cualquiera sin el tesón y determinación del sapo, como le apodaron en su barrio todos los conocidos, por su forma de andar a saltitos, sus ojos bolsones y su boca ancha, rasgada hacia los laterales, sus dientes separados, su frente baja de espeso pelo negro que unía sus raíces con sus gruesas cejas.
Su lenguaje fluido y locuaz, su voz grave y elocuente, airosa de salir indemne de muchos y complicados vericuetos dialécticos, imponían cierto respeto y distancia inmediata entre conocidos y desconocidos que se dejaban llevar por vanos arrebatos de superioridad.
Se dirigió al ayuntamiento en demanda de un empleo que le era denegado por su condición física; propuso que le concedieran una licencia para vender juguetes de niños en cualquier esquina de una calle concurrida; empezaron a darle largas y excusas, pero él supo que la tenacidad reiterativa sería el arma más eficaz; finalmente, los responsables del ayuntamiento de la urbe, hastiados de la visitas de Toribio, exigiendo sus derechos y motivando sus razones con claridad meridiana, concedieron la licencia a Toribio para vender en una esquina colindante con un gran hipermercado; por allí pasaba un flujo de gente inagotable y allí montó su pequeña caseta con chucherías y juguetes para niños, sin caer en la cuenta de que éstos nacen ya jugando con las pantallas táctiles de entretenimiento y animaciones electrónicas.
Llenó su tablero externo de toda la fauna que pueda reunir un zoológico: jirafas, hipopótamos, pájaros, leones, cigüeñas, patos, gatos, perros, conejos y muchos muñecos de peluche, además de globos de regalo por cada compra realizada.
Daba cuerda a los animales y cada uno realizaba su función; andaban por el tablado, piaban moviendo las alas, saltaban los gatos, subían las trompas los elefantes, movían la cabeza y ladraban los perritos... Mientras, el enano vociferaba para atraer la atención del público, alentándolos a comprar sus animales mágicos que alegrarían la vida de sus hijos y sus casas; los menos se detenían, más para curiosear sobre aquella figura enana que gesticulaba con sus menudas manos porrudas que para ver el elenco de unos muñecos anarquistas que saltaban y expresaban sonidos discordantes; los más pasaban de largo y alguno que otro compraba por curiosidad, despreciando el globo.

El negocio fue un fracaso, aunque tuvo la suerte de que un apoderado de la tauromaquia se fijara en él al pasar por allí y le brindase la oportunidad de entrar a formarse en el mundo taurino para el arte del bombero-torero, espectáculo de regocijo y entretenimiento del público en las plazas de toros.
Toribio aceptó aquél embite y confesó cierto temor a ponerse delante de un bicho, pero el hombre lo tranquilizó diciendo que eran novillos o vaquillas afeitados y sería entrenado para evitar el testuz directo de los cornados.
Les comentó a sus padres la situación y su decidida actitud a aceptar el nuevo trabajo, con el inconveniente de no poder verse hasta no acabar su campaña de toreo por todas las plazas del país; sus padres pusieron el grito en el cielo; su único y amado hijo les abandonaba para irse a una aventura peligrosa, sin saber cuando volverían a verlo. Toribio se abrazó a ellos y les dijo que era la gran oportunidad de su vida; allí pagaban bien y conocería  a mucha gente nueva, quizá no llegaría a figura, pero tendría la ocasión de desarrollar una actividad entre un grupo de gente que no le miraría por encima del hombro; el mundo taurino es serio, responsable y allí trataré de encontrar mi sitio.

A la semana siguiente, hecho el equipaje, sus padres le despidieron con lágrimas en los ojos y puso rumbo a su formación, que duró tres meses, pues sólo se trataba de divertir al público lo máximo posible; atendiendo a ello, ensayó con sus compañeros y compañeras enanas mil travesuras, piruetas, corvetas, trompicones y testarazos de los novillos que ellos trataban de evitar o afrontar con los fajines y apelmazados que llevaban de protección por el cuerpo, además de un casco en la cabeza.
Toribio afrontó su debut con determinación y valor, como todos sus colegas, enanos todos; paseó por las plazas de todos los grandes pueblos y urbes en fiesta, la gente y los niños, sobre todo, lo pasaban bomba entre carcajadas y aplausos, viendo aquellos diminutos personajes con capote corriendo con sus cortas piernecillas delante de los novillos, intentando driblar y engañar a los bichos, tirarle de los rabos, cogerle las cornamentas, endiablarlos hasta sufrir testarazos que los subían como pelotas al viento y caían sobre la arena con una agilidad y destreza en los revolcones, que parecían de goma.
Casi todos acababan pasando por la enfermería para tratar moratones, rasguños y alguna que otra brecha de consideración.
Fueron jornadas agotadoras para Toribio, pero se sentía recompensado por ese ruido ensordecedor de los aplausos que traspasa el alma y queda grabado en la memoria de cualquier artista para siempre.

Se enamoró de Mariló, una bombera-torera con estilo, elegancia y fina belleza como la de una dama de abolengo; era coqueta, muy sensible y tímida en el trato, así que Toribio la fue conquistando con arte y protocolo exquisito de cualquier caballero. Fueron bendecidos marido y mujer por un párroco sencillo y campechano, en una ermita de la sierra del pueblo donde iban a ejercer su arte durante las fiestas del mismo.

Cuando llevaba diez años de profesión, con su mujer embarazada, Toribio decidió retirarse del toreo y volver a su ciudad natal dispuesto a montar un negocio con los buenos ahorros que ambos poseían; se despidió de sus compañeros y apoderado con lágrimas en los ojos y viajaron hasta la casa de sus padres, donde se hospedaron hasta comprar piso bajo con local, donde montó un pequeño restaurante, en un lugar concurrido de la ciudad: RESTAURANTE TORIBIO.
Su hijo había nacido fuerte, sano y lo más importante para el matrimonio: según los médicos, el niño crecería y tendría la estatura de una persona normal, podría insertarse en la sociedad plenamente y evitar los obstáculos y barreras, físicas y psicológicas que el matrimonio había soportado durante sus vidas. Su esposa quedó al cuidado de su hijo en casa de sus suegros, mientras él se ocupó de dirigir el negocio personalmente; contrató a dos cocineras y dos camareros para servir las mesas y él se encargó de servir las bebidas en la barra, mediante un entablado detrás de la misma para estar a la altura y algo más, de la cabeza de sus clientes; dicharachero, de gran capacidad psicológica intuitiva y aprendida, buena empatía social, trato exquisito al público y calidad en sus manjares y bebidas, hizo ganarse la voluntad y los estómagos de sus clientes.

Como en todo negocio abierto al público, Toribio tuvo que torear con algunos energúmenos que llegaban beodos y hacían burlas de su estatura; un caso grave fue el de un grupo liderado por un hombre de complexión robusta y expresión agresiva e intimidatoria; venían algo volados por alcohol y drogas; con gesto despectivo, el cabecilla se dirigió a Toribio: - enano, tu madre nos ha invitado a varias rondas de wiski, así que ponlos con hielo y ya sabes que el cariño de una madre vale más que nada en este mundo; Toribio se quedó mirándolo fijo a los ojos, mientras le subía un soponcio que le requemaba en la cicatriz de su mejilla, hecha por noble asta de toro; el público del bar estaba en tensión contenida, todos esperaban la respuesta del enano.
Este contestó que, si era un hombre de verdad y no un monigote, iban a jugar ambos a un juego de hombres; sacó una pistola de detrás de una estantería y le dijo que iban a probar suerte en la ruleta rusa; sólo una bala en el cargador, girar la ruleta y disparar cada uno dos veces sobre su propia cabeza; si ambos salían vivos, pagaba el bar; si uno de ellos caía, pagarían los consumidores.
Mano santa; bebieron sus wiskis de una tragantada y pagaron sin esperar la vuelta. Toribio se jugó la vida, pero él sabía que si no era así, el bar sería un recreo para energúmenos..

Con cincuenta y cinco años de edad, Toribio estaba cansado de bregar con la gente de todo tipo y pelaje, aquejado de una enfermedad renal que le causaba cierta incontinencia urinaria, sus padres viejos y necesitados de cuidados y cariño; decidió alquilar el bar a una persona honesta y de confianza, vivir de las rentas y sus ahorros, pegarse a su mujer , sus padres e hijo y vivir más tiempo dedicado a la familia.


Su único vástago medía uno setenta y seis de estatura, ejercía como abogado en un acreditado bufete de la ciudad, estaba casado y su mujer esperaba un hijo que sería su nieto de un día para otro.
¿era feliz? Estaba en paz consigo mismo y se había realizado como hombre a pesar de todos los condicionantes de su vida, nunca aspiró al poder ni la riqueza y tenía una familia saludable a la que amaba y era correspondido. Su experiencia le decía que no existía tal felicidad, pero sí un nexo de comunión con la vida, imprescindible para que ésta sea soportable...







 

                                   LAS FLORES SE MARCHITAN




Rosalía no quiere que le regalen flores cortadas; su perfume no es natural, sólo un eco evanescente de vidas sesgadas desde su raíz. Ya no pueden besar la tierra, esparcir sus olores al campo abierto y alegrar la primavera con su risa silenciosa; ya no son mecidas por el viento que se aparramaba entre sus tallos, bailando en torbellinos y contando sus viajes por el mundo, no pueden ser visitadas por abejas que zumbaban frenéticas entre sus estambres buscando la golosina que perpetúa sus especies.
Rosalía tiene el gran patio de su casa lleno de macetas de flores diversas, desde el suelo hasta el límite máximo en que ella puede abonarlas y regarlas con ayuda de su pequeña escalera.
Están vivas, esplendorosas, sus ramilletes cabalgan hacia arriba y abajo en un alarde de mostrarse en toda su plenitud; sus perfumes entremezclados y colores variopintos acarician sus sentidos, transportando su imaginación a campos extensos llenos de árboles y flores, andando descalza por caminos de tiernas gramíneas junto a su hija Lorena, ambas flotando sin dolor ni sufrimiento, entre nubes blancas que filtran los rayos de luz, movidas por un viento suave, húmedo de fragancias de todos los mares y montañas de la tierra, impregnado de pólenes que cosquillean sus narices y aterrizan en el baño lagrimal de sus ojos.
Es el patio un lugar sacrosanto donde tiñe esperanzas y teje ruegos y súplicas hacia dioses desconocidos que puedan obrar milagros en la tierra, donde zurce silenciosa los rasguños cotidianos de un corazón descosido y un alma que intenta enhebrar cada día el hilo sustentante de su agónica existencia.

Su hija Lorena, de quince años, padece desde su nacimiento de ataques epilépticos crónicos, que fueron aumentando con la edad. Las secuelas de este mal son tanto físicas como psíquicas; a sus años se encuentra varada en una silla de ruedas, la parte izquierda de su cuerpo está inmóvil y la parte derecha, incluído su rostro, tiene una autonomía limitada, semirrígida; ha sido revisada, tratada, diagnosticada con los mejores avances técnicos, médicos y farmacológicos, con la conclusión final de una evolución cada vez más degenerativa y una esperanza de vida corta, entre diecisiete y veinte años.
Es una niña muy bella, aunque sea menudita y muy flaca, sólo pesa treinta y cinco kilos; su rostro, aunque distorsionado por la parálisis, presenta la textura, delicadeza, dulzura y nobleza de una antigua diosa griega. Su cabello es latino, negro como sus grandes ojos brillantes, capaces de iluminar de humildad y bondad el reflejo de aquellas miradas que se posen en la suya; su cuello, esbelto y claro, orejas pequeñitas, nariz fina de aletillas respingadas; sus mejillas sonrosadas, llenas de vitalidad, se deslizan vertiente abajo hasta una barbilla de ángel miguelanguelesco.

No hay mal ni peor destino en este mundo para una madre que saber que su única hija, la fuerza de su espíritu, se irá marchitando paulatinamente entre la fuerza de los brazos que la cuidan.
Rosalía la levanta, la acuesta, la lleva al baño en su sillita de ruedas, la mete en la bañera de agua tibia y le masajea cada milímetro de su piel y de sus huesos; la pone sobre sus piernas y la seca con toallas esponjosas y suaves mientras la besa en la frente, en sus parpados, en sus mejillas...
Le canta canciones alegres y la ve sonreir con la media libertad de sus labios, que dejan entrever unos dientes perfectos y nacarados.
Está entregada en cuerpo y alma a su niña; seca y cepilla su larga melena cada día, como en un ritual de novia antes de casarse, cuida su higiene bucal con esmero, la viste con los mejores trajes de moda, pero no la perfuma con ningún concentrado artificial; ella cree que su olor natural es el más exquisito del mundo.

El padre de la niña es un hombre jovial, campechano y bonachón, director del banco de la villa, muy querido por todo el pueblo. Su mujer sabe que él está hundido, deprimido por la niña, pero de un modo u otro su trabajo le exige y permite al mismo tiempo desconectar de la cruda realidad familiar.
Por las tardes y los fines de semana, saca a pasear a Lorena en los días templados y soleados por el largo bulevar céntrico con grandes macetones rectangulares de flores y altas palmeras en sus extremos laterales; allí corren los niños en bicicleta, juegan a la pelota, las madres sentadas en los bancos, charlan animadas mientras con el rabillo del ojo vigilan a los niños, pasean los ancianos y las palomas se posan en el asfalto, sobre todo cuando ven el carrito de Lorena, pues la niña siempre lleva una bolsa repleta de frutos secos para ellas; algunas se posan sobre los brazos de la sillita para picar de su falda los restos de algunas semillas derramadas; su mano derecha, semirrigida y encorvada, no permite movimientos de precisión para lanzar la comida a los pájaros, pero ella se deja ayudar por su padre;
ambos son saludados por toda la gente que esparce su ocio por el bulevar. Lorena contesta con su mano y un timbre de voz fino, dulce y femenino, pero apenas comprensible.

Rosalía apenas sale de casa, lo imprescindible para surtir a la niña de sus necesidades, pues por lo demás tienen contratada a una vecina honesta y discreta para la cocina y el cuidado del hogar.
Durante tres meses, estuvo una enfermera especializada en casos como el de Lorena; en cuanto su madre aprendió los cuidados y tratamientos, jamás dejó que nadie pusiese las manos en su hija para su mantenimiento.
Mientras padre e hija pasean por el parque, Rosalía cierra la puerta de su amplio patio repleto de flores y se sienta en una hamaca; a veces se queda dormida, pues por las noches apenas duerme velando por su hija en la misma cama; padece dificultad respiratoria y debe dormir lateralmente y en posición no forzada; el marido duerme en otra cama contigua y debe descansar para ir al trabajo, así que es ella quien está alerta con algunas cabezadas intermitentes durante todas las noches.
Rosalía piensa, con su pelo desgreñado, grandes ojeras y palidez acusada, porqué a su niña, porqué a su ángel del cielo; ella la cuidará durante toda su vida, no descansará de día ni de noche, pero que no abandone este mundo antes que ella, no lo permitas, Dios mío.
Reflexiona sobre la crueldad de la vida mientras nutre de agua y sustratos cada una de los cientos de macetas, acaricia los pétalos de sus flores, sus verdes tallos mientras llora gimiendo profundamente, con el alma resquebrajada como un cristal por un fuerte y sordo impacto.

A los diecisiete años, Lorena estaba encamada, inmovilizada por su parálisis total, sólo movía los ojos y lograba hilvanar algunas sílabas sueltas que su madre entendía perfectamente, como había traducido desde siempre el amor incondicional que su hija le prodigaba con sus ojos y frases entrecortadas. Ahora ya no podía exteriorizar más que sílabas sueltas, incoherentes, pero la expresión de su mirada hablaba por sí misma, deletreaba un mundo interior fuerte, seguro ya de su destino, sin rencor ni odio hacia la vida; al contrario, delineaba un ámbito sin dolor ni sufrimiento, de una luminosa paz espiritual capaz de sosegar el ánima alterada de su madre; era como una sonrisa abierta que abrazaba y tranquilizaba a sus padres; estaba tendida hacia arriba, una mascarilla de oxígeno facilitaba su respiración y su madre no se retiraba de la cabecera de su cama...

Aquella mañana de enero, Rosalía le dijo a su hija que iba a regar las flores, se puso una bufanda y salió a nutrir la sección de flore que tocaba aquél día; eran las de más abajo, las que estaban pegadas al suelo, así que podía vigilar a su hija por los cristales de la ventana; un fuerte resoplo de viento descubrió su rostro y la bufanda cayó encima de las macetas; olió un aroma nuevo, extraño, no era esa mezcla coherente que sus pituitarias reconocían y agradecían cada día.
Era un perfume agrio, denso, muy espeso y rechinante; se dirigió hacia atrás para ganar perspectiva, hacia la entrada del patio y levantó los ojos con asombro: todas las flores estaban flaccidas y colganderas hacia abajo, como si la ley de la gravedad quisiera arrancar las macetas de su sitio.
sintió sus pies pesados y una intuición vertiginosa, aterradora, se apoderó de ella. Lorena...
Llegó jadeante y con arritmias hasta su cama, vio los ojos de su niña cerrados, la incipiente rigidez de la muerte en su rostro y pegó su cara a su nariz para sentir su respiración. Había fallecido...
Rosalía no aceptaba la realidad y comenzó a dar grandes gritos en los oídos de Lorena, llamándola por su nombre, se acostó junto a ella y pegó su cabeza a su pecho, la besaba frenéticamente mientras decía que despertara, que sus flores del patio, las flores de su niña la estaban esperando para ser acariciadas, que estaban muy tristes, Lorena, no nos dejes en esta tumba viva y te marches tan solita de mi lado. Rosalía lloraba con gemidos roncos sobre el pecho de su hijita; la cocinera se acercó intentando consolarla y ella dijo que la dejase sola con su hija y se marchase a su casa.
Cerró la puerta de la calle y, como enloquecida, comenzó a dar patadas a las paredes y muebles, romper cerámicas y vidrieras, se dirigió al patio con un candelabro y la inercia furibunda dispuesta a craquear todas las macetas, pero su brazo quedó en alto en un momento de lucidez y vio la mano y el rostro feliz de Lorena mientras acariciaba aquellas flores que ambas amaban tanto. Eran el recuerdo vivo de Lorena; dejó caer el bronce de sus manos y se dirigía de nuevo a la habitación de su hija cuando su marido abría la puerta de la calle y se abrazaban ambos llorando por el alma perdida de sus vidas...

                                           




                                                         !VOCES¡




voces agudas y desafinadas, espeluznantes en las frías noches de invierno, entremezcladas con el viento que asciende por las estrechas calles de aquél pueblo pequeño junto a la costa, serpenteante por la ladera del monte Albino; sus viviendas se fueron acomodando a la topografía helicoidal de las terrazas agrícolas, en torno a un derruido ya, castillo medieval.
Pueblo mediano, de gente arraigada a sus costumbres humildes y acogedoras, espíritu marinero y sangre hortelana.
Al oeste, bajando la ladera, una pequeña bahía del mar mediterráneo donde los hombres realizan sus labores de pesca en antiguas barcazas con redes; arriba, quedan las mujeres y los jóvenes que habían terminado los estudios básicos, trabajando los huertos familiares.
Al este del pueblo, a un kilómetro de distancia, se abre una profunda garganta entre dos macizos de roca; abajo se divisa el choque frontal del mar bravío contra el relieve, penetrando en la garganta blanco y espumoso, el viento aprisionado ascendía brumoso y silbante hasta la parte superior del desfiladero.
La población rehuía aquél lugar; era siniestro, sobrecogedor, vertiginoso; poseía un magnetismo que atraía al visitante al borde mismo perturbando su mente y debilitando sus piernas. Varios turistas habían caído por el precipicio y la zona estaba vallada para evitar la aproximación de cualquiera a la garganta.
El pueblo temía la llegada del invierno; sus habitantes sabían que aquellas voces silbantes, como finos aullidos diversos orquestados en una sinfonía de terror que agitaba sus espíritus, que helaba el tuétano de sus huesos, procedía de aquella garganta infernal.
La fuerza de las raíces era mayor que el miedo. Habían nacido, crecido, vivido durante muchas generaciones en aquél ámbito propio; por sus venas corría la brisa del mar,la savia de hortalizas y frutos, el pescado fresco, la pasión por su libertad autosuficiente.

En verano, las visitas turísticas elevaban su ánimo, engalanaban sus viviendas de un blanco refulgente que alegraba la vista entre aquellas calles serpenteantes, rústicas y empedradas, con humildes casas de pescadores a ambos lados y sus amplios patios de barbecho hortelano.
Los hombres pintaban sus viejas barcazas sobre soportes de madera en la arena de la playa, con resinas de colores y dibujos tatuados en su armadura como amuletos de la suerte.
Siempre faenaban muy lejos de aquella grita infernal, donde habían desaparecido dos barcos sin dejar rastro con todos sus tripulante y varios espeleólogos que habían tratado de auscultar las entrañas de una gran cueva submarina bajo el corte de uno de los macizos rocosos; las autoridades habían prohibido todo acceso a la oquedad y puesto boyas en semicírculo para delimitar la zona de pesca.
Los veranos eran de tranquilidad y paz en un pueblo familiar, entrañable, donde la solidaridad y estrechos lazos afectivos eran el núcleo de cualquier decisión común que afectara al entramado social del pueblo.
El alcalde padecía cierta sordera paliada con audífono, hombre alto, de complexión firme y elástica de pescador, introvertido y serio de carácter, pero leal y firme defensor del bienestar de sus convecinos.
Aquel suceso de las inexplicables <voces> desde hacía cuatro inviernos, lo tenían intrigado, en un estado de nerviosismo impotente que desquiciaba su temple valiente y arrojado ante cualquier situación que amenazara el equilibrio emocional humilde, honesto, bondadoso y desinteresado de las gentes de su municipio.
Había requerido la presencia de científicos como geólogos, oceanógrafos, meteorólogos, para detectar aquellos silbidos escalofriantes durante la estación invernal; los submarinistas sólo pudieron entrar en verano, cuando las aguas estaban calmas y no habían encontrado nada extraño que no fuera aquella garganta singular que multiplicaba los ecos de la ascendencia del viento por sus paredes y una peligrosa cueva, mortal en invierno para aquellos que se arriesgaran a zambullirse entre violentos torbellinos submarinos e intensas corrientes de agua.
No podían determinar que era, pero los técnicos, como el pueblo, sabían que en invierno aparecía un sonido que no encajaba en las teorías de fenómenos naturales entremezclados; allí había algo desconocido, intraducible para los radares que detectaban vibraciones sonoras más parecidas a las de un gran animal que a un incidente de cariz climático.

El invierno se acercaba, los miembros del grupo investigador se habían marchado con la incógnita sin resolver y el alcalde estaba desesperado y decidido a actuar por sí mismo.
En una noche de luna llena, con el pueblo aterrorizado e insomne, se dirigió cauteloso hacia la valla de entrada al abismo, apagó el audífono de sus oídos semisordos para no escuchar en su plena dimensión
esas voces desgarradoras que amenazaban con derrumbar los cortes estratigráficos del relieve.
En pleno diciembre, con un frío ventolero que calaba los huesos, sacó de su mochila los útiles necesarios de un escalador aficionado; afianzó un extremo del cable de acero a un grueso tronco de árbol, abrochó a su cuerpo el pertrecho de seguridad que estaba unido al cable de acero y se dispuso a caminar lentamente hacia el borde de la garganta; se tumbó en el suelo y asomó su cabeza hacia el fondo del mar; abrió mucho los ojos, sintió su cuerpo debilitarse, aletargarse como hipnotizado; su mano derecha aseguró el grillete para impedir deslizarse hacia abajo. pudo ver, en toda su plenitud, el cuerpo de varias serpientes marinas del tamaño de un tren mediano, dos incipientes cornamentas en sus testas y una gran cabeza de mayor grosor que el cuerpo, ojos amarillentos, fríos, inexpresivos, malignos, mandíbulas con dientes largos, afilados y espesos, lengua bífida y un aullido que desgranaba cortos intervalos de bajadas y subidas en su espantosa tonalidad; pudo observar como varios animales de las sierras colindantes acudían a desentrañar aquél ruido salvaje, asomaban las cabezas y caían desfallecidas en las fauces de aquellos monstruos.
El alcalde se desvaneció unos instantes cuando vio aquellas fieras marinas erguirse sobre sus cuerpos, destrozar los cuerpos de sus víctimas y servir parte de su alimento a las crías que las acompañaban...
cuando recobró la conciencia, los monstruos habían desaparecido bajo la gran cueva submarina; estaba seguro que anidaban allí; se deslizó a gatas hasta el tronco y puso rumbo al pueblo con su mochila.
No debía contar nada a la población, sólo a las autoridades competentes y al equipo de técnicos que había estado estudiando el fenómeno.
A todos ellos contó lo que había observado a través de aquella garganta; unos lo creyeron exagerado y otros, sobre todo los técnicos, barruntaban que aquellas criaturas podrían existir realmente y tratarse de una especie desconocida en el mundo.

El equipo de investigación se dispuso a acudir junto a montañeros especializados, una noche en que las voces estuvieran en pleno apogeo... Todos aquellos que con cables de seguridad, se asomaron y vieron las bestias infernales, quedaron inmóviles, pálidos, descompuestos; hubieron de ser arrastrados con los propios cables unos veinte metros más atrás hasta recomponerse del shok.
efectivamente, aquellos reptiles tenían cualidades magnéticas que hipnotizaban a cualquier animal o persona que rondase aquella zona no alambrada; había que vallar todo el perímetro a un lado y otro de la garganta y destruir aquél vivero de reptiles gigantes. ¿ cómo? Estudiarían la mejor opción.
decidieron utilizar reses de ganado vacuno como animales de sacrificio, mezclaron polonio radiactivo en sus alimentos e inyectaron en sus cuerpos grandes dosis de este compuesto químico mortal, una vez consumida su carne; los animales fueron metidos por la noche en aquél recinto infernal; corrían en todas direcciones por efecto de las voces, pero la atracción era más poderosa que el miedo y se fueron apaciguando, acercándose al precipicio, doblando sus patas y cayendo en las mandíbulas de aquellos insaciables depredadores.

A los diez días dejaron de oírse las voces infernales, el polonio había cumplido el efecto deseado.
Aquellos seres de una era geológica distinta, reptiles terrestres que habían evolucionado hasta adaptarse al medio marino, habían encontrado en aquella cueva y aquella garganta un nicho perfecto durante el invierno para atraer a sus victimas, tanto marinas como terrestres, a través de su letal poder hipnotizador.
En un día de enero, soleado y con mar calma, los buzos especialistas minaron la entrada de la cueva con potentes explosivos...Detonaron y la deflagración elevó grandes balsas de agua que llegaron a la superficie exterior. La cueva quedó sellada para siempre y el pueblo alcanzó por fin su paz espiritual y recuperó su reparador sueño nocturno...








                                             





                                                   LA  PALOMA GRIS



El niño estaba aislado entre cuatro paredes de una habitación herméticamente cerrada con grandes ventanales de vidrio y puertas de aluminio; padecía una enfermedad inmunodeficiente de cariz genético. Su contacto con el exterior supondría la muerte en varios días por las múltiples infecciones que atacarían su organismo sin contemplación.
Sus padres, ambos biólogos, habían comprado aquella casa de campo en un pueblo pequeño y tranquilo, no muy lejos de un mediano arroyo flanqueado de arboleda diversa y un paisaje llano de cultivos de secano como el trigo y los girasoles.
La antesala de la habitación de Javier estaba permanentemente desinfectada por un hipersensor electrónico que dispersaba un gas descontaminante; los padres se vestían dos trajes especiales y una mascarilla para entrar al habitáculo del niño, llevarle su comida  aséptica y revisar los dispositivos de seguridad que mantenían a raya a microorganismos de todo tipo que podrían atentar contra su salud, no había ranuras ni aberturas, toda la estancia estaba sellada minuciosamente.
Javier abrazaba a sus padres cada día, casi sin poder rozar sus rostros, desde hacía cinco años que diagnosticaron su enfermedad.

Ahora tenía diez años y su pasión favorita era observar el bello paisaje desde sus amplias cristaleras y pintar con pinceles aquella realidad intercalada con los más íntimos impulsos de libertad, idealizando el entorno según su instinto, cargado de emotiva soledad. Su habitación estaba llena con cuadros de niños que jugaban entre los árboles, de árboles que elevaban sus ramas hacia el cielo, de saltos de agua que se liberaban de su curso, de grandes bocas abiertas que gritaban, de niños con lágrimas solidificadas en el tiempo, de barcazas solitarias que zozobraban en medio de altas olas del inmenso océano, de aves que ascendían al cielo y rozaban las estrellas, de niños celebrando la navidad con sus familias entre escenas que acompasaban tiernas nostalgias de su corazón infantil...

La paloma gris que se posaba en el pollete exterior de su ventana era su única amiga; tenía esa mirada triste de los seres que comparten un mismo sentimiento de soledad; de ojos apagados, cabeza encorvada y plumaje abierto en forma de protección perenne, hiciera frío o calor; era un modo enrocado de aislarse del mundo y tratar de huir de su realidad vital ensimismada, curtida por la ancianidad que espera el abrazo infalible de la muerte.
Javier la veía volar con ese aire de resignación y derrota propias de la edad, posarse en el árbol más cercano a su ventana, esconder la cabeza bajo el ala y despachar con agresivos ademanes a las jóvenes parejas que jugaban entre las entre las ramas, entremezcladas en el juego del júbilo y el amor. Apenas comía y bebía, del árbol al pollete de la ventana del niño, donde sus padres habían colocado dos comederos de cereales y agua por deseo suyo. El rogaba a sus padres que la dejasen entrar en su habitación y quedarse con ella para siempre; era su única amiga. Ellos no aceptaron por los riesgos de contaminación.
Se sentía un inútil protegido a ultranza, prisionero en una urna de cristal... Recordaba los recreos de la escuela cuando aún no había desarrollado la enfermedad, los juegos y plenitud vital de sus escarceos entre risas, sus días de vacaciones con sus progenitores, mezclado con cientos de personas ante las olas del mar, sus primeras brazadas con manguitos flotadores en aquél inmenso océano que lamía su cuerpecito libre y dichoso y desbarataba sus castillos de arena, dejando en ruinas las obras que nacían y renacían por doquier de su imaginación incansable para reconstruir en un juego inagotable nuevos edificios entregados al blanco cordón de espuma blanca del litoral...

Cinco años de enclaustramiento no habían conseguido asaltar su esperanza de volver a una vida normal, pero habían hecho mella en su percepción de la realidad. no había amargura en su alma ni odio hacia la existencia, pero empezaba a comprender que la naturaleza no selecciona las virtudes más valiosas de los seres y sí la inteligencia insensible o la fortaleza física como valores supremos para proteger a las especies hacia la supervivencia ¿qué sentido tiene ésta si se haya desprovista del armazón capaz de hacer viable la dignidad y armonía necesarias para que la vida merezca ser vivida sin imperativos de ningún tipo, sólo el hecho de vivirla en plenitud? ¿ quizá, él, que era débil, no muy inteligente y amaba la existencia con toda la humildad y bondad de su corazón, no era apto para integrarse en la naturaleza de los seres vivos?
No podía entender que reglas rigen las fuerzas del destino, pero su mundo interior empezaba a comprender que un ser libre, como su amiga paloma, se pudiera sentir tan triste y solitaria como otro que se halla esclavo y anhela esa libertad. Es extraña la naturaleza.

Javier cogió un lienzo mediano y se dispuso a pintar a su amada paloma; dibujó una cabeza de tamaño natural, con todos los detalles que un pintor autodidacta puede aplicar en su arte, destacando el plumaje blanco grisáceo de sus sienes, cuello encorvado hacia abajo, pico desgastado en sus puntas, ojos menguantes, tristes, que parecían mirar a los suyos desde un mundo lejano y perdido; dos lágrimas gruesas rodaban a ambos lados de su pico; su cuerpo era gigantesco, ocupaba el resto del cuadro con una plumosidad sin alas, algodonada, suave y difuminada conforme se alejaba del cuello; daba la impresión de que aquél plumaje era un gran apéndice antinatural, ajeno a aquella cabeza de mirada lánguida y profunda. Quizá Javier quiso fijar en aquel enorme cuerpo grisáceo la metáfora de una vida que se expande como un gas comprimido, a medida que el final está cerca, trasladando al espíritu la angustia existencial de un ser que se sabe frágil, efímero y caduco.

Aquella noche de primavera, el niño durmió desasosegado, se desvelaba sudando todo el cuerpo, encendía la luz de la habitación y todo seguía en su sitio, perenne, inmóvil, apagó la luz y miró la luna llena largo rato, sentado en la cama, sin pensamientos, excepto una intuición irracional que provocó un leve vuelco en su corazón sin comprenderla, pero premonitoria de un cambio en su vida.
Se tumbó en su cama y cerró los ojos profundamente dormido; soñó con unas grandes alas grises que transportaban su cuerpo hacia la libertad de los inmensos campos verdes, sobrevoló montañas, océanos, continentes, bosques y selvas repletas de animales en libertad con la naturaleza, sintió como se erizaba su piel ante una dicha y libertad que desfasaban cualquier sentimiento vivido.
Vio la cabeza inconfundible de su guía y amiga, la paloma gris, que se adentraba, con él sobre sus alas, en el paraíso de las palomas, una gigantesca cueva de un resplandor blanco que albergaba a todos los espíritus de las palomas fallecidas. Se bajó de las alas y los ojos de su paloma triste proyectaban tal luminosa paz interior que se sintió contagiado y se abrazó a ella, fundiéndose ambos en un mismo ser espiritual sin forma alguna...

Al despertar, sus padres estaban a su lado, sorprendidos por el sudor aún húmedo de su cama, le extrajeron una muestra de sangre como era habitual para seguir el curso de su evolución, lo cambiaron de ropa y vistieron su cama con el cariño de dos padres desesperados que orbitaban en torno a su único hijo.
El primer impulso, aquella mañana, fue asomarse al pollete de su ventana para saludar a su amiga paloma: estaba muerta, con su cuerpo muy pegado al cristal, sus ojos cerrados y su pico desgastado apoyado en el vidrio, como si hubiera querido traspasar, en un esfuerzo último de vida, la barrera que le separaba del niño. Este se abrazó a sus padres atragantado con sus propias lágrimas, expresando en un desahogo emocional extremo la injusticia del mundo que catapulta a la existencia a seres nobles y bondadosos para sufrir las consecuencias de una corta travesía hostil y cruel; pidió a sus padres que retirasen sus comederos y la enterrasen al pie del árbol donde ella solía cobijarse y dormir.

Se despidió de sus padres y quedó solo ante sus pensamientos; sentía una rebeldía interior desestabilizadora, una pulsión incandescente que nunca había experimentado, pese a sentirse víctima de la arbitrariedad azarosa de la naturaleza. de súbito rebobinó en su mente los minutos , las horas, días y noches que llevaba encerrado en aquella cárcel de cristal, privado de su amada libertad.
Con doce años, una quemazón que pasaba de su estómago a su pecho y un nudo en la garganta que le asfixiaba, decidió poner fin a su cautiverio; las puertas estaban cerradas con llave, su intuición le guió hacia el santo de bronce que había en su mesita de noche, lo cogió con la mano y concentró toda la potencia de su cuerpo en aquél lanzamiento: el objeto de bronce impactó con tal fuerza que destrozó la doble cristalera, abriendo un boquete por donde entró el aire fresco y limpio de la primavera; respiró hondo, desafiante, dichoso y recuperó el contraste aséptico, enfermizo y hospitalario de aquella sala precintada, en relación con la brisa reconfortante que le llegaba del exterior.
Estaba dispuesto a pasar los días o semanas que le restasen de vida en libertad y así se lo hizo saber a sus padres, cuales llegaron a media mañana como enloquecidos de alegría por el resultado de los análisis; sus defensas habían recuperado incomprensiblemente las variables normales de cualquier niño de su edad.

Abrieron puertas y ventanas para ventilar la casa, salieron los tres juntos de la mano, con cuidado por el campo, pues el niño sentía mareos de tanta dicha y algunos estornudos saludables; el niño tocaba las florecillas, metía sus manos en el manso arroyo de agua cristalina, abrazaba los troncos de los árboles y besaba al viento que transportaba sus pensamientos a los sueños mágicos del paraíso de las palomas.
Recolectó las más olorosas y bellas florecillas y preparó tres ramilletes, dos para sus padres y otro depositó sobre el lugar donde estaba enterrada su paloma gris, mientras se arrodillaba, se tendía en el suelo besándolo con sus labios y sus lágrimas embadurnadas del polvo de la tierra; se abrazó con fuerza al árbol que había cobijado a su amiga, mientras sus padres también depositaban sus flores sobre el lecho de la que intuían artífice de la salud de su hijo.

Con sus propias manos, Javier construyó una cruz donde grabó : a mi paloma gris, la amiga de mis sueños...


                                                                                                                                                                                                         










                                             



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